Por Ángel Ortega
Aunque solo pensar en lo engorroso del sistema le ponía enfermo, Franz se dio cuenta de que no le quedaba más remedio que pedir ayuda usando el método tradicional, es decir, llamando por teléfono a alguien. Y llamar por teléfono a pedir ayuda significaba llamar a Mortimer, y usar un canal inseguro también implicaba superar una serie de barreras que resultaban insoportables.
Se acordó del teléfono móvil que tenía en el bolsillo. Lo sacó e intentó llamar al número de la oficina de Mortimer, pero por alguna razón no tenía cobertura. Trató de buscarla reorientando el teléfono, alzando y bajando el brazo y cambiando de posición pero, como es habitual, no consiguió nada.
Blasfemó y echó a andar por el bulevar Clichy y encontró una tienda de ropa; no sería mala idea comprar algo para cambiarse porque su aspecto de carnicero asesino no le iba a traer más que problemas. Entró empujando fuerte la puerta: un tintineo de aviso a los dependientes sonó al cerrarla.
En el mostrador había una chica joven de rasgos orientales que, en cuanto le vio, se llevó las manos a la boca, abrió mucho los ojos y echó a correr, esquivándole por detrás de unos estantes y saliendo despavorida por la puerta.
Franz se quedó allí un instante sorprendido por lo que había ocurrido, y empezó a buscar algo de ropa para cambiarse. Encontró una camisa blanca y unos pantalones vaqueros de su talla, se acercó al servicio de caballeros, se lavó un poco y se cambió. Eso ya era otra cosa: ya solo las magulladuras y su herida de la sien que no terminaba de cerrarse quedaban como testigo de las últimas horas.
Volvió a intentar comunicar con el teléfono móvil, pero de nuevo fue inútil, así que se acercó al mostrador y buscó un teléfono fijo. Allí había uno, así que marcó el prefijo internacional, luego el de Irlanda y a continuación el de la oficina de Mortimer.
El auricular tardó en dar tonos de marcado. Finalmente, una voz femenina contestó en correcto inglés:
—Asesoría Fiscal Blumenstein and Bohlwinkel, le atiende Sophie, ¿en qué puedo ayudarle?
Franz hizo memoria: el protocolo no era fácil de recordar.
—La A es de Amy que se cayó por las escaleras.
La voz al otro lado carraspeó y dijo:
—Un momento, le paso.
Un par de crujidos dieron paso a una irritante melodía de espera, luego otros tonos de marcado, luego otra vez la melodía de espera.
Finalmente una voz robotizada le dijo:
—Si desea información sobre su póliza, pulse uno; si desea comunicar un siniestro, pulse dos; si desea cambiar su domiciliación bancaria, pulse tres.
Franz pulsó nueve.
Sonó un pitido agudísimo que obligó a Franz a alejar el auricular a un palmo de su oído para no quedarse sordo. A continuación sonó otra melodía de espera diferente, una versión del «Para Elisa» de Beethoven hecha con pitidos. La música calló un instante, para volver a empezar otra vez.
Sonó una voz de nuevo, esta vez masculina.
—¿Aló?
Franz hizo otro esfuerzo mental.
—La B es de Basil asaltado por osos.
—Un momento. No se retire, por favor —dijo la voz al otro lado.
Franz bufó. Odiaba esto.
La línea se cortó y el teléfono se quedó mudo.
—¡Me cago en la madre que lo parió…! —gritó Franz, lanzando el auricular al suelo. Inmediatamente se arrepintió, se lo llevó al oído y se sintió afortunado por no haberlo roto.
Empezó el ritual: marcar, salió la señorita, dijo la primera frase, le pusieron la música durante unos desesperantes cuatro minutos y medio, le salió la locución automática, pulsó nueve, salió el otro tipo, dijo la segunda frase y volvieron a dejarle en espera.
Otra voz masculina, diferente de la primera, sonó tras otro chirrido:
—Buenos días. ¿Qué desea?
Pero no se acordaba de cómo seguía el poema, así que se la jugó.
—Quería hablar con el señor Montgomery.
—Aquí no trabaja ningún señor Montgomery.
Franz creía que iba a estallar.
—Ponme con Mortimer, cojones. No tengo ganas de más juegos.
—Lo siento, señor, pero aquí no trabaja ningún señor Montgomery.
—Dile que soy Franz Hauzman, gilipollas, o iré yo mismo a arrancarte la tráquea con mis propias manos.
—Voy a tener que colgar, señor, si me habla en ese to…
Sonó un crujido y la voz de Mortimer sonó por encima de la del operador.
—¡Franz! ¿Eres tú? Soy Mortimer.
—Joder, Mortimer, menos mal. Creía que me iba a volver loco.
—¿Cómo me llamas por una línea insegura? Sabes que nos la jugamos.
—Lo siento, tío, pero necesito que me eches un cable.
—Estoy al corriente de lo que pasa contigo —dijo Mortimer—. Acaba de salir un boletín del lado oscuro en el que dicen que has cabreado a alguna fuerza muy peligrosa. ¿Qué has hecho?
—¿Hay boletines del lado oscuro? —dijo Franz, anonadado—. Bueno, da igual. Estoy en París y necesito que alguien me lleve a Lisboa.
—¿Qué se te ha perdido en Lisboa?
—Es una larga historia, ya te la contaré. ¿Puedes ponerme en contacto con alguien de la zona? Tengo algo de prisa.
—Puedo intentar pasarte con Popescu. Es un tipo duro y no te lo pondrá fácil, pero creo que es al único al que puedo molestar ahora mismo.
—¿Popescu? No sé. Sé quién es, por supuesto, pero nunca he tratado personalmente con él. ¿Es de fiar?
—Tan de fiar como cualquiera en este gremio —dijo Mortimer—. Un momento, voy a marcar.
Otra vez la exasperante melodía de espera.
El tono se cortó y apareció Mortimer de nuevo.
—¿Hola? Está comunicando. Cuéntame, ¿cómo vas? ¿Averiguaste qué se llevó Fabrizio del almacén de San Gimignano? Joder, menuda la que liaste allí.
—Eh… no, la verdad es que no.
—Anduvo Didier preguntando por aquí y conseguí sacarle que lo que Fabrizio cogió fue un reloj de salto en el tiempo. No sé cómo se habrá enterado.
Franz sí sabía cómo se había enterado.
—Ni idea. Será que…
—Espera —interrumpió Mortimer—, tengo a Popescu. Te lo voy a pasar. Sé educado con él, ¿vale? Es muy poderoso, no lo cabrees y podrás sacarle lo que necesites.
—Vale. Gracias, Mortimer, te debo una.
—¿Aló? ¿Con quién hablo? —sonó una voz con fuerte acento rumano.
—¿Señor Popescu? Soy Franz, Franz Hauzman.
—Sí. Hauzman.
—Necesito su ayuda, si es usted tan amable de prestármela.
—Escucha, Hauzman —dijo con voz pausada—. Tus movimientos por toda Europa no están siendo muy discretos. Te estoy siguiendo desde el principio y tu historia es lineal, aburrida y episódica. No vas a conseguir mucho si sigues así.
Franz no se esperaba aquello.
—Ya, lo siento, señor Popescu. Sé que debería progresar de otra manera, pero nunca me dan mucho tiempo para planear mi siguiente paso.
—Es todo una chapuza. No tiene ningún interés ir por ahí tropezándose con fuerzas oscuras, romperles la crisma y vuelta a empezar. Hace falta algo más de conflicto, algún punto de vista diferente.
—De nuevo le pido perdón, señor Popescu. Yo soy un hombre de acción y no entiendo mucho de argumentos complicados.
—Ya lo sé. Sin embargo, debo reconocer que estás saliendo airoso de situaciones de las que pocos lo harían y por eso he decidido echarte una mano. Por eso, y porque tengo importantes vínculos comerciales con el señor Montgomery.
—Buf. Gracias, señor.
—El señor Montgomery me ha dicho que responde por ti. Así que no le falles.
—No lo haré, señor Popescu.
—Bien. Entonces dime dónde estás y mandaré a alguien a buscarte.
Franz hizo memoria.
—Estoy en el bulevar Clichy, cerca del Pigalle, en París. En una tienda de ropa de nombre chino que ahora no recuerdo. No andaré lejos de la rue Forest.
—¿Y dónde quieres ir?
—Necesito ir a Lisboa, cerca de la plaza del Rossio.
—OK. Ya están de camino. No me defraudes, Hauzman.
—No lo haré, señor.
Sonó el claxon de un coche en la calle. La conexión se había cortado.
Franz salió al exterior y vio estacionado en doble fila un Chevrolet Malibú Descapotable de 1965 de color azul eléctrico. Un tipo fornido, con traje negro y gafas oscuras le preguntó:
—¿Es usted Franz Hauzman?
—Muy discreto —dijo Franz en voz baja—. Sí, soy yo.
—Suba, le llevaré.
—Gracias.
Franz se subió al Chevy y ambos volaron por las avenidas en dirección a las afueras. Apenas se cruzaron con nadie: París estaba muy triste sin su tráfico endiablado y aquello era un síntoma de que todo se degradaba cada vez más deprisa.
Una vez fuera del centro, por una ruta que Franz no reconocía, acabaron en un camino campestre que les llevó a una gran casa. El vehículo paró allí, el conductor se bajó y Franz le siguió. Cruzaron unos corrales y finalmente llegaron a un hangar donde había una avioneta.
—¿Vamos a ir en avión? Pensé que el señor Popescu prepararía algo menos… como diría… convencional.
—Suba ahora mismo. Salimos en dos minutos.
Subió a la avioneta, se sentó en un asiento que le pareció apropiado y se abrochó el cinturón. Dos minutos después el aeroplano se ponía en marcha e inmediatamente estuvieron en el aire.
Aunque el vuelo empezó convencional, no tardó en convertirse en algo diferente: mientras volaban entre las nubes, el cielo se volvió de color rojo y chorros de luz y humo rodearon la avioneta, allí donde Franz podía ver a través del pequeño ventanuco. También se oían ruidos raros, como de cambios de vías y un traqueteo inquietante. Pronto todo se tornó oscuro y por la ventanilla no se veía absolutamente nada.
Tras pasar algo más de cuarenta minutos, la avioneta paró con un chirrido como el de un tren. Debían haber tomado tierra, pero no se había dado cuenta de cuándo había sido. Se abrazó sin querer a su termo de agua bendita y su botella de bourbon llena de sangre de demonio.
Todo se quedó en silencio.
—¿Hay alguien? —gritó Franz. Tanta quietud le resultaba exasperante.
La puerta exterior se abrió y apareció el hombre fornido que le había llevado en coche hasta el aeroplano. Al parecer, él mismo había sido el piloto.
—Señor Hauzman, hemos llegado.
—¿Ya? ¿Dónde estamos?
—Donde usted pidió: en Lisboa. Estación de Metro de Restauradores.
Franz cruzó el umbral de la puerta y salió. La avioneta ya no era tal, sino una especie de vagoneta amarilla sucia y oxidada. Todo estaba bastante oscuro pero se distinguía claramente que estaban en un andén.
—¿Necesita algo más, señor Hauzman?
—No. Espera, sí: una pala.
—Creo que tengo una por aquí.
El hombre se bajó a la vía y cruzó al otro lado sin que Franz pudiera verle.
A lo lejos se escuchaba un rumor de hierros y ruedas metálicas.
Un rato después el guardaespaldas volvió con una pala en la mano.
—Esto le servirá.
—Muchas gracias. Ha sido usted muy amable. Transmita mi agradecimiento al señor Popescu.
El hombre, inmutable, asintió con la cabeza. Le tendió la mano, Franz dejó el termo en el suelo y se la estrechó.
—Buena suerte, señor Hauzman. Y —se le acercó, hablando en voz más baja— yo no estoy de acuerdo con el señor Popescu: su historia no es aburrida. Lineal y episódica, pues bueno, puede ser, pero muchas lo son. Y no creo que hagan falta más puntos de vista, el suyo nos parece suficiente.
—Eh, vaya, muchas gracias. Intentaré hacerlo mejor, si tengo ocasión.
—Tenga cuidado y sepa que le seguimos con interés. Ah, para salir de aquí, continúe por este pasillo. Cuando vea una señal luminosa, gire a la izquierda. Verá una puerta y por ahí accederá al andén del metro.
—Voy entonces. Gracias de nuevo.
Cargado con su pala y sus dos recipientes, Franz hizo lo que el guardaespaldas le dijo y apareció en medio de la estación de Restauradores, en Lisboa.
En el andén había bastante gente y eso le tranquilizó: las cosas se estaban estabilizando o aquí la Anomalía se había sentido menos. Salió al exterior, caminó hacia el sur, dejó a su derecha la hermosa estación del Rossio y llegó a la plaza de Pedro IV. Giró a la izquierda en dirección a Sao Domingos y allí, en la esquina, en medio de la acera, paró y soltó sus aparejos en el suelo.
Justo enfrente tenía el famoso local donde venden ginjinha, el licor de guindas lisboeta.
Calatrava tenía que estar aquí.
Se puso en cuclillas y abrió los dos recipientes. Los olfateó instintivamente: el agua bendita olía a café y la sangre de demonio a bourbon. Una vez más confió en que aquello no hubiese estropeado la esencia.
Derramó el contenido de ambos hasta que no quedó ni una gota. Inicialmente no ocurrió nada, pero poco a poco los líquidos empezaron a moverse, cada uno por un camino, entre los resquicios del informe empedrado del suelo. Parecían seguir la dirección de la pendiente, lo que era lógico pero no deseable. Franz se inquietó.
Pero comenzaron a corregir su trayectoria: el agua bendita, de forma más recta, y la sangre de demonio, dando más giros, convergían hacia el mismo punto. Finalmente se encontraron.
Había funcionado: ambos líquidos se habían visto atraídos por algo que aún conservaba el hedor del infierno.
Franz tomó la pala, se acercó a donde le marcaban los líquidos y empezó a golpear el suelo. Un par de tipos salieron del bar con sus licores en la mano y se quedaron allí observándole.
El empedrado era más duro de lo que parecía, así que Franz empezó a dar golpes con la pala como si fuera un pico. Cuando los trozos blanquecinos se comenzaron a soltar, Franz volvió a utilizarla con propiedad.
Unos cuantos transeúntes se quedaron allí mirando.
Franz ya había abierto un roto en la acera de un palmo por un palmo. Tocó la tierra de debajo y estaba algo húmeda. Rascó con los dedos, desprendiendo trocitos de barro y cemento degradado, y al final consiguió acceder a algo que asomaba: siguió escarbando con la mano y vio que aquello era una nariz.
Con más cuidado y con ayuda de la pala, rascó alrededor de la nariz para dejar al descubierto lo que había allí enterrado. Ya se adivinaba el relieve de algo parecido a una cara, con la boca y los ojos cerrados.
Lo había encontrado.
Con más rapidez fue limpiando su descubrimiento y finalmente el rostro completo quedó al aire. Inequívocamente, los rasgos eran los de Calatrava.
Le quitó la tierra de los labios, los agujeros de la nariz y los ojos y le dio un par de golpecitos para intentar reanimarlo, pero no respondía.
Reanudó el trabajo con la pala mientras más y más gente se quedaba mirando a su alrededor. Algunos empezaron a darle ánimos. Incluso un par de niños se acercaron y le ayudaron a retirar piedras.
Cuando Calatrava ya asomaba hasta la cintura, éste se estremeció y empezó a moverse.
Franz soltó la pala y le dio unas cuantas bofetadas para despertarle.
—Arriba, Calatrava. Soy yo, Franz Hauzman. Estás libre.
Calatrava se movía y se quejaba como si tuviera una pesadilla de la que no podía despertarse.
Franz aligeró aún más la retirada de la tierra a su alrededor. Finalmente, decidió que ya podía sacarlo tirando de él y trató de hacerlo sujetándole por las axilas. Una señora se acercó y empezó a ayudarle, y otros dos chicos siguieron.
—Despacio, despacio —dijo Franz, preocupado—, no vayamos a hacerle daño.
Tras el esfuerzo el cuerpo salió y le tendieron en el suelo. Calatrava seguía gimiendo y con convulsiones, pero su sueño no se interrumpía.
Franz se arrodilló a su lado y volvió a darle cachetes. Después de uno, Calatrava abrió los ojos y la boca y dio un grito. Se estiró y se quedó sentado de un salto: empezó a toser y escupió un montón de polvo y tierra.
La gente que les rodeaba explotó en una alarido de júbilo.
—Calatrava, ¿me oyes? Soy Hauzman, Franz Hauzman.
El gesto de Calatrava era como el de un chiquillo aterrorizado.
—Hauzman… —dijo Calatrava finalmente— El infierno…
—Sí, ya lo sé —dijo él—. Sé dónde has estado. Pero ya estás libre.
—No, no… el infierno está…
—Que no, que ya no está. Has salido. Eres libre.
Calatrava volvió a toser.
—No puedo… moverme…
—Claro, es normal —trató de tranquilizarle Franz—. Llevas muerto mucho tiempo. Bueno, en realidad sigues muerto. Vamos, no lo sé, no sé cómo se llama el estado en el que estás ahora. Pero lo que…
—¡Cállate! Déjame hablar…
—Sí, sí, habla, habla.
—El infierno… está muy furioso. Más furioso de lo que nunca ha estado en toda la historia. He oído su voz terrible y ha soltado su amenaza.
—¿Sí? ¿Qué ha dicho?
—Que todos los hombres son iguales…
—¿Qué? Menuda chorrada.
—Que todos los hombres son iguales… y que si uno escapa del infierno, lo harán todos.
El suelo tembló como un breve terremoto.
—Vámonos, Hauzman. Sácame de aquí.
La acera volvió a temblar, esta vez más fuerte.
—El infierno ha hablado, Franz. Si uno sale, salen todos. Los muertos, Franz. Todos los muertos se alzarán y caminarán sobre la tierra.
El suelo se abrió por varios sitios soltando nubes de polvo. Muchas grietas aparecieron a su alrededor. La gente que les rodeaba salió despavorida en todas direcciones.
Todo el planeta tembló al unísono. Por todas partes del globo se abrieron grietas, se rompieron aceras, se quebraron lápidas. El aliento de podredumbre de cientos de años retornó a la atmósfera, todo de una vez, y millones de miembros, unos resecos, otros momificados, otros aún rezumantes de líquidos viscosos y gusanos, se volvieron a agitar como antaño y asomaron a la superficie.
Los muertos se habían despertado para reclamar sus antiguas posesiones.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Noviembre 2016