Franz se arrepentirá de todo: Cap.1


Por Ángel Ortega

Franz Hauzman bajó al trote los escalones de su villa en Venecia, mientras daba los últimos bocados a un trozo de panpepato. Descorrió el cerrojo del portón y éste le respondió con el chirrido que tanto le gustaba. La luz entró inundando el vestíbulo de paredes desnudas. Franz salió, cerró tirando fuerte y usó la enorme llave oxidada, tan simple como un boceto.

Detrás de él escuchó una voz: «Buon giorno, signor Ossman». Se volvió mientras respondía al saludo y vio que era la mujer gruesa que vivía o trabajaba unos portales más arriba: allí todo el mundo pronunciaba igual su apellido, como si fuera pariente del barón que remodeló París. Porque todo el mundo le conocía: seguro que se preguntaban cómo un paleto alemán como él había conseguido una fortuna suficiente para comprarse aquella villa en la calle Dei Fabbri.

A Franz le encantaba esa casa, aunque fuese muy grande para él solo: el frontal era austero, con su portón viejo y un ventanal de persianas de listones; la parte trasera tenía un balcón desde donde Franz solía tirar migas de pan mojado a los turistas que paseaban en góndola. Incluso tenía un acceso directo al canal: si no fuese porque odiaba el agua, se compraría una barca.

Comprarse una villa en Venecia no parece buena idea para alguien que odia el agua, pero Franz siempre había tenido una fascinación especial por esa ciudad. Le divertía el hervidero de turistas (no desperdiciaba ocasión de darles direcciones equivocadas cuando le preguntaban), le encantaba el puente Rialto pero, sobre todo, lo que más le apasionaba era la plaza de San Marcos. No había día que no cruzase los pocos cientos de metros que separaban su casa de la Basílica para darse un paseo por allí, comprar algún periódico en alemán (daba igual el que fuera) y una barra de pan y llegar hasta la columna del león alado para ver pasar los barcos. Era una vida totalmente ociosa, sobre todo para alguien con sus habilidades y su experiencia, alguien que había conseguido su fortuna de aquella forma tan poco habitual.

Al esquivar una excursión de turistas japonesas (a las que sonrió como un bobo), notó una salpicadura. Miró al suelo y toda la calle estaba llena de agua. Franz no recordaba ningún aviso de «acqua alta».

Llegó a su piazza favorita y, como un ritual, compró el periódico, esta vez el «Die Welt». Lo notó algo más ligero de lo normal. Al ponerlo en posición vertical, algunos papeles cayeron de dentro, echándose a perder en el agua. Franz los descartó y pasó la portada, que no le interesaba.

En la tercera página, ocupando el cuarto superior derecho, estaba escrito con letras gruesas y como trazadas a mano:

«FRANZ: Necesito tu ayuda. Todo se está yendo a la mierda — CALATRAVA».

El corazón pareció parársele por un momento. No podía ser: no ahora. Todo había terminado ya. Los problemas estaban solucionados, los monstruos descabezados y la conspiración asfixiada.

Tenía que ser un error o una broma. Calatrava estaba muerto. Nadie de su antigua vida sabía dónde encontrarle. Bueno, Fabrizio sí, pero él no haría algo así.

Cerró el periódico, aún dudando de qué hacer. Una tropa de turistas ingleses vestidos con camisetas de fútbol y medio borrachos pasaron por delante de él haciendo ruido y cuando se alejaron vio que los papeles que se habían caído del diario estaban flotando en perfecta formación, describiendo un cuadrado con un rombo inscrito. Aquél símbolo despertó en Franz recuerdos desagradables e hizo que se estremeciera.

Algo estaba a punto de ocurrir.

Una pequeña ola le mojó los zapatos.

Franz miró hacia la Basílica: la figura de sus hermosas cúpulas le reconfortaron un segundo.

Un gigantesco muro de agua apareció de repente desde la derecha, como si todo el mediterráneo se hubiera desbocado. Arrastraba barcas, trozos de madera, restos de cosas rotas y varias decenas de personas que gritaban aterradas. La ola cruzó la plaza en segundos y embistió el edificio del reloj, que tembló y escupió algunas tejas y trozos de cornisa.

La plaza atestada de gente se convirtió en un grito casi ahogado por el estruendo del agua arrasándolo todo.

Franz soltó el periódico y echó a correr en dirección opuesta. La salida hacia el oeste estaba taponada por un montón de personas y un carrito de helado volcado en el suelo: tenía que buscar otra. Sin pensarlo giró, esquivó las mesas y sillas metálicas de la terraza de un café y se acercó a la primera puerta que encontró. Cerrada. Probó la siguiente a la izquierda, mientras el ruido se hacía cada vez mayor. Cerrada. Probó una más y consiguió abrirla cuando la ola ya lanzaba hacia él una ráfaga de turistas aterrorizados: una señora con vestido de flores se estrelló contra al umbral de la puerta y su cabeza reventó llenándole la camisa de sangre y sesos.

Gran parte de la ola entró con él en la casa, derribándole junto a todo lo que encontraba a su paso. Una caja de plástico para botellas voló a pocos centímetros de su coronilla, un palé medio destrozado se golpeó contra una vitrina y una pierna arrancada, con el calcetín aún puesto, entró girando como un boomerang.

Franz se incorporó como pudo mientras todo tipo de desperdicios llenos de aristas sedientas de sangre seguía entrando por la puerta. Es inútil cerrarla, pensó, el agua entra con demasiada fuerza.

A su izquierda había una escalera que subía. Resbalando una par de veces se lanzó hacia arriba. Un hombre viejo en pijama se encontró con él y chocaron: el hombre, con la dentadura postiza en la mano, le increpó algo que no entendió. Quiso decirle que no bajase, pero el viejo era más rápido de lo que parecía y cuando Franz abrió la boca éste ya estaba en el piso de abajo. Puso cara de terror y un cubo de basura que entraba por la ventana le aplastó contra el radiador para desaparecer bajo el agua inmediatamente después.

Franz se encogió de hombros y siguió su carrera escalones arriba. Una bombilla estalló sobre su cabeza y la casa se quedó en penumbra. Poco a poco el rumor de la catástrofe iba quedando atrás, quería pensar, según alcanzaba pisos superiores.

En el último llegó a la ventana y abrió las contraventanas de madera para tener una idea global de lo que estaba ocurriendo: pese a todas las cosas raras que había visto en su vida (que eran muchas y muy raras), aquello era realmente sobrecogedor. El nivel del agua llegaba hasta la mitad de la fachada de la Basílica y el majestuoso campanile se meneaba como un junco. En el centro de la plaza se había formado un remolino y a su alrededor flotaban todo tipo de trastos irreconocibles, barcas, coches, cajas, muebles, motos, cubos y, superados en número, una cantidad incontable de cabecitas y bracitos agitándose. El oleaje torturaba los edificios arrancándoles trozos en cada embestida.

—Acqua alta. MOLTO alta —dijo, como si tuviese público.

Por la derecha, desde el Palazzo Ducale, empezaron a aparecer unas cosas diferentes, formas triangulares que anunciaban algo mucho más grande por debajo de la superficie. Lo primero que Franz pensó fue que el panpepato que había desayunado, cocinado por su amigo Antonio Guerrero, llevaba más marihuana de lo habitual: pero eso era una excusa, no era un sueño que la piazza de San Marco se estuviese llenando de tiburones del tamaño de automóviles. Las fauces gigantescas buscaban a los desgraciados turistas que flotaban a merced del remolino: con intencionada crueldad los alcanzaban y los partían en dos, tragando una mitad y soltando el resto. Pronto el agua se tiñó de rojo y se llenó de mitades de personas.

Un ladrido y un maullido casi simultáneos sonaron justo encima de su cabeza. Un perro y un gato, ambos grises, estaban sentados uno junto al otro en el extremo del tejado, mirando el panorama como una pareja enamorada. Por allí, pensó, éstos dos saben por dónde se sale de este infierno. Puso los pies sobre el alféizar y salió al exterior. El tejado era practicable y sin mucho esfuerzo se plantó junto a la pareja de animales. El perro se alejó un par de pasos pero el gato se quedó quieto sin dejar de mirarle.

Allí, hombre, perro y gato, se concedieron un segundo para estudiar de nuevo el horror que ocurría ante él: el suministro de turistas, pese a ser Venecia en verano, parecía interminable y hasta excesivo. Los tiburones de ojos negros se ponían cada vez más furiosos según estaban más y más rodeados de sangre y trozos humanos, girando y girando sobre el centro como en un tiovivo del horror.

El gato finalmente se incorporó y dijo:

—Esto es una Anomalía, Hauzman. No como en «algo poco común», Anomalía con mayúsculas, como las que has combatido antes.

—Puedes apostar a que sí —respondió Franz, mordiéndose el labio.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Julio 2016