Por Ángel Ortega
Después de desahogarse otro poco más a base de blasfemias y patadas a la puerta, el cerebro de Franz se enfrió al pensar que si aquella era la única entrada tenía que haber desde algún sitio cercano accesos al resto de las alas del complejo, y alguna de ellas tendría una ventana por la que huir. Y aunque un frenopático es un lugar diseñado para que la gente no salga, la decadencia de la institución habría dejado descuidada alguna de las posibles vías de escape.
—Si al menos hubiera llevado el puto dinosaurio encima —dijo en voz alta—, podría haber intentado entrar en Alphaburg desde aquí.
Se giró y llegó a las escaleras, pero en vez de bajar, decidió que subiría, con la esperanza de que el camino por allí fuera más fácil.
El piso superior no era como el inferior: su estado era mucho peor. Las paredes estaban tan desconchadas que mostraban los ladrillos desnudos por muchos sitios. El falso techo también se había venido abajo y dejaba al aire gran parte de las entrañas del edificio, con tuberías rotas, cables pelados y varias capas de aislante térmico colgando como si fueran algas en un barco semihundido.
La estancia era mucho más ancha que la de la planta baja, por lo que probablemente se extendía muy por encima de donde había estado antes. Sin poder asegurarlo, parecía imposible que el Monte Cadalso fuera tan espacioso a esa altura, si lo que recordaba de su llegada al hospital era correcto. Pero en realidad, después de lo que había visto hasta entonces, un edificio más grande por dentro que por fuera solo podía contarse como una anomalía menor.
A un lado de la gran sala había una cantidad incontable de sillas de hierro con asientos de madera podridos por la humedad, distribuidas de forma tan caótica que parecía hecho adrede. En el centro de aquella montaña de chatarra el suelo estaba medio hundido.
No había ni una ventana, ni un tragaluz. La única iluminación era artificial y la mitad de las luminarias estaban fundidas. Al fondo había dos grandes portones con picaportes antipánico, uno a la izquierda y el otro a la derecha. El que estaba a la derecha mostraba a través de un ventanuco que al otro lado también había apiladas un montón de sillas viejas, así como mesas y armarios. Alguien parecía haberse parapetado y bloqueado el acceso, por lo que no era practicable. Sólo le quedaba la opción de ir hacia la izquierda.
Cuando estaba a un par de metros del portón escuchó una serie de ruidos, como de objetos metálicos que caían seguido de cristales rotos.
Franz resopló. Pensó que era el cutre protagonista de «Franz Hauzman: El Videojuego». En primera persona, con iluminación defectuosa y gran cantidad de sangre y palabrotas. Seguro que lo prohibían a menores de dieciséis.
Estiró el cuello para ver por la ventana de cristal que tenía el portón, pero no pudo ver nada más que el centelleo de un tubo de neón estropeado.
Al acercarse un poco más tropezó con el palo de una escoba, perdió el equilibrio y se dio de bruces contra la puerta, accionando el picaporte antipánico y haciendo que se abriera con estruendo. Franz se vio mordiendo el polvo. Se incorporó como espoleado, a partes iguales asustado y avergonzado. Cogió el cuchillo del suelo y dio varios pasos atrás.
Los ruidos dentro del pasillo se habían cambiado por cuchicheos.
Alguien hacía planes de ataque.
Dio otros dos pasos más hacia atrás y volvió a pisar la escoba, lo que hizo que casi se cayera de nuevo. Blasfemó en voz baja y estuvo a punto de darle una patada para mandarlo a tomar por culo, cuando una idea le asaltó la mente.
Cogió el palo y lo sopesó. La escoba estaba completamente pelada y casi costaba saber por qué lado se barría, pero parecía sólida.
Se arrodilló y buscó por el suelo. Aparte de papeles viejos y humedecidos, no encontraba nada que le sirviera para lo que pretendía. A cuatro patas gateó rápido hacia una caja de cartón que había un poco más allá. Estaba asquerosamente cubierta de moho, pero la abrió y descubrió un par de manojos de cables. Eso serviría.
Volvió hasta el palo de la escoba. Los cuchicheos eran ya más sonoros y cercanos.
Se metió la mano en el bolsillo y sacó cuidadosamente la página de «La Séptima Rapsodia», aún bien envuelta en el pañuelo. La extendió muy despacio sobre el suelo y pudo sentir cómo le miraba con su gesto amenazador. Eso era justo lo que él quería.
Con cuidado, envolvió un extremo del palo de la escoba con la hoja del libro asesino y lo fijó con cables. Al sujetarlo, el palo vibraba de la mala leche que surgía de aquella hoja de papel.
Al otro extremo del palo ató el cuchillo con otro trozo de cable.
Franz se incorporó y blandió su nueva arma letal haciendo giros en el aire.
Los fogonazos del tubo de neón estropeado del pasillo le permitieron ver, a intervalos cortos, tres o cuatro figuras que se le acercaban.
El primero cruzó el umbral. Franz se sorprendió al descubrir que no era un Caballero de la Sangre Inextinguible, sino una especie de mutante: tenía dos cabezas casi iguales fundidas por el medio, de forma que solo mostraba tres ojos, y cuatro brazos, aunque dos de ellos mucho más cortos y atrofiados. Estaba desnudo, su barriga colgaba grande y deforme y por debajo de ella asomaban dos penes. Era como un engendro de hermanos siameses. Sin embargo, solo tenía dos piernas.
Era la primera vez que veía un bicho como aquél, pero sería extraño que no intentase matarle, como todas las puñeteras cosas que se encontraba por el camino.
Así que no esperó y usando la parte de su arma con el cuchillo hizo un giro en diagonal de abajo a arriba, abriéndole un corte cuan largo era. La herida no sangró, pero de la abertura brotaron unos intestinos blancuzcos que rodaron por el suelo.
El mutante le miró y le enseñó los dientes. Alzó sus cuatro brazos y se lanzó a por él.
Franz dio la vuelta a su arma y golpeó con la página del libro asesino a la bestia en el cuello, dejándola en contacto con la verdosa piel durante unos instantes. El mutante empezó a tener convulsiones como si estuviera sufriendo una descarga eléctrica. Franz apretó un poco más y la criatura cayó al suelo como un saco de patatas. Su abdomen expulsó más cantidad de aquellas entrañas exangües, que cayeron muy cerca de sus pies.
Otro mutante apareció por el pasillo. Éste era muy alto y muy flaco, con la cabeza y los ojos desproporcionadamente grandes y la mandíbula descolgada. También estaba desnudo y la piel se le pegaba a los huesos. Sus brazos no acababan en manos, sino en una especie de muñón alargado que parecía articulado por muchas partes. Sus pies eran dos bultos informes y muy diferentes entre sí.
Franz tampoco le dio oportunidad de hacer nada y se lanzó a por él. Se quedó clavado a metro y medio del mutante y, despacio, le acercó el palo con la hoja de «La Séptima Rapsodia» sujeta por el cable. El ser le enseñó los dientes y soltó un gruñido. Franz hizo un movimiento rápido y golpeó al monstruo en la axila. Éste empezó a chillar como si se estuviese quemando, agitando los brazos estúpidamente. Franz tiró de su arma, le dio la vuelta y usándola como lanza le clavó el cuchillo en uno de sus enormes ojos.
La criatura chilló de nuevo y trató de cubrirse la cara con sus manos amorfas, pero eran demasiado pequeñas. Un chorro de sangre le cayó sobre la deforme mandíbula. Franz atacó de nuevo con el extremo de papel, metiéndoselo en la boca hasta el fondo. El mutante se quedó quieto.
Franz tiró hacia atrás y retrocedió un poco. El bicho siguió allí mirándole con su único ojo hasta que, como un castillo de naipes, se derrumbó hacia un lado.
En el pasillo iluminado a intervalos ya no había nadie más: el resto de las criaturas habían huido.
Franz se sintió como el puto ángel de la muerte.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2017