Franz se arrepentirá de todo: Cap. 51

 

Por Ángel Ortega

Cuando despertó y abrió los ojos, Franz tardó en recordar dónde estaba. Estiró las manos, tratando de asegurarse de que nada le cubría la visión; pero seguía sumido en la oscuridad más total. Poco a poco, como si desenredara una madeja, se acordó del cruce a través de la abertura del zócalo, de cómo el Monoclonius de plástico se le cayó al vacío, de la bajada por el andamio, de cuando se ocultó en aquella casa abandonada y del diálogo de los dos idiotas que le habían estado buscando.

Con cuidado estiró la mano y palpó el maletín lleno de dinero y su lanza hecha del palo de una escoba con la página del libro letal atada al otro extremo. Había sido cauteloso en dejarla con la parte peligrosa lo más lejos posible de sí mismo.

Tenía que continuar buscando a Sys-EM3N para destruirlo de una vez y liberar a la humanidad de Krashna, el cyborg traído del futuro, que no perdía el tiempo arrasándolo todo a su paso, allá en la superficie.

Pensó en todo eso pero no se detuvo mucho en reflexionar por qué se tomaba tantas molestias.

Salió al exterior de la casa y dio la vuelta a la esquina para volver a estar bajo el farol. La luz que emanaba de la vela le pareció bastante más brillante que antes del sueño. Debía estar acostumbrándose a la escasa luz que había en Alphaburg, aunque como dijo aquel tipo, podían tardarse hasta doce horas.

Caminó alejándose del farol. A su izquierda seguía habiendo edificios, todos abandonados, aunque llegó un momento en que apenas los intuía sin llegar a verlos. Era consciente del riesgo que suponía hacer ese camino, porque probablemente los habitantes de Alphaburg serían capaces de verle mucho antes de que él siquiera pudiera escucharlos. No obstante, continuó despacio, sin separarse de la pared, que tocaba frecuentemente para no perder la referencia.

Al fondo volvió a percibir una luminosidad muy tenue.

Aunque al principio pensó que se trataba de otro farol, no era así: la luz tenía forma cuadrada y surgía de algo que estaba más a la altura de sus ojos. Pronto descubrió que salía de una ventana.

Cuando llegó al lado, se vio frente a unos cristales emplomados de un color verdoso que no dejaban adivinar las formas que había dentro. También se dio cuenta de que era la primera vez desde que estaba en Alphaburg que era capaz de discernir un color, lo cual tenía que significar algo.

Buscó la puerta y no tardó en encontrarla.

Empujó un poco, pero estaba cerrada. Usó el picaporte y se abrió.

Dejó el maletín justo en el quicio de la puerta y empuñó la lanza con las dos manos. Allí dentro había mucha más luz que en la calle: en el pasillo había un aplique plateado con una vela que alumbraba mucho para lo que él estaba acostumbrado, lo cual casi le resultó molesto.

A la derecha había una entrada a una habitación de la que salía más luz.

Se acercó sigiloso y asomó la cabeza. Era una cocina. En el fuego había una olla o una tetera. En el centro de la estancia había una mesa camilla, con otra vela, y un plato con una cuchara a su izquierda. Parecía una vivienda habitada, pero allí no había nadie.

Franz entró. Olía a sopa de verduras. Su estómago rugió.

En la pared del fondo había una puerta y una alacena llena de tazas y platos.

Por la puerta apareció una mujer con el pelo despeinado y un vestido gris. No era mayor, pero tenía la cara pálida y bolsas en los ojos. En la mano llevaba un mendrugo de pan y un cuchillo. En cuanto le vio, gritó, soltó el trozo de pan y levantó el cuchillo, apuntando a Franz.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? ¡Lárgate de mi casa!

Franz, sin dejar de blandir la lanza, alzó la palma de una mano.

—Vengo en son de paz. No quiero problemas.

—Fuera —dijo la mujer, con voz temblorosa—. Estoy harta de vosotros. Aquí ya no hay nada más que podáis robarme.

—No vengo a robarte —dijo Franz—. Sólo busco información.

Sin decir una palabra, la mujer frunció el ceño, enseñó los dientes y se arrojó a por él. Franz decidió no golpearla con la lanza, sino que la soltó y usó las dos manos para frenar el ataque del cuchillo de la mujer. La sujetó por la muñeca, pero ella lanzó su otra mano y le cogió por el pelo, tirando hacia abajo. Franz giró el cuello para que no le arrancara toda la cabellera, sin soltarla. No pretendía hacerle daño, pero tampoco tenía intención de recibir una puñalada a lo tonto. Tiró del brazo de la mujer, empujó con un costado de la cadera y ella voló por encima de él, cayendo al suelo de espaldas. Gritó, pero no soltó el arma: Franz le separó los dedos y se la quitó.

Ella se incorporó rápidamente y le golpeó alternativamente con los puños en la cara; Franz consiguió sujetarle ambas manos.

—¿Quieres estarte quieta? Te he dicho que no quiero hacerte daño —dijo Franz.

—Muérete. Os odio. Vete a adorar a tu dueño —dijo ella, completamente enfurecida.

Franz volvió a tirarla al suelo haciéndole la zancadilla. Trató de que no cayera de espaldas y se golpeara en la cabeza y la depositó allí con la menor brusquedad posible.

—¡Para ya, joder! —dijo Franz— ¿Vas a escucharme? No quiero hacerte daño. Sólo quiero hablar.

Ella se mordió el labio, tratando de zafarse de las manos de Franz, pero era imposible. Un poco después dejó de hacer fuerza y empezó a sollozar, para terminar llorando a lágrima viva. Franz notó que ella ya no oponía resistencia y fue aflojando.

Se incorporó. Ella se sentó en el suelo y se cubrió la cara, llorando cada vez más fuerte. Franz esperó hasta que ella le miró y cuando lo hizo él le tendió una mano. Tardó en cogerla.

Franz le acercó una silla. Ella se sentó, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. El llanto iba haciéndose más leve.

Franz se sentó en otra de las sillas.

—Venga, tranquilízate. ¿Quieres agua?

La mujer asintió, sin mirarle.

—¿Dónde está? —preguntó Franz.

Ella señaló una jarra cerca del fregadero. Allí había dos vasos. Franz sirvió agua en ambos, bebió de uno y le ofreció el otro a la mujer.

Ella se quedó un instante mirando el vaso y después bebió, dejándolo casi entero sobre la mesa. Franz dejó el suyo al lado, totalmente vacío.

—Me llamo Franz Hauzman.

—Yo soy Susanna —dijo ella.

—Encantado —Franz le tendió la mano. Ella se la estrechó, sin hacer ninguna fuerza.

—¿Quién eres? —dijo ella, entre hipos.

—He venido a acabar con Sys-EM3N.

—¿Con quién?

—En esta ciudad hay un ordenador que ha venido del futuro.

—Sí —dijo ella, sorbiendo—. Sí, es La Máquina.

—La Máquina. Bien —dijo Franz—. Esa hija de puta se llama Sys-EM3N, como te he dicho. Sé que está alimentándose de vuestros hijos.

Ella asintió con la cabeza. Rompió a llorar de nuevo.

—He venido a acabar con ella —dijo Franz.

Susanna se limpió las lágrimas con la manga y le miró.

—¿A acabar con ella?

—Sí.

—Eso es imposible.

—No, no lo es. Aún no tengo muy claro cómo lo voy a hacer, pero no me iré hasta conseguirlo.

—¿Y qué vas a hacer con la guardia?

—¿La guardia? —dijo Franz— ¿Qué guardia?

Susanna se le quedó mirando con los ojos aún empapados, con gesto de incredulidad o de sorpresa.

—Háblame de la situación aquí —dijo Franz—. Necesito saberlo todo.

—Bien —dijo ella, inhalando profundamente—. Te contaré lo que sé.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Julio 2017