Franz se arrepentirá de todo: Cap.11


Por Ángel Ortega

Una tabla con un clavo. Tetas, tetas, tetas.

Un canalón doblado. Magdalenas, bizcochos, galletas.

Una silla metálica. Culos, culos, culos.

Franz cogió la silla por el respaldo y, como disimulando, se acercó al montón de escombros, pretendiendo buscar un sitio más cómodo para sentarse a descansar.

Tetas, culos. Una cerveza, dos cervezas, tres cervezas.

Miró por el rabillo del ojo: el resplandor seguía ahí.

Un poco de queso con mi cerveza. Y unas aceitunas. Y un buen par de tetas.

Franz sujetó el respaldo de la silla con ambas manos, saltó por encima del amasijo de ladrillos y maderas y golpeó con todas sus fuerzas.

El Resplandeciente soltó un chillido como el que hace un tenedor rascando sobre un cristal. Un fogonazo delató su huida hacia un costado.

Franz se preparó para el contraataque, que sería en forma de trallazo mental y no tardó en producirse. Su cerebro interpretó aquello como un pitido agudo y un deslumbramiento cegador. Una sucesión caleidoscópica de imágenes inundó su consciencia y le hizo flaquear, por lo que terminó con una rodilla en tierra.

Usando la silla como bastón se incorporó. Giró sobre sí mismo para usar la inercia mientras sujetaba la silla con una sola mano y asestar el golpe con las patas de ésta al Resplandeciente que parecía estar a menos de un metro de él.

El golpe apenas le rozó, pero un montón de chispas saltaron por el aire y rodaron por el suelo dejando un olor a magnesio quemado. Buen golpe.

Jódete, hijo de puta.

Franz se cubrió los ojos con el brazo libre, como si eso fuese a amortiguar el siguiente golpe.

Esta vez se pareció más a un enorme calambrazo que le paralizó por completo. Sus músculos no respondieron y la silla simplemente se resbaló de su mano. Cayó de espaldas, con los brazos abiertos.

Se vio desnudo, tumbado en el suelo, rodeado de niños sucios y llenos de cicatrices. Los niños se bajaron la bragueta y empezaron a mear encima de él. Uno de ellos le escupió en la cara, cogió un puñado de arena y se lo echó en los ojos. Unas niñas se reían de lo pequeña que la tenía. No podía moverse, aquella chusma le sujetaban manos y pies.

Los niños se dieron la vuelta, mostraron sus culos y empezaron a cagar sobre él. La humillación crecía y crecía llenándole de desesperación mientras los zurullos resbalaban calientes por su piel.

Y una leche. Esto no ocurrió nunca.

Franz sacudió la cabeza, cerró los ojos y tanteó con la mano buscando algo.

No sabía qué.

Un puñado de adolescentes se acercaban hacia él acariciándose la entrepierna y riendo, mostrando sus dientes renegridos.

Los niños le dieron la vuelta y le pusieron boca abajo. Saboreó la tierra, húmeda y salada. Un montón de manos le abrieron las piernas y otras cuantas le elevaron la cadera, dejándole con el culo en pompa, listo para recibir la embestida.

Franz tocó al fin algo metálico y frío.

Era cilíndrico, como la pata de una silla.

La sujetó con todas sus fuerzas y se puso en pie de un salto. Sólo veía un chorro de colores confusos y su cabeza giraba como dentro de una lavadora.

Será un golpe a ciegas.

La silla impactó de lleno. Esta vez cayeron menos chispas, pero el grito mezcla de chirrido y zumbido fue mucho más fuerte.

La mente de Franz se aclaró un poco. Se vio en pie, rodeado de piedras, hierros oxidados y ladrillos. Delante de él unos fogonazos se sucedían, como un generador eléctrico desbocado.

Sujetando la silla con ambas manos, Franz asestó el golpe definitivo allí donde las luces parecían más densas. Un estruendo de cristales rotos confirmó la efectividad del ataque. Las chispas brotaron como de una fuente y describieron sus trayectorias parabólicas por todas partes. Poco a poco la luz se fue haciendo más y más tenue, para terminar desapareciendo con el silbido de una olla a presión.

El Resplandeciente estaba liquidado.

Franz lanzó la silla a varios pasos, dándose cuenta de cómo había quedado de abollada y ennegrecida.

Aún se sentía humillado. Qué reales son las imágenes que proyectan estos cabrones.

Como allí ya no había nada que hacer, decidió largarse lo antes posible y para ello se acercó al parking. Esperaba encontrar algún coche cojonudo y recorrió las filas buscando algo que le complaciese. Otra cosa será ponerlo en marcha, se dijo mientras tanto.

El aparcamiento totalmente vacío de gente resultaba espeluznante. La cantidad de efectos personales esparcidos por el suelo, maletines, carritos de niño, mochilas, cámaras de fotos, no ayudaban.

Un Hummer H3.

¿Qué puede haber mejor?

Bueno, un Hummer H2, pero el H3 está más adaptado o las dimensiones europeas. Y además seguro que gasta menos.

Era de color negro; muy bonito, aunque a la larga es una molestia porque es muy sucio y en cuanto llueve se queda hecho un asco.

Se acercó a la puerta del conductor y trató de abrirla, pero obviamente estaba cerrado. Miró a su alrededor, buscando algo para forzar la puerta.

Encontró en el suelo un manojo de llaves. Las probó todas, pero ninguna servía. El llavero incluía un mando a distancia: lo accionó y detrás de él un Renault antiguo encendió los faros y emitió un pitido. Lo ignoró y lanzó las llaves por encima de su cabeza.

Subió a la acera y siguió buscando. Un poco más allá había una carretilla con un saco de abono junto a unos árboles. El césped estaba removido, lo que indicaba que no demasiado lejos habría una pala.

Dio un par de vueltas por allí, pero aparte de la peste a mierda no había nada más. Le dio una patada a la carretilla, que volcó y soltó toda su carga sobre el suelo. Una bolsa de cuero en la que no había reparado antes apareció entre el estiércol.

En ella había un destornillador. Lo cogió y volvió hacia el todoterreno.

De camino tropezó con un teléfono móvil, se agachó y también lo cogió. Quién sabe si Chejov tenía razón y tarde o temprano le venía bien.

Peleó durante un buen rato con el destornillador contra la cerradura, pero no consiguió nada. Finalmente se hartó y empezó a dar puñaladas con él en el cristal trasero hasta que se rompió. La alarma empezó a atronar, destrozándole los tímpanos.

Se metió en el coche por la puerta de atrás y llegó hasta el sillón del conductor, no sin aplastarse los huevos contra el reposacabezas en el proceso. Ya sentado metió el destornillador en el receptáculo de la llave del contacto después de varios golpes fuertes. En su juventud de golfo callejero en Weimar vio a un cabroncete que vivía en su calle hacer eso para poner en marcha un coche: sorprendentemente, funcionó a la primera. El Hummer arrancó con un sonido vibrante y limpio y la alarma se calló de una puta vez.

Franz resopló. Qué engorroso se había vuelto todo. Se acordó de su casa en Venecia, del panpepato con marihuana, de cómo lanzaba migas de pan a los turistas que pasaban por debajo en góndola sentado en su terraza tomando una cerveza.

Estaría bien que el capullo del dueño de aquel tanque urbano llevase una cerveza en la guantera. Miró y se sorprendió: había una lata de Heineken en la guantera. No era su cerveza preferida, y además estaba un poco caliente, pero el líquido ambarino atravesó su garganta en pocos segundos acariciándola como un bálsamo. El gas se revolvió en su estómago y salió en forma de eructo.

—Éste va por ti, Mary Sue —se acordó de Brigitte y de sus dos pistolas y temió durante un instante el momento en que la volviese a ver, si llegaba a darse el caso.

Un pitido surgió del salpicadero del Hummer.

El ordenador de a bordo se iluminó y apareció lo siguiente:

«FRANZ, NO TE FÍES DE NADIE: TODOS INTENTAN ENGAÑARTE. HUELO A LICOR DE GUINDAS — CALATRAVA».

«¿Huelo a licor de guindas?» ¿Pero qué mierda de pista es ésa? Cambió de «park» a directa y salió a la carretera general.

Sin tener muy claro a dónde ir, recorrió varios kilómetros sin encontrarse a nadie hasta que se cruzó con un camión del ejército. Éste aminoró la marcha un poco antes, y Franz supuso que le pararían, pero cuando estaba solo a unos metros aceleraron y pasaron de largo. A ese le siguieron otros, todos en dirección a San Gimignano. Sonrió pensando en la cara que se les quedaría a los inexpertos soldaditos cuando llegaran allí y vieran que a la ciudad entera se la había tragado la tierra.

Adelantó sin esfuerzo a un par de turismos (mientras se iba encontrando con más vehículos del ejército entremezclados con ambulancias y camiones de bomberos) y después a una furgoneta costrosa que iba casi por el centro de la calzada. Cuando la sobrepasó por completo dio una fuerte pitada, que sonó como si pidiera paso un transatlántico. Se rió para sí. Miró por el retrovisor derecho y se fijó en el conductor y sus dos acompañantes: todos iban vestidos con túnicas marrones de fraile y llevaban máscaras antigás.

Mierda.

El retrovisor voló por el aire de un disparo.

La Hermandad de los Caballeros de la Sangre Inextinguible.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Septiembre 2016