Por Ángel Ortega
Cruzó la puerta giratoria de la forma más silenciosa posible. A primera vista no parecía haber cambiado nada en el hall: todo permanecía sumido en el mismo caos, salvo quizá unas cuantas huellas más en el polvo.
Se acercó al sofá, lo separó de la pared y vio que su maletín seguía allí. Lo posó en el asiento, lo abrió rápidamente y comprobó que no faltaban ni el dinero ni el dinosaurio de plástico.
Lo cerró y escuchó un crujido detrás del mostrador.
Dejó el maletín inmediatamente y blandió su arma, quedándose quieto y en guardia. Poco a poco se acercó, esperando un ataque. No descuidó el flanco derecho, donde seguía cerrada la puerta de hierro que le había impedido el paso y le había forzado a dar el rodeo.
Se asomó con cuidado.
El suelo estaba completamente cubierto de sangre. Sobre la silla, volcada, había una bata blanca teñida de rojo. Un poco más hacia dentro había un brazo arrancado a la altura del sobaco, de piel arrugada y manchas de edad en el dorso de la mano. Las uñas eran de mujer.
Se inclinó un poco más y encontró la cabeza de la vieja. Estaba cortada por el cuello, le faltaban los ojos y tenía la lengua fuera hacia un lado de la boca, en un gesto cómico. Por alguna razón, tenía aún algún tic posterior a la muerte y la mandíbula temblaba de vez en cuando, moviendo unos papeles arrugados que tenía debajo y que eran la fuente del crujido que había escuchado antes.
Los Caballeros no perdían ocasión de pasar un buen rato.
Franz repasó mentalmente lo que le había dicho Greyland respecto al acceso a Alphaburg: con un objeto poco probable, era tan sencillo como «entrar por un zócalo». ¿Qué había querido decir con eso?
Saltó por encima del mostrador y se dirigió a la estancia posterior, resbalándose con la sangre al aterrizar y casi cayendo. Tiró de la puerta y ésta se abrió con un quejido.
Al otro lado había un despacho pequeño, con un retrete y un lavabo llenos de mugre, unos grandes ficheros metálicos y una mesa con un par de sillas. Se aseguró de que no hubiera nadie más allí y cerró la puerta, atrancándola con una de las sillas.
Sobre la mesa había una botella de agua de plástico. La destapó, la olió y dio un trago. Estaba caliente, pero sabía bien.
Se acercó al inodoro y echó una meada. No tiró de la cadena por no hacer más ruido del necesario.
Puso el maletín encima de la mesa, lo abrió y extrajo el Monoclonius. Lo sopesó y lo contempló, asaltado por el escepticismo durante un instante.
Cerró el maletín y lo dejó en el suelo junto a su lanza. Se sentó pegado a la pared. Siguió con la mano el entarimado, llegó al rodapié, que también era de madera, para continuar subiendo por la pintura desconchada.
En un punto enfrente de sus ojos, justo donde terminaba el tablón de madera del suelo y empezaba el rodapié, había una pequeña abertura, en la que apenas le cabía la uña.
La metió ahí y empezó a rascar.
Según frotaba, fue notando cómo la madera se hacía maleable y algo más cálida al tacto.
Pronto le cabían los dedos. Empujó un poco el entarimado hacia abajo y notó que también era flexible y se doblaba.
Soltó el dinosaurio para cambiar de postura y empujar con más fuerza, pero en ese mismo instante tanto el suelo como la pared volvieron a ser completamente sólidos.
Franz había visto cosas muy raras en su vida, pero había algunas, como la que estaba viviendo en ese momento, a las que era imposible acostumbrarse y sintió un leve mareo.
Cogió el dinosaurio y con la otra mano siguió separando el suelo de la pared. Ambos no se hicieron maleables instantáneamente, sino que tardaron un poco en dejarse doblar.
La abertura, ya casi de un palmo, mostraba una oscuridad total.
Franz empezó a cansarse y necesitó parar un momento. Había algo en aquel proceso más allá del mero esfuerzo físico de empujar ambos extremos y tuvo la sensación de que le robaba algo de energía vital.
Una vez recuperado el aliento, cambió de postura, y empezó a tirar de la pared hacia arriba con la mano libre y del suelo hacia abajo con el antebrazo. Aquella posición era más efectiva y pronto consiguió una separación suficiente como para entrar tumbado. La negrura seguía siendo absoluta.
Resopló pensando en el siguiente paso. Abrió el maletín, guardo el dinosaurio y lo cogió, junto a la escoba con la hoja del libro asesino. Se tumbó en el suelo boca abajo y metió la pierna en el agujero. La sensación no debía ser muy diferente a meterse adrede en las putas fauces de un monstruo infernal y sintió cómo los huevos se le encogían. Tanteó con el pie en el aire, pero aquello parecía estar totalmente vacío.
Cambió de postura para poder meter la pierna aún más. La estiró tanto como pudo y encontró resistencia.
Golpeó con el tacón y el objeto devolvió un eco metálico.
Había algo allí dentro.
Giró para meter la otra pierna y se fue arrastrando hasta que tocó la estructura metálica con ambos pies. Era una especie de andamio.
Decidió que era el momento. Empezó a entrar, meneándose como un gusano. Poco a poco fue metiendo todo el cuerpo y cuando sólo le quedaba la cabeza y las manos notó que con las rodillas estaba sujeto firmemente, aunque de alguna forma notaba el abdomen colgando de un vacío insondable. Enganchó los pies a ambos extremos de los tubos metálicos para afianzar su agarre y de un empujón terminó de pasar al otro lado.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2017