Franz se arrepentirá de todo: Cap. 14


Por Ángel Ortega

Subieron una interminable escalera de mármol para llegar a la puerta de entrada; una vez en el umbral ésta se abrió sola. Accedieron al descomunal recibidor, adornado por columnas y enormes lámparas algo horteras. Allí había muchas puertas: unas grandes de cristal, otras opacas, cada una de un tamaño. Franz se atrasó un par de pasos para que Brigitte le guiase.

Cruzaron varios pasillos que comunicaban con grandes salas, cada una decorada de una manera: salones chinos, barrocos recargados, estilos coloniales de mal gusto. En una especie de salón de baile había preparado un banquete, con sus largas mesas llenas de canapés de todas las formas y colores. Franz cogió dos langostinos en tempura, los empapó en salsa de soja y se los tragó como una medicina.

Por todas partes había guardias armados vestidos de negro, con gorras de cuero y fusiles de asalto que se cuadraban cuando veían llegar a Brigitte.

Finalmente bajaron una escalera que daba a un muro de piedra desnuda, húmeda y llena de verdín. En el centro de la pared había un portón de hierro claveteado muy oxidado.

—Didier casi nunca está por arriba, solo va por allí cuando tiene una recepción. Él prefiere la mazmorra —comentó Brigitte.

—No puedo decir que me extrañe —contestó Franz.

—Yo no puedo acompañarte ahí. La sobrecarga psíquica me rompería en pedazos.

—Me hago cargo. Gracias, Brigitte.

—De nada, Hauzman. Toma —se llevó la mano al bolsillo del culo y le dio unas gafas igual que las que perdió en San Gimignano.

—Vaya.

—Igual te vienen bien para taparte esa cara que te han puesto como el culo de un mandril.

Franz se las guardó en el bolsillo de la camisa.

Ella descorrió el pesado cerrojo, abrió la puerta e invitó a Franz a pasar. Éste lo hizo y se despidió alzando la mano. Brigitte ni siquiera movió un músculo.

El portón se cerró inundando de eco la estancia.

Todo era como una caverna, con estalactitas, estalagmitas y charcos en el suelo. Estaba iluminado por bombillas desnudas colgando directamente de cables enganchados con clavos y cinta adhesiva. Sólo algunas estaban cubiertas por farolillos chinos de papel rojo.

El camino a seguir no parecía claro, pero Franz avanzó hacia donde sonaban unos gemidos y una música lejana.

Por el camino vio varios grupos de gente atareados en diversos juegos eróticos. Encontró hombres gordos con capuchas de cuero siendo montados por amazonas dominadoras, mujeres desnudas encerradas en jaulas, niñas maquilladas como putas, efebos jugando con perros y ponis.

Una mujer gruesa con kimono se plantó ante él y le invitó a ser su mascota, pero Franz declinó la oferta con cortesía porque tenía cosas que hacer.

Más adelante encontró una fragua donde un tipo musculoso con sombrero de vaquero marcaba a fuego en el culo a un grupo de hombres con americana y corbata, pero desnudos de cintura para abajo.

Una música de puticlub inundaba de melaza el ambiente.

Finalmente abrió un portón enrejado y encontró a Didier.

Una mujer pelirroja de melena encrespada sodomizaba con un enorme consolador a un hombre que llevaba una especie de braguero de cuero, que permanecía a cuatro patas y al que sujetaba con una cadena enganchada a un collar de pinchos. Cuando ella le vio, llamó la atención del tipo con un golpecito en el hombro.

Él se incorporó y mostró dos enormes tetas femeninas con sendos piercings en los pezones. El braguero por delante tenía unas correas que le aprisionaban el pene como una morcilla. Didier se echó la larga melena hacia atrás y le miró con sus penetrantes ojos azules.

—¡A quién tenemos aquí! ¡Franz Hauzman! Muchas gracias, bonita.

Dio un beso en la boca a la dominadora pelirroja y ésta le devolvió un sonoro bofetón para marcharse al trote inmediatamente después.

—Franz, estás hecho una mierda —su voz era grave y viril.

—Tú, sin embargo, estás resplandeciente. Esas tetas, ¿son nuevas?

—¿Te gustan? No puedo parar de tocarme —y lo hizo, aplastándolas un poco y haciendo tintinear los piercings.

—Tu Mary Sue me ha traído aquí para hablar de lo que está pasando.

—Oh, sí. Es una Anomalía bastante preocupante. Hay una gran cantidad de energías demasiado fuertes en juego y todo se está degradando. Normalmente no me involucraría, pero tengo la sospecha bastante fundada de que el cabrón de tu exjefe es el culpable de todo esto.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo mis fuentes, pero eso no viene al caso. Digamos que me creo lo que cuentan: Calatrava ha escapado del infierno, de donde nunca debió salir. Ha disgustado a algún demonio importante y ha desestabilizado el orden de las cosas. La inteligencia artificial Sys-EM3N, cabreada porque una fuerza que no conozco la engañó, ha aprovechado el desgarrón de la realidad para venir a este tiempo a infectarlo todo y, lo que es peor, ha conseguido encadenar a una bestia destructiva del futuro de una realidad alternativa y está a punto de arrastrarla hasta aquí para que lo arrase todo.

—Qué embrollo —dijo Franz—. Pero, ¿qué sacas tú de todo esto? ¿Por qué no dejas que lo solucionen otros?

—Sabes que soy muy sensible —respondió mientras abría un armario— y nunca olvido una afrenta. Yo mandé a Calatrava al infierno y tú te libraste porque escapaste a tiempo —y con un chasquido metálico desenfundó una catana.

Franz dio un paso atrás y le mostró las palmas de las manos.

—Hey, Didier, sin rencores —fue la única tontería que se le ocurrió decir. La verdad es que, recordando el incidente en Brasil, no era extraño que estuviera cabreado.

Didier agitó la catana en el aire.

—Tú sabes dónde está Calatrava. Dímelo.

—No lo sé, Didier. No tengo ni idea. Te juro que es verdad.

—Ya. Vas a hacer que me enfade más de lo que ya lo estoy.

—No te miento. Calatrava sí ha estado enviándome mensajes, pero no he conseguido enterarme de dónde está.

—Sigue —le posó la punta de la catana en la barbilla—. ¿Qué mensajes?

—Cosas muy crípticas —continuó Franz, levantando aún más las  manos—. Supongo que donde está no tiene mucho margen de maniobra.

—No me ayudas mucho.

—También he visto… el cuadrado con el rombo inscrito.

—Vaya —Didier abrió mucho sus ojos azules como piedras preciosas—.  Pero no me extraña, después de cómo se está yendo a la mierda todo.

—Eso es todo.

—¿Nada más? ¿Me he gastado tanto dinero y esfuerzo en traerte aquí para que me digas solo que Calatrava «te ha mandado algunos mensajes»? Vas a tener que esforzarte más.

Asestó un mandoble justo delante de su cara, sin intención de darle. Franz retrocedió un poco más.

Hay que contarle algo. Piensa. Invéntatelo.

Al final dijo:

—Fabrizio está informado de todo.

Didier se enderezó y dejó de amenazarle con la espada.

—¿Qué?

—Sí, Fabrizio. A cualquier sitio que voy, él ha estado un poco antes. Él tiene que saberlo todo.

—¡Fabrizio! ¡Hijo de puta! Eso explica muchas cosas —se rascó la barbilla pensado y continuó—. ¿Dónde has estado? ¿Qué sabe?

—Él habló antes que yo con Mortimer y le dijo que estaba muerto, que me perseguía la Hermandad de los Caballeros de los cojones.

—¿Y es mentira?

—Bueno, no. Eso es verdad.

—Debe ser la única verdad que ha dicho ese cabronazo en toda su vida.

—Eso digo yo. También estuve en el Almacén —continuo Franz.

—¿El de San Gimignano o el de Aquisgrán?

—El de San Gimignano. Y él había estado un poco antes. Me lo dijo Quiroga, que estaba de Guardián allí.

—¿Qué más te dijo Quiroga?

—No mucho más. Tuve que usarlo como arma para defenderme de un Iskopla que me atacó allí.

—¿Un Iskopla? ¿Qué es eso?

—Es un… no sé, creo que aterrorizan Rumanía o algo así.

—¿Dices que le usaste como arma? Eres un desalmado hijo de puta, Hauzman.

—Eh, no he tenido muchas opciones. Tú estarás aquí tan contento con una furcia dándote por el culo, pero por ahí fuera la cosa es mucho más difícil —dijo Franz, algo ofendido—. Todavía no he tenido tiempo ni de cagar desde que salí de mi casa. Todo el puto universo quiere mis pelotas.

—Así que Fabrizio, ¿eh? —lanzó la catana al suelo, se dirigió al armario, cogió una bata de seda y se la puso. Se quedó pensando un momento— ¿Sabes si se llevó algún objeto del Almacén?

Franz no lo sabía, pero aquello parecía ser algo crucial.

—Creo que sí.

—Y ahora ya no queda piedra sobre piedra allí, claro —dijo Didier como pensando en alto—. Tengo una sospecha: hay que averiguar qué había en el Almacén.

—Yo solo encontré basura.

—Tú no tienes ni idea. Sólo eres un turingio ignorante.

Franz cerró los puños. No era el momento ni la situación apropiada para enfrentarse con Didier si quería salvar el pellejo.

—¿Sabes si Quiroga mencionó un despertador viejo?

Franz recordaba haber visto un despertador abollado salir del pozo cuando le atacó el calamar.

—¡Sí! Dijo que Fabrizio se lo llevó —Franz empezó a dudar si contarle tantas mentiras a Didier iba a solucionar algo o a mandarlo todo a hacer puñetas definitivamente, pero pensó que qué demonios, esparcir mierda siempre suele servir para escapar mientras todo el mundo se limpia.

—¡Maldita sea! —gritó Didier, dando un golpazo con la palma abierta a la puerta del armario, que se cerró y se volvió a abrir— ¡Fabrizio está ayudando al ordenador a traer a la bestia del futuro!

Franz se estremeció.

—¿El reloj es un artefacto de viaje en el tiempo?

—Aunque te sorprenda, sí, los relojes están relacionados con el tiempo —dijo Didier, pero Franz no tuvo muy claro si era un comentario sarcástico o alguna verdad absoluta para iniciados.

—Hay que encontrar a Fabrizio antes de que consiga lo que se propone —Didier parecía ansioso—. Has sido muy útil, Hauzman. Sinceramente, nunca lo habría pensado.

—No sé si agradecértelo o cagarme en tus muertos.

—Hay que ponerse en marcha ahora mismo —Didier se acercó a una esquina y accionó a un llamador. Un timbre de alarma sonó con múltiples ecos por toda la mansión.

Didier casi salía de la estancia cuando Franz le interrumpió.

—Didier, espera. Calatrava dijo en uno de los mensajes «huelo a licor de guindas». ¿Te dice algo el licor de guindas?

—No. Que es una ordinariez, comparado con un buen Sherry. ¿Qué crees tú que significa?

—No tengo ni idea. Era por si te sugería algo.

—Ya me parecía raro que Calatrava estuviera detrás de todo esto: esos mensajes son pistas falsas creadas por el mentiroso profesional de Fabrizio. Olvídate de eso, Franz, a Fabrizio es a quien hay que parar los pies. Tengo que irme a organizar a mi ejército —le amenazó con el dedo—. Lárgate de aquí ahora mismo o te daré a comer a mis perros.

—Claro, Didier. Ya me voy. Suerte.

—Que te jodan —y salió por la puerta.

Franz pensó que Didier, aparte de un pervertido, también era un poco gilipollas.

Cuando Didier estaba fuera de la vista, Franz recorrió de vuelta todas las salas y pasillos al trote buscando la salida. Se perdió un par de veces, y cogió otro par de langostinos en tempura cuando cruzó el salón de los aperitivos. Se cruzó con muchos de los guardias de Didier, unos a paso ligero en formación, otros vaciando armeros.

Finalmente salió al jardín. Cruzó la rosaleda y llegó al parking. El Mercedes SLS en el que llegaron Brigitte y él estaba cerrado, pero el Jaguar XK estaba abierto y con las llaves puestas. Lo puso en marcha, salió hacia atrás y se acercó al portón de la reja, confiando en que se abriera automáticamente. No lo hizo.

Aunque sentía alivio por haberse librado de una forma tan tonta de una muerte segura, también estaba inquieto porque las cosas todavía podían torcerse. Los segundos esperando ante la cancela, dudando qué hacer, le resultaron interminables.

Finalmente, la puerta zumbó y empezó a abrirse. No la dejó terminar el recorrido y salió con demasiada velocidad, arañando todo el lateral derecho del Jaguar. Maldijo y a punto estuvo de pararse a mirar si el destrozo era muy grande, pero no lo hizo, ya que tenía una idea mejor: necesitaba encontrar una comunicación bidireccional con Calatrava y acababa de ocurrírsele cómo hacerlo.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Octubre 2016