Por Ángel Ortega
Algunos se llevaron las manos a la cabeza al contemplar la descomposición de Sys-EM3N. El caos empezó a reinar entre la gente, especialmente en los guardias, que corrían de un lado a otro de forma descontrolada. La fila de niños se fue desmoronando, animados por la curiosidad.
Franz se alejó del gigantesco cadáver del ordenador para dejar paso a los guardias que se iban acercando y se arrimó a la fila de niños.
—¿Tom? ¿Tom Trumbull? —gritó cuando se colocó cerca de lo que antes era la boca de La Máquina, ahora un armazón metálico desarmado sobre un charco de carne maloliente.
Algunos niños salieron del interior del mecanismo, mirando a todas partes, envueltos en materia orgánica.
Pronto el desorden empezó a sembrarse entre ellos cuando se dieron cuenta de que el monstruo ya no iba a comerles. En poco tiempo aquello fue un escándalo de gritos y risas como si les acabasen de soltar al patio de recreo.
Franz siguió voceando el nombre del hijo de Susanna según bajaba la cuesta hasta que un niño medio rubio, con la cara llena de suciedad y una costra en la ceja, se le puso delante.
—Yo soy Tom Trumbull —dijo.
Franz se agachó para ponerse a su altura.
—Hola, Tom. Ven, voy a llevarte con tu madre.
—Vale —y le tendió la mano.
Dieron un par de pasos hacia abajo, pero Tom paró y dijo:
—¿Ya se ha terminado?
—Sí. La Máquina se ha roto para siempre. Mira.
Y señaló a los restos de las fauces, de la que seguía saliendo gente.
—¿Va a salir papá también? ¿Va a volver?
—Me temo que no, Tom.
El niño miró al suelo y torció la boca.
—Vamos, tenemos que irnos de aquí lo antes posible —dijo Franz.
Echaron a andar a paso rápido. Por el camino se cruzaron con mucha más gente de lo que Franz había pensado nunca que hubiese por allí: de una u otra forma, se habían enterado de que la amenaza había terminado o de que sus problemas empezaban, según la facción a la que estuvieran apuntados. Pronto seguirían días convulsos y derramamiento de sangre, así que aquello no iba a ser un sitio especialmente agradable.
Llegaron a la esquina de la calle donde giraba hacia la derecha. Tirado en la acera había un cuerpo sin cabeza, casi desnudo y cubierto de cables ennegrecidos. Otro terminal había explotado allí.
Alcanzaron el puente, lo cruzaron, y después caminaron hasta la plaza de las estatuas. Aunque la oscuridad seguía siendo casi total, Franz notó que su sentido de la orientación había mejorado.
Frente a él se estaba formando una muchedumbre. Al darse cuenta de que seguía vestido de guardia, se quitó la chaqueta y lanzó la maza lejos. El gentío que había frente a él no parecía agresivo, pero sin miedo a equivocarse supuso que pronto empezarían las revanchas contra los guardias, ahora que estaban totalmente desprotegidos.
Conforme se fueron acercando a la casa de Susanna, la gente volvió a escasear, y cuando llegaron hasta la puerta allí ya no había nadie. Probablemente era la última casa habitada antes del andamio de vuelta al mundo exterior.
La puerta estaba cerrada, así que Franz llamó con los nudillos.
—Ésta es mi casa —dijo Tom.
—Ya lo sé. Mamá está deseando verte.
La puerta se abrió y apareció Susanna, cuyo gesto cambió de repente al ver a Tom. Soltó un grito y se agachó para abrazarle, casi estrujándole. Tom se echó a llorar, pero no movió un músculo. Su madre le acompañó y ambos balbucearon cosas ininteligibles. Franz se sintió molesto con tanto despliegue de edulcorante.
Susanna se incorporó al percatarse de que él estaba allí y le abrazó también.
—Gracias, gracias, gracias… un millón de gracias.
—Vale, vale —dijo Franz—. Ha habido suerte, eso es todo.
—No sé qué habría hecho si no me lo hubieras traído… Gracias, Franz, me has devuelto a la vida.
—Bueno, no es para tanto. Escucha, La Máquina ya no existe. Por tanto, la ciudad va a estar muy agitada durante un tiempo y me imagino que empezará la caza del traidor. Habrá enfrentamientos por las calles y todo será muy peligroso. Deberíais iros de aquí.
Susanna se quedó muda un instante.
—Pero ésta es mi casa —dijo al fin—. Tom no conoce otro sitio.
—¿Qué más da? —respondió Franz—. Ya se habituará al mundo exterior. No es mucho más inhóspito que éste.
—Gracias, Franz, pero nos quedaremos aquí.
Aquella mujer tenía la cabeza muy dura y no pensaba cambiar de idea; Franz decidió que ya había hecho lo suficiente.
—Es tu decisión.
—Quédate con nosotros.
—Ah, no, no, no. Yo no pertenezco a este sitio. Además, es horrible. Sí, de acuerdo, es tu casa, y entiendo que te quieras quedar. Pero yo me largo.
—Déjame que te ofrezca algo. No tengo apenas nada, pero…
—Sólo un poco de agua —interrumpió Franz—. Cojo mi maletín y me voy.
—Como quieras.
Franz pasó y se bebió el vaso de agua de un trago.
—Sí que tienes algo que me pueda interesar —dijo Franz, limpiándose la boca con la manga—. Cuando entré perdí mi objeto llave. Necesitaría otro para abrir de nuevo el acceso al mundo exterior.
—Claro —dijo Susanna—. Te daré el nuestro. Yo no pienso volver, así que no me hará falta.
Susanna salió a buscarlo. Franz se quedó allí con Tom, que le miraba fijamente.
—Qué cosas, ¿verdad? —le dijo Franz, para romper el silencio.
Tom le sonrió y se encogió de hombros.
—Lo mismo pienso yo —continuó Franz.
Susanna llegó con un libro en la mano.
—Aquí está. Éste es el libro que compró Piotr y con el que entramos aquí. Vaya, parece que fue hace un millón de años.
Le tendió el libro. Franz lo cogió con ambas manos. Era pesado y estaba encuadernado en piel roja. El título era «Antología de Relatos Eróticos» de H.P. Lovecraft.
—Vaya, sí que es un artículo improbable —dijo Franz.
—No sé —ella no debía conocer al autor.
—Tengo otra duda —preguntó Franz—. Cuando abra el acceso, ¿dónde apareceré? ¿En el mismo sitio por el que entré?
—No. A Alphaburg se entra por un único sitio, pero al salir puedes aparecer donde quieras.
—¿Donde quiera? ¿Quieres decir que pienso en un lugar y aparezco allí?
—Yo nunca he hecho el viaje de vuelta, pero eso es lo que he oído.
—Vaya, qué conveniente —dijo Franz.
Ambos se quedaron mirando.
—Ahora tengo que irme —continuó Franz.
—Claro. Buena suerte.
Ella le dio otro abrazo. Él le devolvió un par de palmaditas en la espalda.
—Adiós, Tom. Cuida de tu madre.
—Claro. Siempre lo hago.
—Estoy seguro —y Franz le tendió la mano como para estrechársela. Él le dio una palmada.
Agarró su maletín, metió el libro dentro y abandonó la casa. Echó a caminar hasta el andamio de salida sin mirar atrás ni una sola vez.
Cuando llegó hasta él, comprobó de nuevo que allí la oscuridad era la más densa de toda la ciudad. Tanteó con las manos la estructura metálica y empezó la trabajosa subida, que fue mucho más penosa que la bajada.
Finalmente llegó a la parte superior, donde ya no había más barrotes de metal para seguir trepando. Depositó el maletín en una superficie lisa, lo abrió y cogió el libro con cuidado. Estiró la mano hacia arriba, pero no encontró ningún sitio por el que agarrar.
Estuvo un rato alargando la mano hacia un lado y a otro hasta que rozó algo con la punta de los dedos. Apretó bien el libro, pensó en un lugar de Dublín y golpeó con fuerza. Aquello tenía el tacto de una arista de piedra. Según lo golpeaba se fue haciendo más blando hasta que una grieta de luz se abrió ante sus ojos y creyó que le taladraba el cerebro.
Parpadeó para corregir el deslumbramiento, pero parecía haber dejado una marca en sus retinas. Poco a poco se fue mitigando y con los ojos casi cerrados empezó a manipular la línea de luz. La abrió un poco más y algo cayó, depositándose sobre sus zapatos. Era un montón de tierra.
Empujó y empujó, mientras se iba habituando al torrente de luz. Al otro lado, en el mundo exterior, había ladrillos y cosas rotas. Cada vez que golpeaba el borde, blando como si fuera de cartón, algo se deslizaba y caía contra la superficie de metal sobre la que estaba de pie.
Cuando la abertura tuvo el espacio suficiente para que él entrara, cogió el maletín, lo metió y lo arrastró hacia el fondo, se puso de puntillas y con un gran esfuerzo cruzó al otro lado.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Agosto 2017