Por Ángel Ortega
Si seguía por la avenida debería encontrar un puente y tras cruzarlo girar a la derecha. Caminó pegado al muro de las casas, tratando de pasar desapercibido pero evitando demostrar que se ocultaba. En un momento se quedó bajo una farola, que emitía una luz tenue y lechosa, para descansar de la tensión de caminar casi completamente a oscuras.
Las casas terminaron y a su izquierda notó una cerca de piedra húmeda, no más alta que su rodilla. Aquello debía ser el comienzo del puente.
Franz pensó que, si hasta ese momento había estado expuesto, a partir de ahí todo iba a ser mucho peor. Sopesó la maza, pues tenía la sensación de que iba a tener que usarla pronto.
Se armó de valor y avanzó por el puente. El suelo era más firme y parecía piedra bajo sus suelas. Apenas se había alejado un metro cuando escuchó pasos que iban hacia él.
Se mantuvo tan recto como pudo, apretando el mango de la maza. Los pasos se fueron acercando poco a poco. Algo más adelante empezó a vislumbrar una luz difusa, como si en el centro del puente hubiera un foco de luz. Eso le permitió detectar una figura que se aproximaba. Era una persona. Arrastraba levemente la pierna derecha.
Cuando estuvo a menos de un metro pudo distinguir sus rasgos. Era una mujer, un palmo más baja que él. Vestía una especie de mono de trabajo que le estaba grande. Tenía la cabeza rapada y delante de los ojos llevaba una especie de visor oscuro, como si llevara unas gafas de sol enormes. Sobre el hombro tenía algo negro, parecido a una coleta de caballo. O como si fuese un conjunto de tubos.
Aquella mujer era un terminal de Sys-EM3N.
Ella apenas se fijó en él, le sorteó y pasó a su lado.
Franz se detuvo, sin tener muy claro qué hacer.
—¡Eh! —gritó.
—¿Qué? —dijo con una voz ronca, como si tuviese algún problema en la garganta.
—¿A dónde cree que va? —dijo Franz. A veces un enfrentamiento frontal era la mejor forma de confundir al adversario.
—¿Qué dices? ¿Quién eres? —respondió ella.
—Usted no puede estar aquí —dijo Franz con voz decidida.
—¿Quién te crees que eres tú para decirme dónde puedo estar? —la figura se acercó a él y pudo contemplarla con más detalle. Aparte del extraño visor, llevaba un par de cables que le salían de las comisuras de la boca y giraban hacia atrás a ambos lados de su cuello— Identifícate.
Franz descargó la maza contra la sien de la terminal, por el lado que no tenía el clavo. La mujer se desestabilizó y cayó de costado. Él se lanzó hacia ella, le agarró de los cables que llevaba sobre el hombro y tiró con todas sus fuerzas. Ella gritó, pero las conexiones se mantuvieron en su sitio y casi la levantó del suelo. Soltó la maza y le dio un puñetazo en mitad el abdomen. Ella emitió un quejido sordo.
La posó sobre el suelo del todo con un giro brusco, le plantó el pie en medio del pecho y tiró del mazo de cables. Con un ruido carnoso notó cómo se iban desprendiendo de uno en uno. La terminal dijo algo, pero no entendió nada. Siguió tirando y los cables se acabaron de soltar de la parte delantera, permaneciendo amarrados a la nuca. Franz la mantuvo así, colgando con el cuello retorcido, durante un instante, para soltarla después. La mujer se desplomó como un saco contra el suelo.
Franz agarró su maza con una mano y con la otra se echó a la mujer al hombro, comprobando que pesaba menos de lo que se esperaba; se dio la vuelta, corrió hasta el principio del puente y rodeó la tapia, bajando por la cuesta, que era de tierra suelta. Un olor a cieno le avisó que un río no andaba muy lejos.
Ya oculto, soltó a la terminal sobre el suelo embarrado. Le arrancó el visor de los ojos y se acercó mucho para poder verle la cara: tenía unas ojeras profundas y los labios despellejados. Balbuceaba algo ininteligible.
Franz la abofeteó para despertarla. Después de unos cuantos sopapos abrió los ojos. Uno de ellos lo tenía inyectado en sangre.
—¡Eh! ¡Tú! ¡Despierta! —dijo Franz.
—Déjame… déjame… —murmuró la terminal.
—Vamos, despierta —Franz le dio un par de bofetadas más—. Háblame. Si me respondes a unas preguntas, te dejaré en paz.
—Muérete, quien quiera que seas —dijo ella.
—¿Dónde está Sys-EM3N?
—¿Quién eres? —su voz sonaba cada vez peor.
—Soy… soy quien está esperando tu amo.
—Maldito seas… no puedo comunicarme con él. Te encontrarán y te someterán a la más horrible de las muertes.
—Bueno, bueno, eso habrá que verlo —Franz sujetó de uno de los tubos que le salían de las comisuras de los labios y tiró, saliendo sin esfuerzo. El extremo estaba ensangrentado. Ella tosió violentamente y escupió sangre.
—Agh… No puedo… —su voz rota empezó a sonar acompañada de burbujeos, como si sus pulmones se estuvieran encharcando por momentos.
—Venga, habla, no te queda mucho tiempo para morir. Descansarás de una vez y te reunirán con quien tú quieras. Deberías estar muerta hace mucho y lo sabes —dijo Franz.
La terminal se incorporó un poco y soltó otro borbotón de sangre.
—¿Dónde está Sys-EM3N? —insistió Franz—. ¿Cómo puedo llegar hasta él? ¿Hay alguien que sea su interlocutor?
—¿Cómo? No… —el ojo bueno se le empezó a poner en blanco.
—Venga, venga, espabila —le dio más sopapos—. Tiene que haber un terminal que sea el interfaz principal.
—Arnold… es Arnold. Es gordo y tiene los sesos al aire. Dios, qué dolor…
—Gordo y con los sesos al aire, muy bien —dijo Franz—. Vamos, mujer, pararé tu dolor en cuanto me cuentes dónde puedo encontrarle.
—Está en la consola. Siempre está allí. Es el que sirve de recuerdos a La Máquina, el que le refresca la memoria…
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que le refresca la memoria?
—Sí… La Máquina llegó averiada, herida… Había sido despojada por su enemigo de la capacidad de crear nuevos recuerdos —dijo la mujer, con una voz apenas audible— Me ahogo…
—Vamos, vamos —dijo Franz—. ¿Mortimongo le robó su capacidad de crear nuevos recuerdos? ¿Has dicho eso?
—Sí… Arnold la mantiene al día. Cada ciclo de tiempo, entre dos y cuatro minutos, La Máquina olvida todo lo que acaba de ocurrir y se transporta al momento en que Mortimongo la mutiló.
Sys-EM3N era un trasto hijo de puta, pensó Franz, pero con una tortura así no le extrañaba que estuviese tan cargado de odio.
—Así que Arnold es la clave de todo. Cada cuatro minutos le vuelve a contar todo lo que ha ocurrido desde el principio.
—Sí. Aahhh… —la voz de la mujer se desvaneció casi del todo, dejando paso sólo al burbujeo. Sufrió una convulsión y de su boca brotó más sangre, que no tuvo ni fuerzas para escupir.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Franz.
—Mmm… Sofía. Me llamo Sofía…
—Descansa, Sofía —Franz tiró del otro tubo que le salía de la boca, estiró la mano hasta su maza y le golpeó en medio de la frente con el clavo. Ella abrió los ojos como si se le fueran a salir, inspiró profundamente y se quedó inmóvil.
Franz se aseguró de que estaba muerta y desconectada de Sys-EM3N arrancando todos los cables que pudo encontrarle.
Ya estaba más cerca del final, pensó. Había encontrado el punto débil. Ya sólo faltaba llegar hasta él y jugar sus cartas.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Julio 2017