Franz se arrepentirá de todo: Cap. 53

 

Por Ángel Ortega

—Llegar hasta donde está La Máquina es muy fácil —dijo Susanna—: sólo tienes que seguir por esta calle. Encontrarás una plaza con una fuente seca con unas estatuas rotas; desde allí toma la avenida más ancha. Continúa todo recto hasta que cruces un puente sobre un río; nada más acabarse el puente gira a la derecha y sigue hasta que no puedas más, la calle hace esquina y sigue hacia la izquierda. Esa es la avenida principal y es cuesta arriba. En lo alto del todo está La Máquina. Allí encontrarás a mucha gente de la guardia porque ahí empezará la fila de niños.

—¿Tan cerca? —preguntó Franz—. Esperaba que esto fuera mucho más grande.

—Alphaburg es pequeño. El Mar Interior es muy grande y mucha gente vivía en las riberas, pero hace unos años se volvieron inhabitables y ya no queda nadie. Mucho más al norte se construyeron torres y allí se concentra casi toda la gente. La parte más vieja de la ciudad está cerca del acceso al mundo exterior, supongo que porque los primeros pobladores no querían alejarse mucho —Susanna se rascó los ojos con el dorso de una mano—. Cuanto más al norte, más cuesta acostumbrarse a la luz. ¿Cómo has dicho que te llamas?

—Franz. Franz Hauzman.

—Escúchame, Franz. Mi hijo se llama Tom Trumbull. Tiene dos años y tres meses. Yo no he perdido la esperanza. Por favor, tienes que buscarle y devolvérmelo —Susanna le puso las manos sobre los hombros.

—Lo intentaré.

—Sé que esperan un tiempo en la cola antes de que La Máquina se los coma. Luego, una vez que se atraviesa la puerta de carne, ya no sé cuánto tiempo más están por allí antes de que… de que… —la voz se le quebró.

—Tranquila, trataré de encontrarle. Liberaré a todo el mundo que pueda, pero sin echar un vistazo previo no puedo ni siquiera imaginar cómo lo voy a hacer. Eso sí, necesito un arma más discreta que le mía —Franz señaló el palo de la escoba con la hoja atada con cables.

—¿Eso es un arma? —preguntó Susanna.

—El cuchillo que me has intentado clavar estará bien.

Ella se agachó, pues estaba casi a su lado, lo cogió y se lo tendió.

—Ten cuidado. En esta calle seguro que no ves a nadie, pero más adelante te encontrarás cada vez más guardia y más terminales. Son gente horrible, con caras desencajadas y llenos de cables.

—Los conozco. Ya me los he encontrado alguna vez —dijo Franz.

—Tráeme de vuelta a mi Tom, por favor.

—Lo haré si es posible. Mi intención es destruir a Sys-EM3N, o La Máquina, pero aquí tenéis problemas más graves entre vosotros.

—Ya lo sé.

—Pase lo que pase, deberías irte. Esto es una auténtica mierda.

—¿Fuera es mejor? —preguntó ella. Franz no pudo asegurar si había sarcasmo o no en su pregunta.

—Las cosas han cambiado mucho —respondió Franz—, y no sé qué me voy a encontrar cuando vuelva, porque hay una criatura espantosa destrozándolo todo y no parecía que perdiera el tiempo. Así que no sé qué decirte.

—Así que no hay esperanza en ninguna parte —dijo ella, con la voz quebrada de nuevo.

—Siempre habrá sol. Y cerveza. Bueno, si la civilización no se colapsa del todo antes. No me imagino cómo tiene que ser la vida sin cerveza.

Susanna no dijo nada y se limitó a mirar al suelo. Franz pensó que debía sentirse mal por haber hecho un comentario tan insensible, pero no era así.

—Encontraré a tu hijo —dijo tras una pausa.

—Toma, come algo antes —Susanna le acercó el mendrugo de pan que había portado cuando entró en la habitación.

—Lo compartiremos —Franz lo partió en dos, le tendió una mitad a ella y se metió en la boca la otra mitad.

—No estoy segura de que no esté soñando contigo —dijo Susanna—, no pareces real. Con esa seguridad en ti mismo y esa decisión.

—Bueno, en realidad nadie puede estar seguro de no ser una invención de otro. Pero soy lo más real que te puedes permitir en estas circunstancias.

—Buena suerte, Franz.

—Gracias.

Susanna le cogió la mano. Franz dudó un instante y se la cogió a su vez con la otra.

—¿Me guardas este maletín hasta que vuelva? —dijo Franz.

—Claro.

Franz cogió el cuchillo y con él desenredó los cables que sujetaban la hoja de «La Séptima Rapsodia» al palo de la escoba. Recogió el papel con el pañuelo, que aún tenía guardado, y se lo guardó en el bolsillo.

Se despidió de Susanna con un gesto. Ella le devolvió una sonrisa triste. Franz volvió a pensar que era una mujer hermosa.

Salió al exterior cuchillo en mano.

De nuevo la penumbra le hacía difícil orientarse. Podía distinguir la acera de enfrente a duras penas. Había unas casas bajas pero aparentemente nadie por ninguna parte.

Seguir la calle hasta una plaza, recordó Franz.

Avanzó a paso lento tratando de hacer el menor ruido posible. A su izquierda dejó una casa derrumbada, de la que sólo quedaban en pie unas cuantas vigas con ladrillos aún sujetos milagrosamente. Luego otro grupo de casas completamente a oscuras y un patio enrejado, lleno de plantas secas. Franz se sorprendió de que hubiese llegado a haber plantas allí con la escasez de luz. También era inquietante que sin sol la temperatura no fuese tan fría.

Franz miró arriba y vio un astro, más pequeño que la luna, en cuarto creciente. Alguien le había dicho que en Alphaburg había luna y eso lo corroboraba. Trató de entender cómo era eso posible, pero no lo intentó mucho rato.

Ante sus ojos, según caminaba, fue descubriendo que la calle se ensanchaba. Había llegado a la plaza.

Entrecerró los párpados para tratar de distinguir lo que había en el centro. Susanna le había dicho que era una fuente con estatuas. Cruzó la calzada y se acercó. Allí había unas figuras, pero no podía estar seguro. Era como si todo estuviera envuelto en un humo espeso.

—¡Eh, amigo! —dijo una voz a su espalda.

Franz se volvió, escondiendo el cuchillo. No conseguía ver de dónde salía la voz.

—¡Hola! —dijo la voz de nuevo— ¿También tú tienes guardia aquí?

Franz avanzó hacia donde podía escuchar el crujido de unos zapatos en la arena del suelo. Pese a no ver un pimiento, caminó decidido, pensando en que el otro tipo estaría más acostumbrado que él a las tinieblas y que cualquier titubeo le delataría como un forastero.

—Sí, ¿qué te parece? Menuda cloaca —dijo Franz, con la vista fija en un punto concreto de la negrura.

—Ya lo creo —dijo el otro—. Al menos está tranquilo.

—Pues sí —dijo Franz, sin dejar de avanzar hacia donde sonaba la voz.

Un leve cambio en la densidad de la oscuridad le hizo pensar que el tipo estaba allí.

—Vaya, nunca habíamos coincidido. ¿De dónde eres?

—Soy de… vengo de mucho más al norte —dijo Franz.

—Bueno, del norte somos todos —dijo el tipo—. ¿De qué parte? Nunca te había visto.

—Pues yo a ti sí te conozco —dijo Franz, apretando el paso—. Te vi… el otro día.

—Pues hace mucho que no me tocaba por aquí —dijo la voz. Franz empezó a distinguir un rostro—. Yo… Eh, ¿qué llevas puesto?

—Llevo… A tomar por culo —Franz dio dos zancadas, se plantó ante el hombre, alzó el cuchillo y se lo clavó con todas sus fuerzas en el costado izquierdo de la cabeza, justo a la altura de la oreja.

El tipo soltó un grito fuerte pero breve y se cayó sobre él. Le escuchó balbucear y pudo ver que era un hombre flaco y con barba. Llevaba el pelo casi rapado.

Franz retorció el cuchillo para hacer el mayor daño posible. El hombre se quedó callado mientras escarbaba en sus sesos. Finalmente se desplomó del todo.

Se arrimó a contemplar al muerto: a un par de palmos podía incluso adivinar los colores de la ropa. Era muy delgado y debía ser muy joven. Llevaba unos pantalones oscuros, una chaqueta de campaña de color claro con un emblema que no acertaba a distinguir y en la mano derecha una maza hecha con la pata de una mesa y un clavo atravesándola.

Le arrancó la maza de la mano y la arrojó lejos por si aún no estaba muerto del todo. Aquella chaqueta parecía un uniforme, así que se la quitó y se la puso, confiando en pasar un poco más desapercibido. Él era mucho más corpulento y le estaba pequeña.

Arrastró el cadáver hacia el centro de la plaza. La fuente estaba seca, como había dicho ella, y las estatuas eran poco más que muñones de mármol, completamente desfiguradas. La parte inferior tenía un brocal de un par de palmos de alto, lo justo para esconder el cuerpo y que no estuviese a la vista de todos. El cuchillo lo dejó incrustado en la cabeza del muerto y cogió la maza con el clavo, por si aquello era alguna especie de arma reglamentaria.

Constreñido e incómodo por la estrechura de la ropa, buscó la avenida más ancha y echó a andar hacia allí.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Julio 2017