Franz se arrepentirá de todo: Cap. 19


Por Ángel Ortega

En la pila bautismal sumergió el termo hasta que estuvo a rebosar: el agua bendita se tiñó un poco del café que quedaba en el fondo, pero Franz quiso pensar que eso no sería importante y que no estropearía la mezcla. Nunca te explica nadie hasta ese detalle cómo funcionan las cosas.

Salió al exterior, bajó la escalinata del Sacre Coeur y se encaminó cuesta abajo para volver a la casa de Madame Lola. En medio de la calle había una ambulancia y un Jeep del ejército: un grupo de soldados rodeaba la furgoneta estrellada contra el muro mientras varios enfermeros examinaban a los Hermanos Caballeros de la Sangre Inextinguible esparcidos por el suelo. Hablaban inquietos entre ellos porque nunca habían visto degeneraciones físicas como aquellas, con las máscaras antigás tan incrustadas en la cara y con ese olor tan pestilente.

Franz pasó tratando de ocultarse, ya que era consciente de que su aspecto ensangrentado y magullado le haría sospechoso de algún genocidio, y afortunadamente consiguió pasar sin que nadie le viera.

Sacó de su bolsillo la llave de la puerta del consultorio de la adivinadora y la abrió. Inmediatamente algo saltó sobre él cuando la puerta no había terminado de abrirse.

Sintió un arañazo muy fuerte en la sien mientras intentaba quitarse aquello de encima. Giró sobre sí mismo hacia ambos lados y al final consiguió apartar a su atacante: era Madame Lola, completamente enfurecida, que solo emitía gruñidos inconexos. Cuando ésta volvió a la carga Franz le golpeó en toda la nariz con el termo de agua bendita.

—¡Aaaah! ¡Maldita sea tu estirpe canalla hijo de puta…! —su nariz sangraba de nuevo a borbotones, igual que la primera vez que se la rompió.

—Me tienes harto —la cogió por los pelos mientras gritaba como una posesa y la arrastró con él dentro de la casa. Confiaba en que los militares no hubieran oído el escándalo.

Llegó hasta el salón, donde el hermano ensangrentado que tenía colgado del techo se revolvía y gruñía.

No había tiempo que perder: soltó a Madame Lola y buscó la cocina. Dos puertas más allá la encontró. Rebuscó por los cajones. Vio una botella de Jack Daniels casi terminada. Vació el contenido sobre el suelo, se bebió las últimas dos gotas y la tapó de nuevo.

Siguió escarbando entre los cajones y al final halló lo que buscaba: un cuchillo de cocina de un palmo de largo.

Volvió al saloncito y vio Madame Lola que iba hacia él. Al verle con el cuchillo ésta abandonó toda idea de atacarle y retrocedió mostrándole las palmas de las manos.

—No me mates, Hauzman. No me mates. Haré lo que tú digas.

—Pues cállate la puta boca y quédate quietecita.

La empujó con el hombro y ella llegó hasta la pared.

Franz miró a su alrededor, comprobando si el espacio sería suficiente. El hermano seguía gruñendo y forcejeando con sus ataduras. Franz lanzó lejos de una patada la mesita volcada y ésta desapareció por el pasillo. El suelo estaba lleno de utensilios, cristales rotos y restos de cerámica. Todo lo alejó a patadas.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó la bruja, sin separarse de la pared.

—Necesito espacio.

Dejó la botella de Jack Daniels un poco detrás de él y se dirigió al hermano. Cuando éste le vio llegar con el cuchillo, se revolvió con más fuerza y su gruñido se hizo más audible.

—¡Bruja! —le gritó a Madame Lola— ¡Tráeme clavos y un martillo!

Madame Lola salió rápidamente a hacer lo que decía.

—Lo siento, amigo. No es nada personal —le dijo al tipo colgado.

Con una mano sujetó el asqueroso jubón del hermano y lo cortó con el cuchillo. El tipo seguía gritando, pero la careta antigás impedía entender ni una palabra, si es que eran palabras eso que emitía.

Abrió la túnica por la mitad y una peste nauseabunda salió de su pellejo lleno de pústulas y manchas.

—Qué jodidos cerdos… ¿no sabéis lo que es el jabón?

Y sin esperar le clavó la punta del cuchillo justo por encima del vello púbico. El tipo se estremeció y trató de estirarse huyendo de la hoja, pero era inútil. Franz cortó hacia arriba, haciéndole un tajo de unos veinte centímetros en el abdomen, un poco por debajo del ombligo.

El tipo se debatía desesperadamente, pero la cadena seguía sujetando firmemente sus brazos pegados al cuerpo.

Franz metió la mano por el corte y empezó a escarbar.

—Sí, lo sé, es asqueroso, pero no sé otra manera —le dijo al tipo, que ya cabeceaba frenético de un lado a otro.

Finalmente sacó la mano cerrada en puño sujetando los intestinos del hermano. Empezó a tirar y a tirar y varios palmos de tripas fueron asomando y derramándose.

Madame Lola entró en el salón con el martillo y una caja de cartón, supuestamente llena de clavos.

—¿Para qué qui…? ¡AAAAH! ¿Pero qué coño estás haciendo?

—¡Invocar a un demonio! —dijo Franz, tirando de las entrañas con las dos manos como quien desenrolla una manguera.

Cuando hubo una gran cantidad de tripas por el suelo, Franz cogió el cuchillo de nuevo y cortó por un extremo. El hermano se movía cada vez menos.

Le arrancó el martillo y la caja de las manos a la bruja, dejó la segunda en el suelo, cogió un clavo y clavó el extremo de los intestinos que aún estaban sujetos a su dueño en la tarima. Se metió otros cuatro clavos en la boca y, buscando a ojo el sitio adecuado, clavó otra punta en las tripas, a un metro y pico de donde empezó. Así lo hizo hasta tres veces más, en que se volvió a encontrarse en el punto original, con el trozo libre de intestino en la mano. Aunque se le resbalaba, consiguió engancharlo en el primero de los clavos.

Se incorporó a contemplar su obra: las entrañas dibujaban en el suelo un pentáculo, algo imperfecto, pero probablemente suficiente.

—Ya está. Sólo falta un toque de magia —cogió las gafas de sol de Brigitte y las lanzó contra el centro de la estrella de cinco puntas. Los cristales se rompieron solo un poco así que se adelantó y pisoteó varias veces hasta que quedaron reducidas a migas de vidrio y alambres doblados.

—Ya no tardará —dijo Franz, recogiendo la botella de bourbon y el cuchillo.

—¿Qué no tardará? —dijo Madame Lola.

Un estampido parecido a un trueno resonó en toda la casa como respondiendo a la pregunta. El salón se llenó de humo y una luz rojiza lo inundó todo. El trueno se transformó en un rumor en aumento. Las paredes temblaban y los cristales de las copas tintinearon.

—Ahora hay que tener cuidado y ser rápidos. Mira ahí en el centro: en cuanto aparezca, sal corriendo —le dijo Franz.

Poco a poco, en el centro del pentáculo, fue materializándose una forma rara llena de aristas y ángulos. Era difícil saber de qué se trataba, pues cambiaba y giraba sobre sí misma. Franz la estudió con atención, buscando el punto exacto.

Finalmente el objeto del centro de la estrella de intestinos se tornó reconocible: era una cabeza casi tan grande como una persona, de carne rojiza, basta y llena de marcas como tatuajes; tenía varios pares de cuernos, dos bocas paralelas una sobre otra y un par de ojos negros y brillantes, en cuyo interior parecía flotar un líquido anaranjado.

Ése era el objetivo.

Franz atacó con el cuchillo justo debajo de uno de los ojos: un rugido espantoso atronó en toda la sala y los dos sintieron como si el pecho les fuese a estallar. Rápidamente Franz desenroscó el tapón de la botella con los dientes y la puso junto al corte: giró el cuchillo en el sentido de las agujas del reloj y un borbotón de la preciada sangre de demonio cayó sobre el gollete de la botella y deslizándose hasta el fondo.

Franz dio un paso atrás, se sacó el tapón de la boca, lo enroscó a toda velocidad y gritó:

—¡Ahora! ¡VÁMONOS!

Giró sobre sí mismo y echó a correr hacia la salida. Allí recogió el termo de agua bendita que tenía junto a un paragüero y abrió la puerta de la calle. Miró atrás, esperando a Madame Lola, pero el demonio, ciego de dolor, la había acorralado contra la pared. Ella estaba completamente inmovilizada por el terror.

Franz entendió que ya no podía hacer nada y salió corriendo al exterior.

Subió de nuevo la cuesta y esta vez los militares sí le vieron. Estaba totalmente empapado por la sangre del hermano y hubiera sido imposible pasar desapercibido. Alguien le dio el alto, que él por supuesto ignoró. Oyó un tiro al aire, pero no era a los militares a los que temía.

La casa entera donde estaba el consultorio de Madame Lola tembló y las ventanas estallaron. Pronto los militares perdieron interés en Franz y se centraron en qué ocurría dentro del edificio.

Era difícil saber cuál era el alcance de un demonio, sobre todo estando tan furioso, así que echó a correr hacia el sur y no paró hasta que llegó al bulevar de Clichy. Allí trató de recuperar el resuello. Tosió y se sentó en el suelo, mientras su corazón aún galopaba.

Ya tenía lo que necesitaba para encontrar a Calatrava. Ahora solo faltaba que alguien le llevase hasta La Baixa de Lisboa.

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© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Noviembre 2016