Franz se arrepentirá de todo: Cap.2


Por Ángel Ortega

—Ya —el gato intentó poner cara de fastidio, pero sus músculos faciales no están preparados para eso y solo se quedó quieto un momento—. Lukasz está ahora metido en una cantimplora, guardada en un cajón de una tienda en Dresde. Alguna combinación mala de acontecimientos le convirtió en estado líquido, pero completamente consciente de lo que ocurre.

Franz conocía esa tortura: la inmortalidad como martirio supremo. Convertido en líquido dentro de una botella o incrustado en una piedra en el interior de una montaña. Lukasz era un poco gilipollas, pero no se merecía aquello.

El perro ladró de nuevo, aún más nervioso. Se había alejado unos cuantos pasos más.

—Vámonos, esto se va a ir a la mierda del todo —dijo el gato, echando a andar.

El perro se lanzó al trote, seguido por el gato con paso firme y Franz con los brazos en cruz tratando de mantener el equilibrio. Qué mierda, pensó, otra vez metido hasta el cuello en estos líos y siendo guiado por un puto gato por los tejados de una Venecia que se está hundiendo, cuando tenía que estar bebiendo una cerveza tras otra en la Locanda Sofia hasta caer de espaldas.

El tejado crujió. Franz se quedó quieto.

El gato aceleró el paso para alcanzar al perro; ambos se apoyaron en el tejado de la casa contigua. El gato se dio la vuelta: Franz le vio mover la boca para decirle algo, pero no pudo escuchar qué porque un horrible crujido seguido del estruendo de un derrumbamiento apagó todo lo demás. El tejado desapareció bajo sus pies y fue sustituido por una nube de polvo que lo inundó todo.

Franz caía. El tiempo parecía congelado mientras agitaba los brazos tratando de agarrarse a algo, y aunque sus dedos rozaban cosas, ninguna estaba suficientemente cerca como para echarle mano. El polvo no le permitía ver nada. Finalmente sintió un golpe en la espalda, un chapuzón y el agua fría tocarle las manos y la cara.

Bajo el agua estaba totalmente oscuro. Algo golpeó su cabeza, pero no muy fuerte. Trató de cerrar la boca pero una bocanada de precioso aire se escapó sin que pudiera evitarlo. Se hundía.

Sabía que el pánico le inmovilizaría cuando se diera plena cuenta de dónde estaba, así que decidió patalear y bracear hacia arriba. No estaba muy claro dónde era arriba, pero intentó lo que parecía la mejor opción. Dio un trago sin querer: el agua era salada y amarga. Sintió una náusea.

Al final sacó la cabeza del agua. Seguían cayendo cosas, las casas crujían y chillaban, a su alrededor flotaban trozos de madera, botellas vacías, brazos y piernas cortados, las olas le golpeaban la cara una y otra vez. A su izquierda y enfrente había muros aún en pie, pero amenazando caer sobre él.

Un zumbido fue creciendo más y más. Volvió la vista hacia el origen del sonido, pero una ola aún más fuerte le inundó la nariz y los ojos, y cuando ésta se retiraba, algo grande y blanco le dio en todo la cara.

El dolor le cegó y sintió sabor a sangre; pataleó y se revolvió intentando entender qué había pasado, cuando el zumbido se convirtió en un traqueteo. Abrió los ojos y descubrió qué le había golpeado: era una lancha, y el zumbido venía del motor. Había parado junto a él. Alguien le tendió una mano abierta.

—Lo siento, no he podido parar a tiempo —dijo una voz femenina.

Franz cogió la mano y una fuerza inesperada le sacó del agua y le soltó sobre la cubierta de la barca. La misma mano que le izó le abofeteó. Franz se quejó, intentado atraparla, pero no pudo.

—Despierta, Franz. Tenemos que salir de aquí.

Franz abrió los ojos y vio a una mujer hermosa, con pantalones cortos, piernas interminables, el ombligo al aire, un top ajustado y el cabello recogido en una coleta de caballo. Parecía un personaje hecho por ordenador, un estereotipo sexista salido de un videojuego cutre.

—¿Quién coño eres tú? —gritó Franz, algo harto de tanta sorpresa.

—Soy Brigitte —respondió sin dejar de manipular el motor—, agárrate que nos vamos.

El motor rugió, la chica manipuló el timón y salieron disparados por un hueco del muro.

—Puta agua —murmuró Franz, escupiendo un borbotón de sangre.

Brigitte dirigió la barca hacia el centro de la plaza, justo donde los tiburones seguían divirtiéndose con la gente. Esquivó una góndola que se meneaba arriba y abajo, con el gondolero aún sujeto a la decoración de la proa mirándoles con cara de horror.

Un tiburón se hundió a pocos metros delante de ellos. Franz pudo ver con detalle la piel de la aleta dorsal, basta y llena de cicatrices, antes de desaparecer bajo la espuma.

—¿Qué cojones te pasa? ¡Vas a hacer que nos maten!

Otro monstruo marino esquivado y la barca se dirigió a toda velocidad hacia el centro mismo del remolino.

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© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Julio 2016