Por Ángel Ortega
Con su nueva y probada arma sujeta con ambas manos, Franz echó a andar con paso seguro por el pasillo por el que habían huido el resto de los mutantes. El tubo de neón intermitente era realmente molesto, pero no había otra salida.
Aquello parecía haber sido en algún momento un campo de batalla: por todas partes había trozos de madera rotos, sillas de ruedas retorcidas, camillas destrozadas y biombos de tela rasgados y ensangrentados. Muchos de ellos tenían quemaduras igual que las paredes, que aparecían ennegrecidas en gran parte.
Volvió a escuchar los susurros en una habitación que dejó a su derecha; dudó un instante en dejar a alguien vivo a su espalda, pero tampoco podía perder el tiempo exterminando a todo lo que se moviera.
El pasillo terminaba y se ensanchaba en una sala más iluminada que el resto, aunque no menos dañada. En medio había unas quince o veinte camillas dispuestas como en un atasco de tráfico. Todas ellas tenían sábanas ensangrentadas y cubrían algo parecido a cuerpos. Franz no quiso ni pensar qué había allí debajo, así que buscó una forma de abandonar la estancia lo antes posible.
Sólo había dos salidas. Una de ellas daba a un pasillo oscuro y la otra era un portón cerrado con una cadena. Se acercó al portón y sopesó el candado. En cuanto lo soltó, algo muy fuerte golpeó al otro lado, haciendo crujir la madera de la puerta y chasquear los eslabones.
Franz saltó hacia atrás. No tenía ninguna gana de averiguar qué cojones había tras esa puerta y aceleró el paso hacia el pasillo oscuro.
Franz empezaba a estar harto de corredores en penumbra, bichos monstruosos y cabrones que querían matarle. Sintió que le ardía la cabeza como si tuviera fiebre, pero solo era fatiga. Necesitaba una cerveza, muy fría, y algo con mucho queso fundido por encima. O comida india. Un exquisito tandoori, con su nan de cebolla y arroz con azafrán.
Según salivaba se acostumbró a la falta de luz y pudo ver que el pasillo estaba bastante más despejado que lo que había encontrado hasta el momento. Sólo tropezó con una manguera que había sido desenrollada por alguna razón que no tenía ganas de buscar.
El pasillo terminaba en una reja. La sacudió, pero estaba bloqueada.
Miró a su alrededor y vio una ventana, quizá la primera que veía en todo el piso. Tenía las características cortinas grises por la roña y llenas de agujeros que se meneaban por la brisa. Miró con atención y vio que un extremo de la manguera pasaba a través del cristal roto.
Eso es, pensó. Alguien ha usado la manguera para descolgarse por la ventana. Muy listo.
Se asomó y miró abajo: no era una operación muy complicada. La boca de la manguera estaba tocando el suelo de un patio cerrado en el que solo había unas cuantas cajas de madera y unos barriles.
Sacó medio cuerpo fuera y tiró de la manguera para comprobar si soportaría su peso. Parecía firme, así que salió del todo y se posó sobre el alféizar.
Tiró su lanza al patio. Al pesar más por la parte del cuchillo, cayó de punta y la hoja se partió en tres trozos con estruendo. Franz se cagó en Dios. No podía haber sido de otra manera.
Sujetó la manguera con ambas manos y empezó a bajar por la fachada. En el interior del edificio sonaron varios ruidos y voces guturales. Franz se dio cuenta de su desventajosa posición y aceleró la bajada, sin siquiera mirar hacia la ventana. Cuando estuvo a metro y medio del suelo, saltó, haciéndose daño en el tobillo, que ya tenía resentido.
Se quedó allí un instante, masajeándoselo y deseando no habérselo roto. El dolor fue menguando, aunque no desapareció del todo.
Cuando se incorporó para reanudar la marcha, miró hacia la ventana y vio a dos rostros deformes observándole. Detrás de ellos había otras sombras. Una zarpa informe le señalaba.
—¿Qué miráis, cabrones? ¡A la mierda! —gritó.
Cerca de él había una botella vacía y se la lanzó. Los mutantes pusieron lo que en sus amorfas jetas debía ser un gesto de sorpresa y se volvieron dentro rápidamente: la botella se estrelló contra el marco de la ventana haciéndose añicos.
—Putos tarados… —murmuró Franz.
Cogió su arma, ya válida solo por la parte que tenía enganchada la página del libro asesino y buscó la forma de salir del patio. Había un hueco solo cubierto por una mosquitera de tiras de plástico y pasó al interior. Dentro había una mesa camilla, unos naipes polvorientos esparcidos encima y sobre una silla de mimbre un televisor antiguo con la pantalla agrietada.
Sobre una mesilla había un portafotos rojo casi descolorido con una foto en blanco y negro. En ella había un hombre y una mujer jóvenes, con una niña pequeña en primer plano que parecía estar aprendiendo a andar. La imagen de ternura estaba tan fuera de lugar en un mundo tan desquiciado como el que le rodeaba que le produjo una sensación de irrealidad.
Más allá había una cocina, llena de polvo y mugre. Varios cacharros de latón lacado llenos de desconchones estaban tirados en el fregadero. Franz se acercó al grifo y lo abrió. Éste tembló y emitió unos eructos hasta que empezó a soltar un agua parda que poco a poco se fue aclarando hasta parecer limpia. Se mojó la mano y se refrescó la cara varias veces. Aunque tenía sed, no sabía si aquella agua sería potable así que se limitó a humedecerse los labios.
Llegó a la puerta exterior y salió fuera. Ante él había lo que tenía el aspecto de un huerto, pero completamente seco. Por el suelo había herramientas de jardinería oxidadas y dobladas. La tierra llevaba mucho tiempo sin ser cuidada y solo mostraba unos cuantos brotes muertos. Junto a la puerta había una jaula de alambre con lo que parecían los restos medio momificados de una gallina. Al fondo estaba la tapia exterior. En algunas partes estaba cubierta por una estructura de madera en forma de rejilla como las que se usan para las plantas trepadoras, pero de ninguna forma aguantaría su peso.
Continuó caminando por el contorno del muro. Llegó a un invernadero con sus ventanales tan llenos de barro que era casi completamente opaco. Los cristales superiores estaban rotos. Un extractor de aire chirriaba al ser movido por el viento.
Dentro del invernadero se escuchaban ruidos como de masticación.
Franz abrió la puerta acristalada y vio a uno de los Caballeros de la Sangre Inextinguible. Estaba en cuclillas, se había quitado la parte inferior de la máscara antigás, que estaba en el suelo, y roía unos huesos viejos arrancados de algo que llevaba muerto allí mucho tiempo. También tenía el hábito levantado hasta la cintura y mostraba su culo fofo hacia Franz. Un pegote de heces estaba a medio salir y otra parte ya reposaba en el suelo formando un artístico montoncito rizado.
Aquellos tíos repugnantes no habían entendido lo de que no se caga donde se come.
El tipo se levantó de repente cuando se percató de que Franz estaba allí. El trozo de zurullo que colgaba terminó de soltarse con el movimiento y sus ropas volvieron a su posición original, librando al mundo de la visión de sus inmundos bajos.
Franz estaba llegando a odiar a aquella gentuza.
El hermano giró la cabeza a un lado y a otro, como buscando algo. No estaba armado.
Franz se lanzó hacia él con su arma en ristre como un lancero. El tipo dio un paso atrás pero tropezó con los restos orgánicos y cayó de espaldas. Al no tener puesto el filtro de la careta su boca modificada estaba a la vista, y era algo realmente espeluznante: era casi circular, como la de una lamprea, con amarillentos y tiznados dientes humanos por todas partes y colgajos llenos de pústulas y heridas.
La hoja de «La Séptima Rapsodia» necesitaba contacto con la carne para poder hacer daño y aquel agujero nauseabundo era perfecto.
Franz le metió el palo de la escoba de forma que toda la página quedó dentro. Los cables que la sujetaban se engancharon en los dientes, pero apretó aún más fuerte y el extremo llegó hasta la garganta.
El tipo empezó a sentir convulsiones. Cuando los espasmos terminaron, Franz sacó su arma. La hoja de papel estaba manchada de sangre y babas y ya la faltaban algunas partes. Aunque de momento resultaba un arma bastante efectiva, no iba a durar mucho.
De la boca de dientes podridos surgió un borbotón de una masa viscosa rojiza mezcla de sangre y vómito, pero era un movimiento reflejo. Estaba muerto.
Franz se dio cuenta de que había pisado la mierda. Maldijo y se limpió como pudo en el bordillo de cemento que servía de base para el invernadero.
Salió y continuó caminando junto al muro. En algunas partes había hiedra que no estaba muerta del todo. Encontró pegado a la pared un cobertizo de madera. Lo abrió para ver si tenía algo más que pudiera usar como arma para cuando la hoja del libro asesino se desgastara por completo, pero allí solo había un par de sacos de semillas llenas de cucarachas.
El muro terminaba formando un ángulo agudo contra la pared de un ala del edificio. Las ventanas de éste estaban enrejadas. En la esquina había un cráneo y un torso humanos, casi descarnados, junto a una pila de ladrillos y piedras que parecían formar una especie de escalera.
Franz trepó con cuidado. La parte superior del muro estaba algo más alta de lo que hubiese deseado, pero consiguió llegar hasta arriba.
Desde allí veía el camino por el que le había traído Brigitte. Junto a la reja de la entrada, ahora abierta de par en par, había una furgoneta abollada y oxidada, sin duda la de los putos Caballeros psicópatas.
Buscó una parte de la tapia por la que bajar y encontró una higuera que crecía fuera del recinto pero que estaba al alcance de la mano. Llegó hasta una rama y bajó al suelo por el tronco.
Avanzó agazapado lo más pegado al muro posible, ya que tenía que pasar por detrás de la furgoneta para acceder a la reja y volver dentro a recoger su maletín. Justo cuando estaba a un par de metros del portón trasero algo se agitó dentro, haciendo que el vehículo se meneara y que los amortiguadores soltaran un chirrido. Se oyó un lamento exhausto y varias risas.
Apretó el paso y entró de nuevo en el Monte Cadalso. La silla de ruedas que estaba en medio del camino ahora estaba volcada.
Llegó hasta la puerta de entrada. Volver allí dentro no era una de las mejores ideas del mundo, pero no tenía otro remedio.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2017