Por Ángel Ortega
El sol brillaba sin piedad y se reflejaba sobre los tejados de zinc, que resultarían cegadores si no fuese por las gafas de sol. El Bloody Mary ya se estaba quedando caliente: habrá que pedir otro, o cambiar de estilo y empezar con las Margaritas. La vida es una infatigable sucesión de decisiones. O habrá que dejar que elija la camarera de las enormes tetas; ahora oscila una, ahora oscila la otra, apenas sujetas por un bikini demasiado pequeño.
—¡Sujétate!
La barca golpeó violentamente contra el lomo de una de las gigantescas bestias marinas y voló un metro por el aire: Brigitte se mantuvo de pie con ambas manos sobre el timón pero Franz salió disparado hacia atrás, cayó de espaldas y sus rodillas casi le tocaron las orejas.
Franz maldijo, mientras intentaba desde su precaria postura no caerse por la borda; dos tiburones a la vez surgieron por encima de la superficie y emitieron un ensordecedor rugido grave como una explosión.
—Tiburones que rugen. Esta sí que es la buena… —rezongó Franz.
Como un piloto de carreras, la chica esquivó con destreza otros cuantos monstruos más, y luego unas maderas, y luego un puesto de palomitas; atravesó una ola donde el amasijo de restos humanos era especialmente denso y el corto parabrisas de la barca se llenó de sangre y vísceras.
Unos intestinos volaron por el aire y cayeron alrededor del cuello de Franz como un collar de flores hawaiano.
—Me cago en la puta… —intentó librarse de ellos sin perder el equilibrio, pero era imposible hacer las dos cosas a la vez.
Una enorme ola sumergió la barca por completo.
—¿Otro Bloody Mary, o una Margarita? —dijo la camarera, meneando las peras como había esperado—. ¿Está todo a su gusto, señor?
Sintió una bofetada que le devolvió a la realidad. Las bofetadas y los gritos parecían ser la única forma de comunicación de aquella muchacha.
—¡Despierta! ¡Un Resplandeciente está intentando controlar tus pensamientos!
Franz abrió los ojos y vio ante sí a Brigitte, sujetando el timón con una mano y regalándole una nueva torta con la otra.
—¡Ya estoy, ya estoy! —balbuceó Franz, tratando de sujetarse y conteniendo la náusea.
Dos o tres embestidas más, más unos cuantos golpes de timón, y la barca estaba ya saliendo de la dársena hacia mar abierto. Poco a poco el estruendo de la destrucción de Venecia iba mermando.
El ruido del motor y la peste a gasolina también fueron bajando. Pronto la barca se movía solo por inercia.
Franz consiguió librarse de los intestinos, que aún se le resbalaron otra vez entre las manos y rodaron por la cubierta. Los cogió y los tiró por la borda. Ya mirando al agua intentó vomitar, pero no le salió.
Brigitte soltó el timón y se dio la vuelta hacia él. La balsa se balanceaba por el oleaje, pero ella se mantuvo perfectamente estática, con las piernas abiertas y cruzada de brazos. Levantó una ceja y sonrió con media cara.
—Has resultado algo decepcionante —le dijo con voz tranquila, como si acabase de apurar un té de bergamota y no de cruzar una sopa de restos humanos infestada de bestias hambrientas salidas del averno.
Franz tosió. Estaba hecho una mierda: empapado, con las ropas rotas, sucio de sangre ajena, mareado y con un dolor de cabeza triturador. Ella apenas tenía unas cuantas salpicaduras que a modo de lentes alumbraban su bronceada piel. Sólo le faltaban unas gafas de espejo.
Cuando se fijó, la chica sí llevaba unas gafas de espejo.
—¿De dónde coño sales? ¿Quién te envía? —consiguió finalmente decir, soltando un eructo involuntario.
—¿Tienes que usar palabrotas para todo? Aparte de eso, de quejarte y de intentar vomitar, no has hecho otra cosa. Tu reputación es excesiva —sus brazos se descruzaron y se puso en jarras.
Franz se pellizcó la nariz y soltó un espumarajo de sangre. No toda la sangre que le cubría era ajena, al fin y al cabo.
—Me manda Didier —dijo ella, sin dejar de mirarle.
—¿Didier? ¿Y qué quiere ese capullo francés de mí?
—No quiere nada de ti, en realidad te odia con toda su alma. Si fuera por él, te habría lanzado personalmente a los tiburones.
—Dile que se vaya a tomar por culo —la náusea volvió y esta vez sí vomitó por la borda.
Brigitte esperó a que acabara.
—Didier solo quiere saber dónde está tu jefe.
—Dile a ese pervertido hijo de puta que Calatrava está muerto —contestó limpiándose la boca con la manga.
—Eso creía él, pero no es así. Calatrava ha salido del infierno.
—Es imposible salir del infierno —dijo Franz.
—Eso dicen todos. Pero Madame Lola le contó a Didier que ha visto señales inequívocas, que algo ha cambiado en el infierno y que Calatrava sabe algo sobre ello.
—¿Madame Lola? ¿Esa vieja chiflada que mira el futuro en las tripas de ratas muertas? No me jodas.
—No seré yo quien juzgue a Madame Lola; yo no la conozco, pero sé que ha hecho predicciones acertadas.
Franz recordó una situación bastante desagradable en la que se vio encerrado con un demonio de la lujuria en una caravana en un camping de Valencia por culpa de una de esas «predicciones acertadas» de la jodida loca de Madame Lola.
—No me hagas hablar.
—Da igual —continuó Brigitte—. Didier sabe que Calatrava intentará ponerse en contacto contigo y necesita darle un mensaje.
—Calatrava no se va a poner en contacto conmigo —mintió Franz—, pero bueno, si quiere que le pase un mensaje, adelante, suéltalo.
—Yo no conozco el mensaje —Brigitte se dio la vuelta, tomó el timón con una mano y accionó una palanca para reiniciar la marcha—, solo tengo que llevarte a donde lo tienes que recoger.
—No pienso ir a ver a Didier.
—Vale —ella le ignoró y puso un rumbo concreto.
Franz la miró. Era tan perfecta, estaba tan fuera de lugar en un mundo como este que no podía ser real.
—¿Eres una Mary Sue?
Ella ni se inmutó.
—¿Eres una Mary Sue? ¿Eres una creación de Didier?
Como respuesta, ella apretó el culo. Podría romper una botella de cristal con un gesto así. Justo lo que él había imaginado una fracción de segundo.
Eso era un sí.
—No pienso ir a ver a Didier —insistió.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Agosto 2016