Por Ángel Ortega
Cuando se encontró delante de Sys-EM3N, Franz se quedó paralizado. En el pasado se había enfrentado a La Cabeza, que según algunos era el mismo ordenador de una realidad alternativa; pero lo que tenía ante sus ojos no se le parecía en nada. Era muchísimo más grande. Como ya le habían advertido, estaba cubierto de tejido humano de arriba a abajo, pero no como el submarino del capitán Ramar, que daba la sensación de ser un organismo vivo en su aspecto y movimientos: esto era mucho peor porque la carne que le envolvía tenía pinta de estar enferma o podrida. Por todas partes veía brazos momificados, piernas putrefactas, rostros deformados, genitales enrojecidos, ojos y lenguas aplastadas. En algunas superficies había trozos de piel que parecía curtida y reseca, mientras que en otras se veía infectada, con rojeces reventonas, pústulas amarillentas o sarpullidos verdosos. Todo temblaba, pero no con la sensación de pulso de la vida, sino como si por los vasos interiores se deslizaran gases de podredumbre y líquido purulento. Donde el tejido mostraba sus costuras sonaban silbidos o rezumaban brotes de pasta marrón. El olor que soltaba era tan pestilente que Franz temió desmayarse.
Dejó atrás la abertura por la que entraba la gente y se dirigió hacia el costado principal, donde había dos guardias en posición de firmes. Entre ellos parecía haber una entrada.
—¡Eh! —dijo Franz.
—¿Qué pasa? —dijo uno de ellos, sorprendido.
—Tengo un mensaje urgentísimo del exterior.
Franz se plantó decidido entre ambos. Los dos guardias se miraron.
—¿Un mensaje? —dijo uno de ellos.
—Sí, joder, un mensaje del exterior. Es muy importante.
—¿Por qué no viene un terminal a comunicarlo? —dijo el otro.
—Me envía Sofía —dijo Franz—. La encontré en el acceso exterior. Está herida.
—Joder —dijeron ambos a coro.
—Sí, coño, se ha quedado atrás porque no se puede ni mover. Ha perdido… —trató de inventarse algo— la conexión y me lo ha dicho verbalmente. Tengo que hablar con Arnold en seguida.
—Pero no podemos… —empezó uno de los guardias.
—Esto es urgente de verdad. ¿Quieres que dé parte de que estás retrasando una información militar de vital importancia?
—Joder, no, venga, pasa —dijo uno de ellos.
—¿Por dónde es?
—Todo… todo recto —dijo el otro.
Se apartaron y le dejaron pasar. Franz entró con paso firme.
Vaya par de gilipollas, pensó.
En cuanto estuvo dentro de Sys-EM3N, la falta de aire sano se notó inmediatamente. No sólo era el tufo a podredumbre, sino algo más enfermizo. Era como estar metido en el culo de uno de los capullos de la Hermandad de los Caballeros de la Sangre Inextinguible.
Avanzó con dificultad por el suelo hecho de cosas carnosas y grasientas hacia lo que parecía una sala algo más grande. Debajo de la capa de tejido se vislumbraban haces de luz, como si hubiera sistemas electrónicos que emitían señales visuales. Era como un túnel del terror de feria barata.
Cruzó el umbral y ante él se mostró lo que debía ser la consola principal.
Era una habitación pequeña y cuadrada, de no más de dos metros por dos. Paredes y techo estaban recubiertas de rostros de bebés, en diferentes estados de deterioro: algunos simplemente parecían dormidos, otros estaban cubiertos de bubas o cicatrices, tenían tubos que salían de los intersticios del tejido y se les metían por las narices y la boca y otros estaban tan corrompidos que sólo la silueta hacía imaginar que habían sido caras. Muchos de ellos tenían ojos, que giraban nerviosos, mirando a todas partes. Todas las bocas se movían a la vez balbuceando algo que apenas se oía. Era como en una ilustración de H.R. Giger, pero sin la parte artística.
En el centro de la sala había un tío gordo, desnudo, lleno de costurones y de cables que se le habían quedado pequeños y se le clavaban en la carne. Le daba la espalda y sólo veía su culo fofo, la columna retorcida y el cogote. Le faltaba la tapa del cráneo y mostraba a la vista un cerebro en el que penetraban cables finos de colores. Para evitar que los sesos se le desparramaran, se había recubierto la parte superior de la cabeza con film transparente como el que se usaba en la cocina.
El tipo recitaba con voz monótona, como un cura aburrido:
—…al futuro, con el bloc de notas. Se conectó a Krashna, consiguió controlarlo y volvió a nuestro tiempo. El proceso de destrucción de las islas británicas está a punto de terminarse. Fin del informe.
Las bocas de los bebés de las paredes y el techo, todos a una, emitieron la múltiple voz de Sys-EM3N.
—Por fin se acerca el final de mi venganza —dijo con la voz de un coro de bebés zombi—. Mortimongo morirá, igual que el resto de la humanidad.
—Hola, Máquina —dijo Franz.
El tipo gordo se volvió sobresaltado. Llevaba en una mano unas hojas de papel y en la otra un lápiz, todo manchado de una mezcla de sangre y heces.
—¿Quién eres? —preguntó, con el mismo tono monódico con el que había recordado los últimos acontecimientos a su señor.
—Tú eres Arnold, ¿verdad?
—Sí. ¿Quién eres tú?
—Tu jefe me conoce. Ha estado mandándome a todo el puto lado oscuro del universo a matarme.
—¿Cuál de todos? —dijo Arnold.
—Eh… —Franz se sorprendió—. Soy Franz Hauzman.
—Ah, Hausman —dijeron los bebés—. Eres la última persona que esperaba encontrar aquí. Has sido mucho más hábil de lo que aparentabas.
—Es Hauzman, con Z. Ya sé que suena casi igual, pero no es lo mismo.
—¿Tú eres Franz Hauzman? —preguntó Arnold, consultando sus notas, que ocupaban varias hojas—. Vaya, hemos mandado a por ti a…
—Sí, ya lo sé. A los Caballeros de la Sangre de los huevos, a un Resplandeciente, a unos bichos carnosos de la dimensión tras el espejo, a los Iskoplas…
—¿Qué? —Arnold repasó sus notas— No, a eso no. ¿Qué es un Iskopla? —anotó el nombre al margen para el siguiente informe.
—Esto es el final, Sys-EM3N —dijo Franz—. He venido a acabar contigo.
—Eres sorprendente, Franz Hauzman con Z —dijo La Máquina—. Otros mucho más capaces que tú han caído. Eres idiota, pero tenaz. Aunque ya todo da lo mismo; Mortimongo está a punto de morir. Y luego le seguirá la humanidad entera. Lo último que caerá será Alphaburg. Y después sólo quedaré yo.
—¿Qué sabes de Mortimongo? —preguntó Franz— ¿Quién coño es?
—Maldito sea. Se esconde como una rata. Lo último que recuerdo por mí mismo son sus coordenadas GPS. Mi memoria ya no es lo que era desde que me traicionó —las bocas de los bebés hicieron un ruido extraño, como si estuviese imitando una risa malvada, pero quedó bastante patético—. Os ha traicionado a todos.
—¿Yo le conozco? —dijo Franz.
—Pronto recibiré la confirmación de mi terminal de que Inglaterra e Irlanda han quedado completamente destruidas.
—¿Cómo conseguiste el bloc de notas?
Sys-EM3N ordenó a todas las caras de los bebés que torcieran el gesto.
—Es un político, Hauzman. Ha sido fácil comprarle.
—Para ser un ordenador, conoces bien al ser humano —dijo Franz.
—Basta de cháchara. Arnold, avisa a la guardia de que Franz Hauzman está aquí. Puede ser un estorbo —dijo La Máquina.
—Sí, alteza —Arnold se dispuso a salir, pero Franz le frenó sujetándole del brazo.
—Me temo que tendremos que prescindir de tus servicios —dijo Franz.
Arnold le miró con gesto de horror: su cara tan gorda casi era femenina. Franz levantó la maza y le golpeó con el clavo en el mismo centro de su cerebro visible. La masa se expandió por todas partes, reventando la película de plástico. Los ojos se le pusieron en blanco, pero se quedó ahí quieto. Franz desclavó la maza y golpeó de nuevo al terminal en un costado del cuello.
Arnold se desplomó haciendo temblar toda la carne de la sala. Sus papeles volaron por el aire.
—Maldito seas, Franz Hauzman —dijeron las caras de bebés a coro—. Debí acabar contigo mucho antes.
—Sé que lo has intentado. Pero es habitual que la gente me infravalore.
—He dado orden a todos mis terminales de que vengan a por ti. Pronto te atraparán y no podrás hacer nada.
—Diles que aquí les espero. ¿Dolió mucho que Mortimongo te despojara de tu capacidad de guardar recuerdos nuevos? —dijo Franz.
—Pronto tú mismo conocerás el dolor en unas facetas que ni siquiera has imaginado —aquella amenaza en boca de los bebés resultaba mucho más cómica de lo que podía parecer.
—Todo el mundo te ha traicionado, Sys-EM3N —dijo Franz.
—¿Qué dices?
—Estás solo en esto. Tu proyecto ha fracasado.
—¿De qué hablas?
—Sólo estoy ganando tiempo —dijo Franz.
—¿Tiempo para qué?
—Déjame que te cuente algo. Tú no deberías estar aquí. La Anomalía que has generado está destruyéndolo todo. Entiendo tu sufrimiento, pero tendrías que estar muerto. Sólo la avaricia de tu enemigo y tu propio odio te mantienen al pie del cañón.
—¿A qué viene toda esta palabrería? ¿Para qué me cuentas esto? —las bocas de los bebés temblaron, como si toda La Máquina estuviera teniendo una convulsión.
—No podrás destruir el mundo. No podrás acabar con la humanidad. No podrás siquiera acabar con todos los niños de Alphaburg.
—¿Qué es Alphaburg? —preguntaron los cientos de rostros muertos de bebés.
—Ya está —dijo Franz.
—¿Qué es lo que está?
—¿Qué pretendes, Sys-EM3N?
—Tengo… —el ordenador titubeó un instante— que acabar con Mortimongo. Él me ha mutilado.
—¿Cuáles son tus planes? —dijo Franz.
—Conseguiré el bloc de notas para viajar en el tiempo. Mandaré a uno de mis terminales al futuro para traer a Krashna, el Artefacto de Destrucción Total y lo traeré a este presente. Mortimongo forma parte de él. Lo destruiré todo.
—¿Sabes quién soy?
—No. ¿Quién eres? —la boca de los bebés escupió la pregunta como un eructo.
—Eso no importa ahora. Vengo a advertirte. Has sido traicionado.
—¿Qué? ¿De qué me hablas?
—Tus terminales. Han formado un complot contra ti. Se han conectado a un ejército de máquinas que avanza para acabar contigo.
—Eso… eso es imposible.
—Estamos juntos en esto —siguió diciendo Franz—. Mis enemigos son los mismos que los tuyos. Debes parar a los terminales.
—Puedo… puedo destruirlos.
—Tienes que destruir también a las máquinas. ¿Puedes hacerlo?
—Puedo hacerlo —dijo el ordenador mediante los bebés.
Un tipo viejo, de nariz ganchuda y cabeza casi calva como la de un buitre, vestido con una bata y lleno de cables, apareció en el umbral de la estancia. Un guardia le seguía a unos pasos.
—Está aquí —dijo el viejo.
—¿Lo ves? —gritó Franz—. ¡Vienen a destruirte! ¡Acaba con ellos! ¡FRÍELOS!
Las bocas de los bebés titubearon perdiendo su coordinación.
El guardia se arrojó sobre Franz, alzando la porra por encima de la cabeza.
Franz alzó la suya, frenando el ataque. El guardia lanzó su otro puño contra la cara de Franz, pero él también frenó el golpe con la palma de la mano. Con un movimiento rápido le sujetó por la muñeca.
—¡Hazlo! —gritó Franz— ¡O estaremos perdidos!
Un chasquido atronador sonó en toda la sala y el suelo tembló como si hubiera un terremoto. La cabeza del viejo explotó en miles de trozos, llenándolo todo de pedazos de cerebro, sangre y astillas de hueso. El cuerpo se quedó de pie un instante y cayó de rodillas.
El temblor se mantuvo un tiempo y paró de repente.
Franz aprovechó la sorpresa del guardia para girar sobre sí mismo, desestabilizarle y hacerle caer como en un paso de baile ridículo. El tipo parecía bloqueado. Franz cogió su maza con ambas manos y le golpeó en medio del pecho. El clavo atravesó el esternón con un ruido seco. El guardia gritó, alzando los brazos inútilmente hacia él. Desclavó la maza y descargó un nuevo golpe, esta vez sobre el rostro. El clavo penetró por el ojo. Como no dejaba de moverse, Franz dio sucesivos mazazos contra diversas partes de la cabeza del tipo hasta que la dejó convertida en pulpa.
Respiró con fuerza por la boca, aunque aquel aire viciado no resultaba muy refrescante. Esperó un instante a que el corazón se le tranquilizara. Observó lo que quedaba del viejo, que había sido un terminal. Sus cables estaban desparramados por el suelo visiblemente chamuscados.
—¿Sys-EM3N? —dijo Franz— ¿Estás ahí?
Los rostros de los bebés estaban completamente desacompasados y cada uno parecía hacer sus propios gestos de lloriqueo, pero sin emitir ningún sonido. Poco a poco, se fueron quedando más tranquilos.
—Sí, estoy aquí —dijo al fin en boca de la gran mayoría de ellos. Algunos, en la esquina del fondo, parecían seguir descontrolados.
—Debes asegurarte de que todos los terminales y las máquinas que controlan están destruidos. Especialmente el que está en las islas británicas.
Sys-EM3N guardó silencio un instante.
—Lo están. No queda ninguno —dijo con su aguda y múltiple voz— He soltado casi toda mi energía para acabar con ellos.
—Eso ha estado muy bien —dijo Franz.
—Destruiré a Mortimongo.
—Eso lo haré yo por ti.
—¿Quién eres? —dijo el ordenador.
—Soy el heraldo de la muerte.
Franz se metió la mano en el bolsillo y sacó el pañuelo que envolvía la hoja de «La Séptima Rapsodia», el libro asesino. Lo abrió y se acercó al muro de rostros de bebés. Éstos seguían moviendo sus ojos de forma inconexa.
—Eres suficientemente humano como para ser asesinado. Adiós, Sys-EM3N.
Franz metió la página del libro en una de las bocas que tenía enfrente.
El rostro se contrajo y los ojos se abrieron de par en par. Como una onda en un charco, la convulsión se fue extendiendo por las caras adyacentes hasta que todas estuvieron tensas y, casi a un tiempo, se relajaron. La estructura entera se estremeció. Ruidos de desgarros sonaron por todas partes y la envoltura de carne empezó a desprenderse por varias partes. Algunos rostros cayeron al suelo con un ruido de chapoteo, mientras el resto simplemente chorreaba hacia abajo lentamente.
Franz salió de la estancia y cruzó hasta la salida. Los guardias ya no estaban en sus puestos, sino que se habían alejado varios metros y miraban hacia la estructura. Llegó hasta ellos y se puso a su lado.
Toda la masa de carne que envolvía a Sys-EM3N se colapsaba despacio como un bizcocho desinflándose en el horno. El tejido resbaló poco a poco mientras los guardias miraban con una mezcla de sorpresa y terror.
Pronto la carcasa metálica y muerta de Sys-EM3N quedó a la vista, abollada, oxidada y manchada. La carne casi líquida formó un charco a su alrededor, escurriéndose muy lentamente por la pendiente de la calle.
Unos chispazos brotaron de los respiraderos ennegrecidos en la parte superior de la estructura. Era el último hálito de Sys-EM3N.
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