Por Ángel Ortega
Franz tardó en encajar la llave en la cerradura de su cuchitril debido a la borrachera que llevaba. Como siempre, el mecanismo opuso resistencia y amenazó con romperse y complicarle aún más la vida. A veces blasfemar bien fuerte servía para que el mundo le hiciera caso, así que lo hizo un par de veces hasta que cedió.
Todo estaba tan desordenado como de costumbre, pero al ser un piso tan pequeño el caos mismo estaba confinado y no podía expandirse como le gustaba hacer. Tropezó con un par de latas vacías y una caja de pizza mugrienta y se lanzó sobre el sofá.
Algún día tendría que tomar una determinación, pensó Franz. Esa tarde había salvado al mundo una vez más y lo único que había recibido a cambio era un polvo chapucero en el servicio del Gruta con aquella tipa medio loca. Eso y cinco litros de cerveza que ni siquiera había estado fría. Una determinación, Franz, se dijo. Esta forma de vida no compensa.
Un estruendo a su espalda casi hizo que se le pasara la cogorza de un golpe. El aparador que tenía detrás se le vino encima y, al verlo llegar por el rabillo del ojo, se lanzó y rodó por el suelo.
Una vez recuperado el equilibrio, clavó la rodilla en tierra y se puso en guardia justo cuando el mueble se desplomaba sobre el sofá. Un par de chispas saltaron por el aire y un resplandor extraño inundó la minúscula estancia por una fracción de segundo.
Cuando el olor a electricidad y la nube de humo tenue se disiparon, Franz vio que, donde había estado el armario, ahora había un maletín, algo chamuscado, pero con bastante buen aspecto. En una de las caras tenía una hoja de papel pegada con cinta adhesiva, suficientemente achicharrada para que no se pudiera leer.
Se acercó con cautela, esperando posibles acontecimientos posteriores. Estiró la mano y tocó el asa del maletín. Estaba caliente, pero no quemaba. Lo cogió con fuerza. Pesaba bastante.
Lo llevó hasta la mesa redonda de la esquina, tiró con el codo todo lo que había encima de ella y lo posó allí. Tenía un dispositivo de combinación: en los dígitos de ambos cierres ponía 108.
Curiosamente, ese era el número que él mismo habría puesto.
Intrigado, manipuló los números. En el primero marcó 937, accionó el mecanismo y éste se abrió; sin estar completamente sorprendido, pero con el corazón a toda velocidad, marcó 237 en el segundo, apretó el pulsador y también se abrió.
Aquellos eran sus números: era como si el maletín lo hubiese enviado él mismo.
Tiró del asa y lo abrió. Estaba lleno de billetes. Euros, yenes, dólares americanos, libras esterlinas. Allí había una fortuna en diversas monedas.
Franz miró a su alrededor, para asegurarse de que no había más sorpresas. No tocó nada durante unos instantes.
Se acercó al servicio, a la cocina y al dormitorio abriendo armarios y alacenas, por si había alguien o algo escondido.
Nada.
Se acercó de nuevo al maletín y volvió a inspeccionarlo visualmente. Entre los fajos desordenados había una nota escrita a mano. La letra era la suya. En ella ponía:
«Hola, Franz. Soy tu yo del futuro. Sé que va a ser inútil que te suelte una lista de pautas o un chorro de información porque como siempre harás lo que te salga de los cojones. Así que solo te digo que estos son tus honorarios por tantos años de esforzado trabajo. Un buen día el mundo entero se irá a la mierda, todos van a mentirte y te querrán joder pero tú saldrás adelante. Disfruta ahora mientras puedas; cuando veas el rombo inscrito en el cuadrado sabrás que empieza la fiesta. Y sí, esa villa en Venecia será muy buena idea —Franz Hauzman».
Franz leyó la nota unas tres o cuatro veces hasta que llegó a entender el mensaje. Aquello era una locura, una trampa o ambas cosas. Pero al final, bufó y se dijo a sí mismo:
—Qué cojones.
Cerró el maletín y se largó hacia su nueva vida, ya que no tenía tiempo que perder.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Septiembre 2017