Franz se arrepentirá de todo: Cap. 50

 

Por Ángel Ortega

Franz se quedó inmóvil un instante. El desasosiego de sentirse sujeto sobre una estructura metálica, a una altura imposible de saber, enfrentado a un mundo totalmente desconocido, le resultaba atenazante. La visión del acceso al mundo real, con su forma de ojo o de boca, por el que asomaban las patas de la mesa y la sangre del suelo, ayudaban a fomentar la sensación de irrealidad.

Trató de cerrar la abertura empujando de los extremos, pero de nuevo eran completamente sólidos. Franz recordó que necesitaba tener el objeto improbable en la mano.

Colocó el maletín encima de la superficie de metal sobre la que descansaba con mucho cuidado, ya que la oscuridad era total y no sabía hasta dónde se extendía. Era una oscuridad diferente, podría decirse que pegajosa, porque le resultaba imposible acostumbrarse.

A tientas abrió el maletín, cogió el dinosaurio y empezó a tocar los bordes de la abertura. Como antes, poco a poco fue haciéndose más blanda y pudo cerrar ambos extremos. Sólo algunos puntos de luz quedaron visibles, como si no encajaran del todo.

Se estiró cuanto pudo para que estos puntos quedaran sellados, ya que estaban casi lejos de su alcance. En un momento se quedó sin agarre, se resbaló y perdió el equilibrio: presa del pánico, alargó las manos hacia el armazón de hierros y consiguió sujetarse. El Monoclonius de plástico, sin embargo, se le fue de las manos. Según se mantuvo agarrado allí, fue escuchando cada vez más lejos cómo el dinosaurio de juguete rebotaba en los trozos de chapa. Finalmente, un ruido más sordo pareció poner fin a la caída.

Franz se maldijo por su torpeza. Sin duda necesitaría el objeto para volver, y buscarlo en aquella negrura tan absoluta iba a ser una tarea jodida.

Cuando su corazón dejó de palpitar como un loco, recuperó una posición más digna y encontró sus cosas. Cerró el maletín, cogió su escoba con la página del libro asesino y decidió empezar a bajar.

La bajada se convirtió en un proceso tedioso y agotador. Implicaba dejar los trastos sobre la superficie horizontal, descolgarse tanteando con el pie el piso inferior, alcanzar una posición fiable, estirarse para recogerlas y vuelta a empezar. No todos los pisos del andamio eran iguales: algunos parecían más altos, otros estaban descolocados y hacía más complicado ponerse en pie de forma segura. Todo esto ocurría en una oscuridad tan profunda que casi le faltaba el aire.

De vez en cuando oteaba hacia donde suponía que debía estar el horizonte, otras veces miraba hacia arriba para buscar alguno de los puntos de luz que había quedado al sellar el acceso de forma incompleta, o hacia abajo, para intentar discernir cuánto le faltaba por bajar. Todo fue infructuoso hasta que una de las veces que miró hacia el nadir sintió que la negrura no era tal, sino que era algo menos profunda y tenía el aspecto de una superficie rugosa.

Cuando bajó el pie hacia el piso inferior, se dio cuenta de que no era tan sólido como el metal, sino que tenía el tacto de la arena. Posó los dos pies y tocó el suelo con las manos: efectivamente, era terroso, igual de frío, pero que le inspiró una sensación de firme mayor.

Por un momento se sintió aliviado, pero le duró poco al darse cuenta de que seguía sin ver nada. Cogió el maletín con una mano y la lanza con el otro y empezó a usarla como un bastón de ciego para tantear el suelo a un metro por delante de él. Temió echar a andar en círculos y quedarse allí para siempre, pero no tenía otra alternativa que avanzar hacia algún sitio.

El palo de escoba tropezó. Franz se quedó helado. Volvió a tantear y notó que era algo que se desmoronaba y que en el proceso soltaba un hedor a podredumbre. Se acercó poco a poco hasta estar cerca. Arrimó la cara lo más que pudo y a un palmo pudo discernir que se trataba de un cadáver descompuesto. Era poco más que una calavera, pero aún apestaba. Probablemente eran los restos de algún visitante que se había caído del andamio.

Mucho más allá, por el rabillo del ojo, creyó ver un destello, tan tenue como una estrella lejana. Si lo miraba directamente no lo veía.

Pasó por encima del muerto y se dirigió hacia aquel resplandor, que en un principio no tuvo claro si era real o imaginado. Poco a poco se fue haciendo más presente. Venía de un farol, ya que Franz creía distinguir una estructura alrededor del punto de luz. La iluminación temblaba, así que debía ser una llama.

Miró atrás y no había absolutamente nada.

Cuando el punto de luz estuvo a lo que estimó serían unos doscientos metros, ya podía discernir algo más sobre el entorno. Era una calle. Los edificios eran muy viejos, estaban casi derrumbados y parecían hechos de barro o de adobe. Alguno mostraba en la parte superior unas vigas de madera que sobresalían, aunque no estaba realmente seguro. Tenían huecos semejantes a ventanas cuadradas. El farol estaba clavado a uno de los muros y, como había sospechado antes, tenía una vela casi consumida en su interior, que era la que proporcionaba la escasa iluminación. El centro de la calle era de tierra, como todo lo que había pisado hasta el momento. Las casas de la acera de enfrente apenas las intuía.

Una vez llegó al farol, se quedó quieto justo debajo para descansar. Tenía frío y hambre. Estaba desorientado.

Aquel sitio debía resultar decepcionante para todos aquellos que, como comentó Greyland, se exiliaron voluntariamente en Alphaburg. Por muy hostil que fuese el mundo de la superficie era imposible que nadie se sintiese mejor en un lugar como aquél.

Miró a lo largo de la fachada para buscar una puerta, pero allí no había nada de eso. La pared era rugosa y basta, de un color impreciso. Parecía arrancado de un pueblo fronterizo de una película de vaqueros. Franz llegó hasta la esquina y la dobló, volviendo a sumirse en la oscuridad. Fue tanteando la pared hasta que encontró una abertura. Un poco más dentro había una superficie de madera áspera y llena de astillas. Halló una especie de pomo y tiró de él. La puerta se abrió.

Entró muy despacio, temeroso de chocarse contra algo o, aún peor, de despertar a alguien. Afortunadamente, la luz se colaba por los resquicios de lo que parecía una contraventana de madera, y con aquellos rayos minúsculos consiguió orientarse. En la casa no había nada más que una mesa en el centro. Nada encima de ella, nada a su alrededor. Franz se acercó lo más posible a la ventana para tener algunas referencias espaciales.

Se sentó en el suelo y justo en ese momento oyó un ruido fuera.

Provenía de lejos, pero se acercaba.

Eran pasos. El crujido de suelas en la arena era inconfundible. Al menos dos personas.

Contuvo la respiración para escuchar lo más posible. Venían hablando, pero aún no podía entender lo que decían. Pronto estarían a su lado.

—¿… de lo que dices? —dijo una de las voces, de hombre.

—Claro que sí —dijo la otra, también masculina.

Los pasos se detuvieron al pie de la ventana.

—Estará desorientado. Acuérdate, se tardan casi doce horas en acostumbrarse a la penumbra.

—Más. Yo estuve varios días sin ver ni una leche.

—Eso es porque eres torpe. Yo enseguida me sentí como en casa.

—Claro.

—Por aquí no hay nadie.

—Mira en el andamio.

—No, yo no pienso acercarme ahí. A partir de aquí ya no es seguro. Te espero aquí en el farol.

—Joder, ya voy yo.

—¿Ves? Lo estabas deseando.

—Que te den por culo.

Los pasos volvieron a escucharse. Franz estaba seguro de que esta vez eran sólo de una persona. Se fueron alejando hasta que ya no pudo oírlos.

Al otro lado del muro, bajo el farol, debía estar el otro esperando. Franz trató de afinar el oído. Finalmente, el hombre tosió, confirmando su presencia.

—¿Ves algo? —gritó.

Silencio.

—¡Eh! ¿Me oyes? —volvió a gritar.

El crujido de los pasos en la arena sonó de nuevo, cada vez más cerca.

—No he visto a nadie —dijo la voz desde lejos—. Hay huellas que vienen hasta aquí, pero no tengo muy claro dónde se acaba el rastro.

—¿No son las tuyas?

—Yo no soy ningún apache de los cojones, así que no tengo ni idea de seguir un rastro, pero no pueden ser las mías porque van hacia ti.

Ambas voces ya sonaban juntas.

—¿Hacía mí?

—Sí, míralo. Si no las hubieras pisoteado, quedaría algo de ellas.

—Mierda.

—De todas formas, es igual. ¿Quién coño iba a querer venir aquí? Hubo un tiempo en que esto era una tierra de promesas, pero ahora es una puta mierda igual que la superficie.

—No jodas, allí ahora están peor que nunca.

—¿Y aquí? Si no fuera porque La Máquina nos ha jurado que repartirá los bienes, no tendríamos una puta mierda.

—Yo qué sé. Esto es un asco. Hacerle esto a nuestra propia gente.

—¿Qué pasa? ¿Te estás arrepintiendo?

—No, joder, ya sé que es supervivencia y todo eso y que aquí no hay para todos, pero no puedo evitar sentirme mal por todos esos niños.

—Bah, que les den. A mí me la suda. El que quiera tener hijos, que se joda y se pire arriba.

—Joder, ya, pero… bah, yo qué sé, vámonos de aquí. Tengo hambre y las afueras me ponen los pelos de punta.

—Eres un blandengue, tío. Yo soy tu colega y mis labios están sellados, pero como alguien más cabrón te oiga te va a denunciar y se te va a caer el pelo.

—Venga, vámonos.

Los pasos volvieron a sonar y poco a poco se fueron desdibujando hasta desaparecer, junto con la verborrea inane.

El silencio sepulcral volvió a invadirlo todo.

Franz sintió que los ojos le ardían y que sus pensamientos se iban disipando gradualmente hasta que se quedó dormido.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2017