Por Ángel Ortega
—Tengo que mear —dijo Franz.
—Luego. De momento tenemos que encontrar al contacto.
—No. Quiero mear ahora.
—Pareces un niño pequeño.
—¡Quiero mear, quiero mear! —insistió Franz, con tono de niño insoportable.
Brigitte resopló.
A su izquierda, en Puerto Corsini, en Rávena, una interminable hilera de yates se mecían ajenos a la catástrofe que acababa de ocurrir unos kilómetros más arriba y que había destruido Venecia. La gente que se cruzaban no debían saber aún lo que había pasado, porque parecían tranquilos y relajados, dejándose lamer por el sol y la brisa marina. No todos lo estaban, como el turista español que estaba montando bronca al maître de un restaurante porque a las cuatro de la tarde no les daban de comer, como tampoco estaba tranquilo un niño enrabietado, colorado como un tomate y tirado en el suelo mientras sus padres intentaban razonar con él.
Y tampoco lo estaba Franz, claro, porque se estaba meando.
Brigitte caminaba un metro delante de él. Su figura y sus andares de modelo de pasarela no pasaban desapercibidos: todos los hombres y algunas mujeres con las que se cruzaban se volvían a mirar. Franz tenía bastante con el hipnótico baile de sus nalgas.
A su derecha había una terraza atestada de gente tomando café y cócteles; con un giro brusco entró buscando el servicio.
Preguntó a un tipo gordo y sudoroso con bigotito, que le indicó sin mirarle y con un gesto.
Qué placer es mear. Se había aguantado tanto que al principio le costó, pero poco a poco la liberación fue total.
Brigitte no le había seguido, pero se habría dado cuenta de lo que había hecho. Las Mary Sues son perfectas y nunca fallan. Siempre están listas para el combate o para el amor, si ese es su papel. Si estás rodeado de xenomorfos y atado de pies y manos en algún planeta lejano, listo para ser devorado, una Mary Sue saldrá de un exquisito bol de cerebro de gorb para meterle una bala en el culo a cada puto bicho y salvarte.
Lo único malo de las Mary Sues, como dice Mortimer, es lo poco que se sostienen y que acaban echándolo todo a perder.
Cuando ya no era necesaria toda la atención de Franz en no mearse encima, echó un vistazo a su entorno mientras sacudía las últimas gotas. Era un sitio inmundo, lleno de mierda por todas partes. Algunas paredes forradas de madera habían sido el mural de cientos de gilipollas escribiendo sus chistes malos y sus declaraciones cutres de amor. El espejo delante de los lavabos estaba lleno de algo que parecían brochazos de mierda, con una frase que los cubría casi por entero.
Subió la cremallera de un tirón.
Se oyó un ruido raro, como quien tira un bofe al suelo.
Se dispuso a irse y, a un palmo del pomo de la puerta, miró atrás, hacia el espejo.
Los brochazos oscuros del espejo no eran de mierda, eran de sangre.
Y el mensaje era para él:
«FRANZ: AYÚDAME. ESTOY ENTERRADO VIVO. HUIDO DEL INFIERNO — CALATRAVA».
Y al lado del lavabo, una masa viscosa y palpitante parecía crecer ante sus ojos.
Del espejo saltó otra cosa irreconocible, que cayó junto a la primera con el mismo sonido de víscera blandengue.
Mierda.
Franz miró al fondo del espejo, con el rabillo del ojo: era así como había que mirar si uno quería saber qué estaba a punto de entrar por él.
Sin dudarlo, y mientras las masas informes se revolvían, se lanzó hacia lo primero que vio, el dispensador de jabón clavado a la pared. Dio un tirón y no consiguió desclavarlo. Joder. Tiró aún más fuerte, pero nada.
Recorrió los servicios con la vista, el corazón galopando. A la derecha, bajo un ventanuco sucio y enrejado, había un cubito de basura. Lo sujetó con ambas manos y, dando un giro sobre sí mismo, lo estrelló contra el espejo.
Éste apenas se melló, pero un chillido agudo le demostró que había hecho daño. El contenido de la papelera, bolsas de patatas vacías, un bote de cristal de medicinas y una compresa usada volaron por los aires.
Sin esperar, volvió a girar sobre sí mismo para dotar a su improvisada arma de toda la inercia posible y volvió a golpear el espejo. Ésta vez sí tuvo éxito y éste estalló en cientos de pedazos, agudos y triangulares. El chillido fue horrible y creyó que los tímpanos le reventaban.
Las dos cosas de carne ya no eran informes, casi eran tan grandes como él y de ellas empezaban a brotan miembros.
Franz examinó rápidamente los trozos de espejo del suelo buscando alguno lo suficientemente grande como para que pudiera colarse alguna criatura más, y aquellos que lo eran, los machaba a golpes con la papelera.
Se abrió la puerta y por ella entró un hombre llevando de la mano al niño que antes había visto fuera, que seguía llorando y chillando como si estuviera endemoniado.
Los dos monstruos ya tenían ojos, cuatro bolas informes cada uno, y una hendidura demasiado ancha llena de dientes cónicos, todos iguales. Eran horribles, pero al menos consiguieron que el puto niño se callara.
Franz arremetió con la papelera contra el que tenía más cerca: le golpeó una vez entre los ojos, a lo que el bicho respondió dando un zarpazo que casi le rozó. Sin respirar, Franz arremetió de nuevo, esta vez dándole con el borde metálico en los dientes. Ese golpe fue más efectivo porque la bestia gritó y algunos colmillos rotos rodaron por el suelo.
En ese momento padre e hijo chillaron al unísono. Bien, pensó Franz, a ver si me entretienen al segundo mientras yo despacho a este.
Casi como respuesta a sus palabras, la cabeza del niño voló por delante de sus ojos y se estrelló contra el espacio que segundos antes había ocupado el espejo.
La criatura se lanzó sobre él. Aún no debía estar formada del todo, pensó, porque es más ligera de lo que parece; se desestabilizó con la embestida, pero no consiguió derribarle. Echó un pie hacia atrás para ganar estabilidad y se golpeó de nuevo con la papelera. Un nuevo gruñido le sirvió para saber que había sido efectivo.
Más trozos de carne, del padre, del hijo o de ambos, volaron por delante de él. A sus pies pareció que alguien lanzaba un cubo de sangre, como en una película barata. Más restos humanos volaban por el aire como si estuviera junto a una trituradora. El suelo era ahora una trampa resbaladiza.
Un nuevo zarpazo le alcanzó en el pecho. Las garras no llegaban a tener filo, por lo que no llegaron a clavarse, pero el golpe pareció sacarle el aire de los pulmones. La papelera rodó con estruendo por el suelo. Se resbaló pero no llegó a caer.
Franz evaluó de nuevo sus opciones, cada vez peores: había perdido su improvisada arma y a la segunda criatura parecía no quedarle mucho trabajo pendiente con el padre y el hijo. Y dónde cojones está la Mary Sue cuando alguien la necesita.
Junto a la puerta había un extintor. Benditas medidas de seguridad.
De dos saltos se plantó junto a él, pero el suelo, que era una sangrienta pista de patinaje, no le ofreció la resistencia suficiente para frenar y se dio de bruces contra el extintor, con esos golpes en la ceja que le dejan a uno paralizado por un instante.
La sangre le inundó a borbotones el ojo.
Sujetó el extintor y lo desenganchó de la pared; una de las criaturas se lanzó y le atrapó por las piernas. Ambos rodaron por el suelo. Sintió un pinchazo en el culo.
Ahora que la familia estaba esparcida en trozos por todas partes, el silencio invadió de repente la habitación. Él estaba en el suelo, junto a la esquina, con una criatura del averno abrazándole las piernas y su horrible boca mellada con dientes como de sierra a palmo y miedo de sus huevos. Al fondo, el otro monstruo terminaba de tragarse una pierna: una zapatilla de deporte de marca asomaba con los cordones enredados entre los colmillos, y sus cuatro ojos lechosos le miraban como su siguiente objetivo.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Agosto 2016