Franz se arrepentirá de todo: Cap.12


Por Ángel Ortega

Franz casi se incorporó al pisar con los dos pies el acelerador del Hummer mientras se sujetaba al volante con ambas manos. El motor rugió, la transmisión redujo a una marcha más corta y la aguja del velocímetro saltó hacia la derecha. Miró por el otro retrovisor y vio cómo ganaba terreno a la furgoneta.

Una ráfaga de metralleta sonó a continuación y varios golpes de bala repiquetearon en la chapa trasera. Pese al ruido de su propio motor, Franz pudo oír cómo el otro vehículo también reducía y aceleraba para recuperar el espacio perdido.

Sonaron más disparos, que agujerearon el cristal trasero. El neumático de repuesto instalado en el portón silbó mientras perdía aire.

Franz giró para invadir el carril contrario, huyendo de las balas. Algunas más pasaron cerca sin alcanzarle.

Aquella mierda de furgoneta debía tener el motor trucado porque se acercaba cada vez más, pese a llevar él su máquina a tope.

Franz vio cómo uno de los tipos con túnica y máscara antigás estaba sentado en la ventanilla, sujetándose con una mano y blandiendo una AK-47 en la otra. Hizo fuego, esta vez con disparos sueltos, que acertaron en la radio y en el reposacabezas del acompañante.

Franz hincó el pie en el pedal del freno.

El Hummer se quedó clavado allí mismo, mientras el ABS hacía temblar el pedal y algún indicador de alarma pitaba en el salpicadero. El conductor de la furgoneta no reaccionó a tiempo y ésta se estrelló contra la parte trasera, machacando el portón e incrustando la rueda de repuesto, ya arrugada y vacía, en los asientos de atrás. El golpe hizo que la nuca de Franz rebotara contra el reposacabezas, haciéndole ver luces de colores.

El hermano que había estado sentado en la ventana voló por el aire sobre su cabeza agitando piernas y brazos, la metralleta ya fuera de la vista; Franz dio un volantazo para asegurarse de que pasaba por encima de él con todas las ruedas posibles. Los neumáticos crujieron mientras los amortiguadores absorbían el bache.

Ambos vehículos zigzaguearon por la calzada tratando de recuperar la dirección: un turismo que venía en sentido contrario titubeó y acabó saliéndose a la cuneta y dando vueltas de campana. Con esfuerzo Franz recobró el control y aceleró de nuevo.

Su adversario era hábil al volante y también se hizo con la furgoneta, y cuando su trayectoria ya era recta, aceleró de forma sorprendente y se lanzó contra Franz.

La embestida por detrás fue casi tan fuerte como con la frenada: esos fanáticos eran unos jodidos suicidas. Franz volvió a vigilar sus operaciones por el retrovisor y vio que otro de ellos había ocupado el lugar del primero que salió volando: éste blandía una escopeta con las dos manos, apuntó hacia él y disparó.

El estampido fue ensordecedor y varios impactos sonaron dentro del Hummer, algunos metálicos y otros más sordos. Franz apretó el culo confiando en que ninguno de aquellos proyectiles le hubiera alcanzado, ya que por experiencia propia sabía que a veces uno tarda en darse cuenta de que ha recibido un balazo.

De nuevo zigzagueó por la carretera tratando de evadir la puntería de su adversario, y sonó otro disparo como un cañonazo. Otro cristal estalló en pedazos. La situación empezaba a resultar insostenible.

Un motorista, presa del pánico, perdió el control delante de él: el Hummer le pasó por encima sin apenas inmutarse. El hermano conductor de la furgoneta giró hábilmente y lo esquivó, para retomar la dirección recta inmediatamente después.

La furgoneta debía usar como combustible la puta Sangre Inextinguible de la secta porque todavía fue capaz de acelerar y adelantarle por la izquierda, poniéndose casi a su altura. Pudo ver más cerca a los hermanos, con sus caretas antigás incrustadas en la carne, sus sucias y renegridas túnicas y los cristales protectores de color rojo.

Uno de ellos abrió la puerta lateral. Franz vio un montón de cadenas dentro oscilar chorreando sangre y a otro de aquellos lunáticos asomando con una pistola en la mano. Encogió los hombros instintivamente para evitar el disparo, que resonó por encima del estruendo de los motores y la rodadura y que rebotó en la puerta, silbando casi rozándole la oreja.

Franz viró a la derecha para coger carrerilla y dio un volantazo a la izquierda para chocar con ellos.

El golpe fue fortísimo y se acompañó de chirridos por el roce de las placas de metal de ambos coches. La puerta lateral se había cerrado de repente y el brazo arrancado del hermano, con la pistola aún en la mano, se mantuvo sujeto por uno de los tendones durante una fracción de segundo para desaparecer inmediatamente después.

El conductor de la furgoneta hizo la misma maniobra que él: le vio alejarse a la izquierda para volver a lanzarse a toda velocidad para embestirle. Franz debió frenar, pero no le dio tiempo.

El estampido sonó atronador, el parabrisas se rajó y la puerta de su lado se desprendió. Algún neumático había reventado y el traqueteo de la goma contra el asfalto era continuo. El Hummer se desplazó demasiado a la derecha y empezó a arañar el guardarraíl en una lluvia de chispas y trozos de metal. La dirección era incontrolable.

Franz intentó corregirla pero era tarde: el todoterreno giró demasiado hacia la izquierda, tropezó y volcó. Franz vio su entorno dar vueltas y vueltas mientras los airbags estallaban y todo se llenaba de polvo, metal retorcido y fragmentos de cristal. Oyó el frenazo de sus enemigos envuelto en crujidos y gemidos de chapa, golpes y más golpes al rebotar el Hummer contra el suelo.

Dos o tres vueltas más, cada vez más lentas, y el Hummer paró.

Franz hizo un esfuerzo para no perder el conocimiento.

Pero no pudo evitarlo.

Cuando abrió los ojos, la situación había cambiado bastante: ya no estaba cabeza abajo dentro del Hummer, sino desnudo de cintura para arriba, atado y colgado por las muñecas. Un nauseabundo olor a carne podrida y ropa sucia inundaba el aire viciado. Estaba enganchado a una especie de riel del que también pendían múltiples cadenas ensangrentadas, todas terminando en un gancho afilado. De muchas de ellas colgaban guiñapos de carne, algunos irreconocibles pero otros alarmantemente parecidos a bebés humanos. Todo estaba oscuro, las ventanillas de la furgoneta estaban tapadas por dentro con trapos roñosos y cartones humedecidos.

Allí había cinco hermanos de la Sangre Inextinguible, todos con las capuchas caladas menos uno de ellos, que mostraba su cabeza pelada llena de manchas y costras. Sus características caretas antigás, clavadas profundamente en la carne, estaban completamente oxidadas y mugrientas.

Tres de ellos permanecían sentados con las piernas cruzadas y solo se les notaba resollar fatigosamente. Otro estaba tendido boca arriba y le faltaba un brazo. Por la manga manaba a borbotones sangre que inundaba el suelo. El quinto, el que tenía la calva a la vista, estaba de pie.

Blandía ante él un enorme cuchillo serrado con la punta mellada al que constantemente pasaba un trozo de cuero por la hoja. Y el muy cerdo tenía una erección claramente visible bajo sus pestilentes ropajes.

La situación había empeorado un poco.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Octubre 2016