Franz se arrepentirá de todo: Cap. 46

 

Por Ángel Ortega

Una sucesión de ruidos de golpes y gritos llegaron desde el hueco de la escalera. Franz salió al pasillo y se mantuvo allí en silencio, tratando de entender qué ocurría, pero era imposible.

Sujetando bien el cuchillo emprendió la subida. Los escalones estaban resbaladizos y medio rotos, así que la precaución no sobraba.

Alguien o algo peleaba más arriba.

Llegó al siguiente piso, que era bastante más grande que el sótano donde había estado encerrado Fabrizio. Estaba formado por un pasillo largo, con al menos diez celdas a cada lado. En medio había dos camillas viejas, desconchadas y oxidadas, con varias de las ruedas perdidas. Una de ellas estaba volcada y ambas tenían sábanas sucias con manchas de sangre muy antigua. El suelo estaba cubierto de cristales rotos, aparentemente restos de material de laboratorio, incluyendo algunas agujas hipodérmicas dobladas. El pasillo se ensanchaba hacia el fondo y terminaba en una reja que daba a una especie de patio de luces por el que entraba una claridad muy leve y una lluvia fina. Los corredores se expandían por ambos lados, pero ya no veía más allá.

Los muros habían estado pintados de gris hace tiempo. De aquella pintura quedaba solo la parte más cercana al techo, ya que el resto estaba tan gastado por el roce que mostraba el yeso desnudo, con grietas llenas de moho y otras manchas más oscuras.

Del techo colgaba un letrero partido con el texto «ZONA DE EXPERIMEN».

Atravesó el pasillo moviendo con el codo la camilla que le cortaba el paso. Los golpes y gritos sonaban más cercanos, pero no conseguía adivinar por dónde salían.

Más adelante había un par de ventanas, cubiertas por unas cortinas raídas, llenas de agujeros y de manchas grisáceas de la mugre. La brisa las movía suavemente.

Franz escuchó unos lamentos.

Giró el recodo con el cuchillo dentado en ristre. El pasillo cuya entrada veía antes se doblaba en ángulo recto hacia la derecha. Estaba empapelado con un patrón como de flores de lis de los años setenta y tenía en el centro un aplique dorado y barroco con dos bombillas, una de ella fundida.

Los lamentos venían de allí y de vez en cuando estaban acompañados de una risa ahogada.

Dobló la esquina. El pasillo era más largo y se sumía en la oscuridad. En medio había un carrito con instrumentos quirúrgicos viejos, una pila de tijeras, bisturíes y forceps oxidados y retorcidos, más propios de una sala de tortura que de un quirófano. En el suelo había una bata con la inscripción «Monte Cadalso», manchada de sangre seca y con una manga arrancada.

Franz decidió no continuar por allí, aunque tampoco le gustaba la idea de dejar alguna amenaza a sus espaldas que pudiera seguirle escaleras arriba y cortarle la retirada.

Volvió al corredor principal. Se disponía a subir un piso más cuando escuchó un ruido de cristales rotos, muy cerca.

Se ocultó detrás de un armario volcado en el suelo, que había esparcido su contenido de botes de vidrio con descripciones borradas por el tiempo por todas partes. El olor era una mezcla de alcohol y amoniaco.

Franz se mantuvo en silencio hasta que oyó otro lamento cercano y una respiración fatigosa, como la que soltaban los cabrones de los Caballeros de la Sangre Inextinguible a través de sus caretas apestosas.

Franz se incorporó y echó a correr para ocultarse un poco más cerca, pero tropezó con uno de los botes de cristal, que se abrió, descargó por el camino un feto de alguna cosa irreconocible y rodó varios metros.

Maldijo en voz baja y se quedó allí quieto un instante, esperando una respuesta, pero no ocurrió nada.

Asomó la cabeza.

El corredor se ampliaba en un vestíbulo por el que había desparramadas gran cantidad de sillas de ruedas, más de las que podía contar de un vistazo. Tenía bancos de madera deslucidos en las paredes, como si hubiese sido una especie de sala de espera. El suelo estaba casi alfombrado de papeles. En el centro había dos personas.

Una de ellas, con camisón de enfermo y la cara y las manos cubiertas de vendas medio desenrolladas y oscurecidas por la sangre y el pus, estaba clavada por los hombros mediante dos ganchos a una cadena que a su vez colgaba de una lámpara de cristal, que tintineaba cada vez que aquel pobre desgraciado se retorcía de dolor. Delante de él, y dándole la espalda a Franz, había un tipo con jubón de fraile, encapuchado, que con un cuchillo igual que el que él mismo llevaba torturaba al primero, haciéndole cortes en las piernas desnudas, que chorreaban tanta sangre que estaban totalmente teñidas de rojo.

Qué coño les pasaba a aquellos jodidos chiflados.

—¡Eh, tú! ¡Eh, caraculo! —le gritó Franz.

El hermano se volvió. Tenía la máscara antigás cubierta de sangre ajena, y en cuanto le vio, perdió el interés y se lanzó a por Franz.

Al comprobar ambos que su armamento estaba equilibrado, se mantuvieron agazapados, en postura amenazante, como dos púgiles sopesando al contrario. Así estuvieron girando uno alrededor del otro durante unos instantes hasta que Franz atacó.

Su oponente descargó su cuchillo demasiado pronto, así que Franz tuvo la oportunidad de bloquearle la muñeca con la mano libre, y asestó una puñalada directa hacia la careta antigás. El golpe dio justo en el filtro de la boca, que se partió y voló por el aire.

El hermano descargó un puñetazo a Franz, que pudo apartar la cara a tiempo pero que le dio en toda la clavícula. Se revolvió, sin soltarle la muñeca, y tiró hacia sí para intentar desestabilizarle. El tipo se resbaló y se cayó hacia un lado, hincando la rodilla en tierra. Franz le retorció la muñeca aún más para doblegarle del todo y éste acabó soltando su arma. Con la otra mano intentó agarrarle por donde fuera dando zarpazos hasta que le cogió del cuello de la camisa.

Franz clavó el cuchillo en el costado del tipo, pero dio en una costilla y la hoja entró profundamente en la carne, haciéndole una herida solo superficial. El hermano rodó por el suelo y se libró del agarre de Franz, terminando por estrellarse contra la reja central. Allí se incorporó rápidamente trepando por los barrotes, pero Franz ya se había lanzado sobre él, machacándole contra los hierros. El tipo escupió un espumarajo de sangre por la abertura del filtro de su máscara al recibir la embestida.

Franz le cogió por la nuca y le golpeó contra la reja. Los cristales del ojo izquierdo saltaron en trocitos. El tipo echó una mano hacia atrás y agarró parte del bolsillo del pantalón de Franz, que se desgarró del tirón. Franz sujetó con fuerza el cuchillo y lo clavó en la nuca del hermano. La hoja pasó entre las vértebras cervicales y penetró hasta salir por la tráquea, arrastrando cantidad de tejido conjuntivo y mucosas. Franz empujó hasta que el mango tropezó con la carne. Las piernas de su adversario flaquearon y cayó de rodillas. Se llevó una mano al cuello y terminó de desplomarse.

Franz le puso un pie en la espalda y desclavó su arma.

Se acercó al enfermo torturado y comprobó que apenas se movía. Sus vendas colgaban hasta el suelo y se empapaban en el charco de sangre que tenía debajo.

Franz se puso de puntillas y le cortó el cuello de un tajo para evitarle más sufrimiento. El hombre tembló un poco y se quedó definitivamente quieto.

Temiéndose que el estruendo de la lucha pudiese haber llamado la atención de alguien, se agachó y permaneció inmóvil, escuchando. Al fondo del pasillo que había descartado se seguían oyendo quejidos y risas, así que probablemente nadie había oído nada de lo que había pasado.

Franz se dio cuenta de que la sensación de asco que le había invadido antes estaba superada y ahora tenía un hambre horrible. Pensó que también debería tener ganas de mear, pero se acordó de que ya lo había hecho en la cantimplora de Lukasz. Se rio y siguió camino a las escaleras.

Subió hasta el piso superior, que ya tenía que ser la planta baja; recordaba cinco botones en el ascensor, dos por arriba y dos por abajo, aunque no estaba del todo seguro.

Comprobó que se trataba del piso donde había tomado el montacargas, justo después de hablar con la vieja. Al fondo estaba la puerta metálica de salida al hall.

Llegó hasta ella y trató de abrirla, pero estaba cerrada. Miró por el ventanuco pero no vio a nadie, solo parte del mostrador, el suelo lleno de basura y el brazo del sofá detrás del cual había escondido el maletín con su dinero y el dinosaurio de plástico para acceder a Alphaburg, su siguiente paso.

Golpeó la puerta para llamar la atención de la vieja repetidas veces, pero no sirvió de nada. Gritó e insultó a la mujer con todas las palabrotas que le vinieron a la mente.

Mierda. Otro contratiempo. Estaba encerrado.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Junio 2017