Por Ángel Ortega
Según subía la escalinata de la basílica del Sacre Coeur, Franz oyó sirenas; había estado esperando escucharlas todo el rato desde su segundo encuentro con la Hermandad de los Caballeros de la Sangre Inextinguible, con toda la colección de disparos, gritos y colisiones. Afortunadamente no quedaban pistas que podían conducir hacia él o hacia el consultorio de Madame Lola, donde mantenía encerrados a ella y a uno de los hermanos.
Cuando cruzó el umbral de la iglesia se sorprendió de encontrarla completamente desierta. El interior resultaba mucho más grande sin la horda habitual de turistas y el eco de sus pasos aún más acentuado.
Miró en todos los confesionarios por si encontraba a algún cura, pero no había nadie. Aquello le daba mala espina.
Se acercó al altar, miró debajo (por si estaba el cura escondido) y estudió lo que había allí encima. Sopesó un aparatoso candelabro que había en una esquina: parecía suficientemente sólido como para ser usado como maza. Quitó los cirios de sendos manotazos.
Hacia su izquierda sonó una especie de gemido.
Franz blandió el candelabro con las dos manos y se acercó con pasos lentos y silenciosos hacia el origen del ruido.
Las suelas de goma de sus zapatos rechinaban en el mármol, lo que le obligaba a caminar más despacio de lo que quería.
Otro ruido sonó a su espalda, justo en el centro de la nave: se volvió rápidamente y vio un par de pájaros negros que volaron desde los bancos hasta la parte superior de la cúpula.
El gemido se escuchó de nuevo.
Venía de la sacristía.
Poco a poco se acercó hasta quedarse quieto en el umbral. Se apoyó en la pared con una mano y sujetó el candelabro con la otra. Así, pegado a la pared, entró.
La sacristía era, al contrario que el espacio principal de la iglesia, oscura y austera. Al fondo había un armario, en el centro una mesa de madera, por el suelo caídos unos cuantos papeles. A la derecha, bajo una ventana cerrada, había una figura encogida que temblaba en la penumbra.
Franz se acercó aún más.
Cuando estuvo en medio de la sala rodeado de oscuridad, a algunos metros de la figura palpitante, se encendió la luz.
Lo que había permanecido agazapado ahora estaba en pie; era el cura, con la mano aún en el interruptor de la luz.
—¿Eres un enviado de Satán? —le preguntó a Franz.
—¿Yo? No —contestó él, aún blandiendo el candelabro por encima de su cabeza.
—Entonces… ¿estás profanando la iglesia? Coge lo que quieras y lárgate, ya todo da igual.
—Pues… tampoco.
—¿Qué pretendes? ¿Cuál es tu misión?
—Es un poco largo de explicar. He venido a por un poco de… o más bien un litro o así de agua bendita.
El cura le miró con cara de sorpresa por un instante para luego volver a su gesto de abatimiento.
—¿Para qué quieres el agua bendita? Ha llegado el Apocalipsis. El mundo se termina. El mundo se termina y el Señor ya no nos escucha.
Franz bajó el candelabro.
—No creo que haya llegado el Apocalipsis. La cosa se está jodiendo bastante, eso sí, pero creo que todavía tiene arreglo.
—Dios nos ha abandonado —dijo el padre, mirando hacia al techo y elevando las manos con las palmas hacia arriba—. He suplicado su perdón. He pedido por mis fieles, pero todos han huido del templo. Las ciudades se desploman, la marca de Satanás está por todas partes, pero el señor no se manifiesta. Las Revelaciones era incorrectas: el anticristo ha venido, pero su contrincante celestial está ausente.
—Dios siempre ha estado bastante ausente —repuso Franz—. A las fuerzas oscuras les gusta más manifestarse. De hecho, les encanta venir a joder al mundo en cuanto tienen ocasión.
—¿Ha sido todo una farsa? ¿Es que Jesucristo nunca existió?
—Yo no sé mucho de Jesucristo, pero he conocido recientemente a alguien que le ofendió y está esperando su vuelta, luego algo de verdad habrá.
Los ojos del cura empezaron a soltar lagrimones y volvió a sentarse. Puso sus codos sobre las rodillas y se sujetó la cabeza, como un chiquillo que se ha quedado sin fiesta de cumpleaños.
—Vamos, padre, anímese. Da igual que Jesucristo sea un personaje de ficción. Yo he conocido a algunos personajes de ficción que son capaces de arrancarte los huevos y metértelos por el culo antes de que te des cuenta.
Aquello no pareció ayudarle mucho: el cura se limitó a suspirar sin dejar de mirar al suelo. Franz bufó.
—Además, vamos a ver —trató de improvisar—, el Cielo siempre nos ha dejado libres para cagarla como queramos, ya sabe, lo del libre albedrío y todo eso. Lo que importa es que tengamos fe. Ustedes los curas siempre hablan de la fe.
—Siempre he tenido fe. El mundo era sencillo y tenía reglas. Dios, aunque estaba cerca de mi corazón, era lejano, pero eso estaba bien, porque también el mal era lejano, no el mal hecho por nosotros, los hombres, claro, pero ahora…
—Se está usted haciendo un lío, padre. Todo esto…
Un ruido sonó detrás de ellos: tres jóvenes andrajosos y llenos de tatuajes entraron. Uno llevaba una efigie de mármol de un santo.
—Mira, está aquí —dijo el que parecía el líder.
El que cargaba con el santo lo elevó sobre su cabeza y lo estrelló contra el suelo. La figura se destrozó en mil pedazos e hizo un boquete.
—¿Dónde está Dios ahora, eh? —dijo el primero. Los otros dos se rieron.
—Largaos de aquí —dijo Franz—. Dejadle tranquilo.
—¿Y tú quién eres, gilipollas? Lárgate y date una ducha.
Franz se miró: aunque ciertamente su camisa, pantalones y zapatos estaban llenos de mierda, aquellos tipos no estaban mucho más limpios. Esperó durante unos segundos otra provocación, pero ellos se quedaron allí como unos pasmarotes: todo se alargaba demasiado, así que tomó la iniciativa.
En dos pasos se lanzó hacia el primer joven, le cogió por la camiseta, le zarandeó en el aire y le soltó hacia un lado. El tipo se cayó cuan largo era y los otros dos dieron un paso atrás.
Habiendo comprobando que eran fácilmente impresionables con el uso de la fuerza, Franz se acercó al caído y le dio un mazazo con el candelabro en toda la cabeza. El tipo gritó y se echó hacia atrás arrastrando el culo y cubriéndose la cara con el brazo. Franz descargó otro golpe contra él. El cúbito y el radio se le partieron bajo el enorme peso del metal y su mano se quedó colgando como una flor mustia.
El tipo emitió un grito continuado, que los otros dos corearon.
Franz volvió a cogerle de la camiseta, esta vez para ponerle en pie. Como no pesaba mucho lo hizo sin apenas esfuerzo.
—Largaos de una puta vez —les gritó. El herido se reunió a toda prisa con los otros dos y el grupo entero se fue por donde habían venido.
El cura le miró con los ojos como platos.
—¿Eres un enviado de Dios?
—No me joda, padre —dijo Franz encogiéndose de hombros—. Sólo he venido a buscar agua bendita. Para qué la quiero es algo largo de explicar, pero debe usted saber que es por el bien de todos, o eso espero al menos. Y si usted no tiene fe, su agua bendita no servirá para una mierda y será lo mismo que use agua del grifo o naranjada.
El cura se quedó un momento quieto.
—Espera —dijo al fin.
Se acercó a una esquina donde había una mochila sobre una silla. Abrió la cremallera, sacó un termo y vació el contenido directamente en el suelo.
—Toma. Ve a la pila bautismal y coge la que necesites. La bendije anteayer, así que todavía conservará sus propiedades.
Franz se acercó y cogió el termo.
—Gracias. Suerte, padre.
Y se dispuso a salir de la sacristía. En el último momento, se dio la vuelta y preguntó al cura:
—No habrá visto algún demonio por aquí, ¿verdad? Me vendría bien uno, y a ellos les gustan las iglesias.
El padre se encogió de hombros.
—No sé. No.
—Bueno, no importa. Gracias de todas formas.
Salió corriendo de la sacristía. Ahora tenía que invocar a un demonio, pero estaba seguro de cómo hacer que uno mordiera el anzuelo.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Noviembre 2016