Por Ángel Ortega
El viaje a París, su próximo destino, era de casi mil kilómetros. Ya empezaba a anochecer. Franz tenía la sensación de que el día había durado mucho más de lo habitual, pero no sabía si era porque había sido especialmente intenso o porque la realidad se estaba descomponiendo hasta ese punto. Pensó en acercarse a un aeropuerto y volar hasta allí, pero seguro que por los últimos cataclismos que había por todas partes el tráfico aéreo estaría cortado echándole la culpa a los terroristas como hacen siempre.
Ya que tenía un buen coche y las gasolineras y las tarjetas de crédito seguían funcionando decidió recorrer el camino en él.
Fue hasta Aix-en-Provence, donde un control militar le paró y le hizo abrir el maletero. Afortunadamente solo estaba lleno de juguetes sexuales; Franz se regañó por no haber tenido la precaución de comprobar si estaba lleno de armas, drogas o cadáveres. Después de que la soldado le despidiese con un gesto de repugnancia tomó camino hacia el norte y paró en Saint-Etienne a comer algo. Allí le sirvieron un Camembert horneado con fiambres de la tierra, pimientos asados y arroz salvaje que casi hizo que se le saltaran las lágrimas de emoción. Para rematar le pusieron un café au lait con canela espolvoreada por encima.
Después de cagar reemprendió la marcha, repostó en Lyon, dejó la salida de Dijon al oeste y pudo ver cómo una ciudad llamada Auxerre estaba envuelta en llamas. De nuevo un control, esta vez de policía, le paró e inspeccionó el coche de arriba abajo. Como no tenía ganas de más sorpresas había dejado la colección de consoladores, vibradores, fustas y capuchas de cuero en los servicios de la gasolinera de Lyon, y solo se quedó con un látigo de sadomasoquismo que guardó junto a la rueda de repuesto. El policía ni siquiera se extrañó al verlo.
Intentó acercarse a la ciudad destruida para ver si averiguaba algo, pero la carretera de acceso estaba cortada por tanques y otros blindados, así que decidió continuar.
Cuando llegó a las afueras de París ya amanecía. Por encima de su cabeza pasaron algunos aviones que salían del aeropuerto de Orly, así que la civilización no debía estar destruida del todo al fin y al cabo.
Paró en el bar de un polígono industrial a tomar un café y un croissant. En la barra estaba él solo, dos o tres obreros taciturnos en las mesas y un camarero que cambiaba fatigosamente el barril de cerveza.
Sobre la barra había, extrañamente, un ejemplar del día anterior del Corriere de la Sera. Lo cogió por si aquello contenía algún mensaje para él, pero entre las noticias sobre el colapso de algunas ciudades, apariciones de monstruos gigantes en las playas y los parques, incendios devastadores, declaraciones de perogrullo de la ONU y la separación de la península de California del resto del continente americano por culpa de un terremoto, no decía nada digno de mención.
Hacía ya un montón de horas que no recibía ningún mensaje de Calatrava, lo que empezaba a ser preocupante. Esperaba que, al menos, en París consiguiera contactar con él, aunque el personaje con quien tenía que tratar no le ofreciese ninguna confianza.
Pidió un segundo croissant, se lo tragó de un bocado, pagó y se lanzó a terminar el viaje. París estaba imposible de tráfico, como siempre, y tardó una hora en llegar hasta Montmartre. Dejó el Jaguar junto a la reja de la parte trasera del Sacre Coeur, cogió el látigo del maletero y bajó por la rue Cortot hasta Lepic y allí, esquina con Tholozé, había una pequeña puerta de madera casi oculta por la enredadera de la casa de al lado. En una placa dorada ponía: «MADAME LOLA – MEDIUM».
Sólo pensar en Madame Lola y en sus desastrosas predicciones (concretamente, en la que le llevó al incidente con el íncubo en la caravana) le revolvió las tripas, pero era la mejor idea que se le había ocurrido desde que había empezado toda aquella mierda.
Tocó en la puerta con los nudillos, pero no abrió nadie. Lo intentó varias veces con el mismo resultado. Igual aquella vieja bruja se había muerto, pensó, o se había escondido en algún sitio hasta que las cosas se tranquilizaran.
Se sentó en el escalón de la puerta.
De un café que había enfrente salía una voz chillona, que no llegaba a entender. De vez en cuando alguien respondía con una risotada.
Ese tono de voz tan hiriente era de Madame Lola.
Se acercó al café y cruzó el umbral de la puerta. Allí estaba Madame Lola, con sus pelos enredados de forma imposible, su cara arrugada y sus ropajes de adivinadora de feria. Le estaba contando algo a un tipo grande, vestido de marinero. Su fea cara sonriente se convirtió en un gesto de horror al ver a Franz.
Se incorporó. El marinero se volvió para ver qué había provocado esa reacción.
Madame Lola le señaló.
—Si matas a ése, te concederé todo lo que me has pedido.
El marinero se puso de pie también. Era tres cabezas más alto que la bruja, y al menos una y media más que él.
—Lola, vengo en son de paz —dijo Franz.
—Y una mierda —respondió—. Haz lo que te digo y te colmaré de fortuna.
El marinero sonrió.
—No te creo, bruja, pero darle una paliza a este paleto va a ser divertido.
Franz chasqueó la boca en señal de fastidio.
—Eh, tío, no tengo nada en tu contra, será mejor que lo dejes. Sólo quiero hablar con la vieja.
El marinero se remangó, dejando ver sus brazos tatuados.
—¿La has llamado vieja? Eres un maleducado, pordiosero. Creo que tendré que enseñarte modales.
Pelear contra monstruos, seres incorpóreos, calamares asesinos y fanáticos religiosos era una cosa, pero enfrentarse a un arquetipo tan trillado le daba pereza.
—No tengo ganas de bronca. Te lo digo en serio.
El marinero lanzó uno de sus enormes puños hacia su cara, pero Franz dio un salto en el último momento. Tropezó con el escalón de la entrada del café y casi se cayó hacia atrás. Recuperó el equilibrio inmediatamente mientras observaba a su contrincante volver a la carga y dio tres o cuatro pasos rápidos para conseguir algo de espacio.
—Ven aquí, tirado —dijo el marinero, enseñando los dientes.
Franz estiró de un golpe el látigo de sadomaso que llevaba plegado en la mano, que restalló con estruendo. El tipo abrió los ojos como platos. Franz lanzó el látigo con todas sus fuerzas y con otro ruido seco dio varias vueltas alrededor del cuello del marinero, manchando de sangre su camisa blanca.
El tipo gritó, llevándose las manos al cuello y cayendo de rodillas. Franz sabía de sobra que aquello dolía muchísimo.
De nuevo caminando hacia atrás, cruzó la calle hasta la acera opuesta, arrastrando con el látigo como si fuera un perro al marino, que quedó en medio de la calzada de adoquines sin dejar de gritar.
Madame Lola salió al umbral de la puerta del café.
—¡Hauzman, mala bestia, déjale en paz! ¡Le vas a matar!
Franz se acercó hasta el tipo que le miraba con ojos de terror y le soltó una patada en la cara, haciéndole caer de espaldas.
—Ha empezado él —y volvió a la carga, dándole un par de patadas más en los riñones. Se quedó allí tumbado, cubriéndose la cabeza en posición fetal, lloriqueando como un niño.
—Maldito seas mil veces —escupió Madame Lola.
Franz soltó el látigo y se acercó a la bruja. Ella trató de golpearle con los puños en el pecho, pero con un hábil giro de cintura se escapó y la cogió de los pelos.
—¡Aay! ¡Me cago en tus muertos, maldito alemán, maldita sea tu madre!
Franz la arrastró de los pelos calle arriba, hasta la puerta de su establecimiento.
—Sólo quiero tus servicios —dijo Franz, tranquilamente, mientras bajaba un poco la mano, haciendo que la vieja tuviera que doblarse aún más.
—¡Basta! ¡Suéltame! ¡Aah!
—¿Me has oído? Vas a abrir la puerta, vas a invitarme a entrar, vas a hacer una de tus sesiones de mierda para comunicarte con los muertos y vas a cobrarme una fortuna como haces con los retrasados mentales de tus clientes, ¿vale?
Retorció aún más los pelos de Madame Lola, haciendo que casi estuviera encogida sobre sí misma.
—¡SÍ! ¡SÍ! ¡Vale! ¡Pero suéltame!
Franz la soltó. La vieja dio un paso atrás y volvió a intentar golpearle con ambas manos. Franz le golpeó con la mano abierta en medio de la nariz, de abajo a arriba. La vieja se llevó las manos a la cara y se encogió de nuevo.
—¡Ay maldito hijo de puta me cago en tu madre me has roto la nariz!
Hauzman volvió a sujetarla de los pelos.
—Me aburro, bruja. No estoy de humor para gilipolleces. Ya has oído lo que quiero. Vamos dentro, ofréceme uno de tus tés infectos y estate quietecita.
La soltó y la vieja se enderezó. Sangraba por ambos agujeros de la nariz. Franz elevó la mano a toda velocidad y la señaló con el dedo. La vieja se asustó y se enderezó aún más, con los ojos abiertos de par en par.
La vieja rezongó algo ininteligible y buscó entre sus faldones para terminar sacando una llave. Abrió y pasó rápidamente.
—Después de usted —dijo Franz.
Atravesaron un pasillo que olía a incienso y a humedad y llegaron al minúsculo saloncito donde Madame Lola hacía sus adivinaciones. En el centro había una mesa camilla, con un mantel de colores y una tabla de la ouija. Sobre la mesa colgaba del techo todo tipo de parafernalia de superchería, como atrapasueños, rosarios, flores secas, lunas de cartón y basura parecida.
Madame Lola se sentó con el gesto torcido en su sitio de la mesa y se limpió la sangre de la nariz. Franz se sentó al otro lado.
—¿Y ese té? —dijo.
—Vete a la mierda, puto salvaje —respondió ella—. ¿Qué coño quieres?
—No me cabrees, jodida loca —volvió a señalarla con el dedo y ella dio un respingo hacia atrás—. Todavía me duele el culo de la última vez que metiste la pata.
—Me alegro.
Franz suspiró.
—Así no vamos a ninguna parte. Vamos a empezar de nuevo.
Respiró hondo y prosiguió.
—Madame Lola, necesito que contactes con un muerto.
Ella le miró con odio, pero finalmente se resignó.
—¿Con quién?
—Con Calatrava.
Madame Lola sorbió la sangre de la nariz.
—Qué iba a ser si no.
—Tú le dijiste a Didier que Calatrava no estaba muerto, que se había desestabilizado algo en el infierno porque él había escapado de allí y que eso era la causa de la Anomalía que está jodiéndolo todo, ¿verdad?
—Algo así. No me acuerdo bien. Pero todo esto yo no lo vi en el más allá; me lo contó un tipo que vino a verme. Estaba muy asustado y creía que todas las fuerzas oscuras del universo iban a por él. Yo no le había visto nunca. Me asaltó por la calle, me pidió consejo y me dijo que la culpa de todo la teníais Calatrava y tú, Hauzman.
—No me jodas. ¿Era un italiano? ¿Se llamaba Fabrizio?
—Sí. Era un italiano. Y sí, creo que ése era su nombre. En su momento me dio igual, no me creí nada y Didier me soltó una pasta por todas aquellas patrañas. Luego empezaron a pasar cosas.
—Calatrava me está mandando mensajes —dijo Franz—. Está atrapado en algún sitio. Tengo que encontrarle, seguro que él sabe algo de lo que está ocurriendo.
—Mi magia ya no es lo que era. Poco a poco he ido perdiendo facultades.
—Tus facultades siempre han sido una mierda —dijo Franz.
—He perdido casi toda mi visión sobrenatural. Necesitaría un objeto mágico, una corriente universal o algo así.
Franz buscó en sus bolsillos. Sacó las llaves del Jaguar y las puso sobre la mesa. La vieja las miró, pero no las hizo caso. Sacó a continuación el teléfono móvil que había encontrado en el aparcamiento de San Gimignano cerca del Hummer y también lo depositó en la mesa. La vieja lo cogió, tocó alguna tecla y éste emitió un pitido.
—¿Qué quieres que haga con esto? —y lo dejó de nuevo sobre la mesa.
Franz encontró las gafas de Brigitte.
—Toma. Esto servirá.
La bruja las cogió e inmediatamente abrió mucho los ojos.
—Vaya. ¿Son de una Mary Sue?
—Sí. De una bastante lograda.
Se las puso.
—Vaya —repitió.
—Vamos, no tengo todo el día.
Madame Lola estiró el brazo y apagó la luz.
—Empecemos.
Franz, en la penumbra, pudo ver cómo la bruja manipulaba la tabla de la ouija y alzaba las manos. Ésta dijo algún conjuro ridículo. Durante unos segundos no ocurrió nada.
Pero después la pieza de madera que había sobre la tabla crujió. Poco a poco, empezó a desplazarse chirriando.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Octubre 2016