Por Ángel Ortega
Franz entró en el montacargas y examinó el juego de botones: cuatro de ellos estaban gastados por el tiempo y el uso y apenas se podía leer el número que mostraban. Sin embargo, el último por abajo, etiquetado como 5, estaba relativamente nuevo, lo que indicaba que no se había usado mucho.
Pulsó el botón y lentamente la puerta se cerró y, tras una sucesión inquietante de temblores y chirridos, el ascensor se puso en marcha. Iba tan despacio que no se podía asegurar que se estuviera moviendo.
Al cabo de un buen rato otra sinfonía de ruidos y chasquidos frenó en seco y la puerta se abrió.
El pasillo estaba a oscuras, pero Franz esperaba que las luces se encendieran de forma automática, cosa que hicieron, cada una a su ritmo y acompañadas de su grotesca banda sonora de zumbidos. El corredor era muy parecido al del piso superior, solo que más largo y con más aspecto de mazmorra. Las paredes eran de piedra musgosa. La iluminación tenía los cables al aire y solo unos cuantos tubos de neón funcionaban. El suelo era de tablones de madera abombada y llena de grietas.
Había ocho celdas, cuatro a cada lado del pasillo. La primera y la última de la izquierda no tenían puerta, solo los muñones de las bisagras arrancadas. El resto estaban cerradas, eran metálicas y tenían una mirilla cuadrada, de un palmo por un palmo, cubiertas con una rejilla muy tupida.
Franz dio un paso adelante y, como si hubiese estado esperando, la puerta del ascensor se cerró. El chasquido resonó con varios ecos.
Se sintió repentinamente indefenso. Era cierto que allí no había más que gente con la mente achicharrada por algún evento innombrable y no serían una amenaza, pero una vez más se enfrentaba a lo desconocido con las manos vacías.
Entró en la primera celda a su izquierda. Era una estancia iluminada solo por la luz del pasillo. El techo era sorprendentemente alto, y las paredes eran de un pardo monótono apenas roto por un ventanuco a una altura de unos cuatro metros y tan pequeño como la mirilla de la puerta. El camastro solo era un tablón sujeto a la pared por dos cadenas, una de las cuales estaba rota y estaba retorcida en el suelo como los restos de una serpiente. En una esquina había un agujero mugriento que debía hacer las veces de letrina. Al otro lado estaba volcado un plato de loza, roto y ennegrecido por la suciedad. Aparte de eso, no había ningún grifo, ni lavabo, ni nada que permitiese diferenciar aquella estancia infecta de la jaula de una fiera.
Franz se agachó y sopesó la cadena para comprobar si le podía servir como arma en caso de que la situación se pusiera fea. Le gustó, así que tiró varias veces hasta que consiguió arrancarla de la pared. La agitó en círculos y zumbó al cortar el aire.
Ya sintiéndose más seguro, pero sin bajar la guardia, se asomó a la primera de las celdas de la derecha. Era igual que la otra, solo que se podía ver un bulto al fondo que no se movía. Tamborileó con las uñas sobre la rejilla. El bulto se estremeció, pero no obtuvo más respuesta.
Continuó por la misma pared y miró en la siguiente. Parecía vacía. Estaba a punto de hacer algún ruido para llamar la atención pero algo apareció al otro lado de la mirilla, emitiendo un grito ensordecedor.
Franz dio un paso atrás e instintivamente blandió la cadena.
Cuando se dio cuenta de que no corría peligro, se fijó en lo que había al otro lado. Aquello había sido alguna vez un hombre, pero de su humanidad quedaba realmente poco. Estaba extremadamente delgado, siendo poco más que una calavera cubierta de pellejo. No tenía párpados ni labios: los ojos parecían un par de bolsas verdosas a punto de salirse de las órbitas y la boca era como un agujero renegrido lleno de dientes descolocados. También tenía abiertos los carrillos, por los que se veían asomar las muelas. Sólo dos tiras de carne enrojecida siguiendo la línea de la nariz hacia la barbilla impedían que su gesto fuese una sonrisa de oreja a oreja.
El mutilado sacó la lengua, a la que le faltaban varios trozos, por uno de sus carrillos y le miró de reojo con aquellas protuberancias bulbosas y llenas de moco. Emitió otro grito desgarrador y echó a correr hacia el fondo de la celda.
Franz se acercó para examinarle más de cerca. Ahora que le veía de cuerpo entero, pudo comprobar que tampoco tenía orejas ni dedos en las manos ni en los pies. Estaba completamente desnudo, y aunque no podía distinguirlo del todo, parecía que también estaba castrado y emasculado. Allí agazapado, alzando su muñón para taparse lo que le quedaba de cara, era como un homenaje al terror mismo.
Decidió saltarse al inquilino de la siguiente celda y se dirigió directamente a la que, según la vieja de admisión, ocupaba Fabrizio.
Con más precaución, Franz miró por la mirilla. En la esquina del fondo había algo.
Tocó una vez más en la puerta, pero no provocó ningún movimiento.
Las puertas se abrían desde fuera, sin más dispositivo que un picaporte horizontal. Cargó su peso en él y la puerta chasqueó.
Sujetando bien la cadena, Franz entró muy despacio. Aquella celda era aún más oscura que las otras, así que esperó a acostumbrarse a la penumbra. Allí quieto pudo oír un jadeo.
Se escuchó un chirrido metálico como el de una compuerta por encima de su cabeza.
La figura del fondo se movió de repente y se lanzó hacia una pared. Era un hombre delgado y también desnudo, pero no parecía mutilado.
Franz oyó un ruido de algo que caía desde arriba y dio un paso atrás para ponerse en guardia. Finalmente un trozo de pan lleno de barro cayó rebotando por el muro. El hombre, que había estado a cuatro patas hasta ese momento, se puso en pie, con las manos apoyadas en la pared y mirando hacia arriba, con la boca abierta.
Un chorro de líquido marrón surgió desde el mismo sitio del que había caído el trozo de pan y el hombre bebió como pudo, dando dentelladas al aire.
—Vaya, sí que te tratan bien aquí —dijo Franz en voz baja.
Cuando el chorro terminó, el hombre saltó hacia el trozo de pan, lo cogió con ambas manos y empezó a mordisquearlo con ansiedad. De repente se dio cuenta de que Franz estaba allí y saltó de nuevo hacia el rincón donde había estado agazapado antes, justo encima de la letrina.
Franz se acercó. Examinó sus rasgos y vio que, debajo de una gruesa capa de barro y heces secas, había un tipo que podía ser Fabrizio.
—¡Eh! ¡Tú! —dijo Franz.
Fabrizio se encogió aún más.
—¿Fabrizio? Tío, estás hecho una mierda —dijo Franz—. Aunque al menos tienes todos los trozos en su sitio, no como tu vecino.
Fabrizio jadeaba como un perrillo.
—¿Sabes quién soy? —dijo Franz.
Fabrizio le miró. Sus ojos temblaban y giraban como locos, como si no pudiera enfocar bien. Uno de sus párpados se abría y cerraba en un tic acelerado.
—Nada… no hay nada… —dijo con una voz llena de flemas, demostrando que hacía mucho que no hablaba.
—Fabrizio. ¿Sabes quién soy? Soy Hauzman, Franz Hauzman.
—Uno dos tres cinco… uno dos cuatro seis… —dijo Fabrizio.
—Fabrizio, ¿te acuerdas de mí? Necesito tu ayuda.
—Estamos… estamos todos muertos.
—No estamos muertos, Fabrizio. Estás vivo.
Fabrizio dio un grito casi femenino y se tapó la cara con ambas manos.
—No hay nada… —continuó diciendo.
—Necesito que me ayudes, Fabrizio. El mundo está en peligro.
—El mundo está en peligro… —dijo Fabrizio—. No. No. Ya es nada. No queda nada. Por favor, por favor.
Está completamente chiflado, pensó Franz.
—Escúchame, Fabrizio. Soy Franz Hauzman. Tienes algo que necesito.
Fabrizio se quitó las manos de la cara y se acercó un poco, como si olisqueara.
—¿Franz? ¿Franz Hauzman? ¿Eres tú?
—Sí, soy yo. Soy Franz.
—¡Franz! ¿Qué haces aquí? Tú estás muerto. Todos estamos muertos.
—No, Fabrizio. No. Ni yo estoy muerto ni lo estás tú.
Fabrizio se volvió a tapar la cara.
—No, por favor. Lo he visto. Lo he visto con mis ojos. Su forma no es de este mundo. No es nada que los hombres podamos concebir. No es nada que los hombres debamos siquiera nombrar. Es tan… tan… tan del exterior, tan extraño…
—Fabrizio, céntrate —dijo Franz—. Hay esperanza para el mundo. Tú tienes algo que puede ayudar.
—Un momento antes pude oír como un cántico, Franz. No un cántico de voces humanas, era el canto desesperado de la materia misma, el grito del tiempo y el espacio al ser desgarrado. Era como la vida…
—Fabrizio, eh, Fabrizio, escúchame —interrumpió Franz—. Luego me cuentas eso. Necesito que me digas dónde está el inhibidor.
—¿Qué?
—El inhibidor de comunicaciones de Sys-EM3N. ¿Dónde está?
—¿Qué quieres de mí? ¿Quién eres?
—Joder. Soy Franz Hauzman, Fabrizio. Necesito que…
—¡Hauzman! ¡Franz Hauzman! Deberías estar muerto. No deberías estar aquí.
—Dime dónde está el inhibidor de comunicaciones. ¿Sabes de qué te hablo?
—Sí… —susurró Fabrizio— sí… su nombre. Conozco su nombre. Lo empleaban los antiguos para invocar cosas del más allá que nunca debieron cruzar el umbral. Balgarothotep. Ése es su nombre. Balgarothotep.
—Cojones, Fabrizio. Olvídate de eso ahora. Dime…
—Es una abominación. Es el caos. Es inconcebi…
Franz alzó la cadena y la estrelló contra el suelo, haciendo que saltaran chispas. Fabrizio soltó otro grito y se encogió sobre la pared.
—¡Hostias! —voceó Franz— ¡Fabrizio! ¿Dónde coño está el inhibidor de comunicaciones?
—Está… —dijo Fabrizio, tapándose la cara— está detrás de ti.
—¿El inhibidor? ¿Cómo que…?
Franz se dio la vuelta y descubrió una silueta en el umbral de la puerta.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Mayo 2017