Franz se arrepentirá de todo: Cap. 42


Por Ángel Ortega

—Cojonudo —dijo Franz—. Lo que nos faltaba. Una puta abominación metiéndose por el medio.

—Espera, me llaman —dijo Brigitte. Se colocó con rapidez el auricular y el micrófono que aún colgaban de su escote—. Sí. En Sintra.

—¿Qué pasa ahora?

—Bien —dijo Brigitte a su interlocutor—. Ahora mismo. ¿Qué hago con él?

—¿No estarás hablando de mí? —dijo Franz.

—De acuerdo. En cuanto termine, iré para allá.

Brigitte se quitó el intercomunicador y lo volvió a guardar entre sus pechos.

—Era Didier —dijo ella—. Me reclama. Creo que hay una especie de retirada general.

—¿Cómo que una retirada?

—Sí, todo el que sabe el origen del problema está retirando a sus equipos a algún escondite seguro.

—Joder. ¿Y nadie va a hacer nada?

—No lo sé. Pero desde luego Didier sí nos ha llamado a todos —dijo Brigitte.

—¿Habéis hablado de mí? —dijo Franz.

—Ah, sí, me dijo que te liquidara antes. Pero tranquilo, no lo voy a hacer. Me caes bien, ya te lo he dicho.

—Vaya, pues no sabes cómo te lo agradezco. ¿Las Mary Sues podéis desobedecer órdenes?

—Las Mary Sues podemos hacer lo que nos plazca —dijo Brigitte, poniéndose en jarras.

—Eso está bien. ¿Puedo pedirte otra cosa?

—¿Es una guarrada?

—No, no. Sólo es que me lleves donde está Fabrizio.

—De acuerdo. Tendré que desviarme un poco de mi camino, pero no importa. Está en el Hospital Psiquiátrico de Monte Cadalso.

—He oído que ese sitio es escalofriante —dijo Franz.

—Sí que lo es. Pero claro, no es extraño, sabiendo el tipo de males que se tratan allí. Han tenido bastantes problemas de financiación últimamente, así que está que se cae a pedazos.

—Vaya mierda.

—Te llevaré, pero te quedarás allí solo. Y como te he dicho, Fabrizio está como una regadera, así que poco podrás sacar de él, nada más que chifladuras y balbuceos.

—Creo que no tengo muchas más opciones —dijo Franz.

—Pues vámonos entonces —dijo ella.

Franz cogió su maletín, sacó cincuenta euros de él y lo dejó en la barra del restaurante, despidiéndose. Los camareros apenas se dieron cuenta de que se iba de lo ensimismados que estaban viendo las imágenes de destrucción que emitían por la televisión.

—¿Qué llevas ahí? —dijo Brigitte.

—Material —dijo Franz.

—¿Prefieres una bolsa más cómoda? Creo que tengo una mochila en el coche.

—No, muchas gracias. Así está bien.

Llegaron a donde Brigitte tenía aparcado el Mercedes SLS en el que ya habían viajado ambos. Al accionar el mando a distancia las puertas se levantaron a la vez.

—¿Puedo pedirte otra cosa? —dijo Franz.

—No, no te voy a dejar conducirlo —dijo Brigitte.

—Por favor.

—Entra de una vez. No me obligues a replantearme obedecer las órdenes que me han dado.

Franz entró sin añadir nada más. Las puertas se cerraron, el coche bramó y se lanzó a toda potencia, esquivando un autobús que estaba parado en medio de la calle.

El vehículo atravesó las carreteras como un cuchillo la mantequilla. Las curvas parecían rectas debido a lo estable de su comportamiento incluso a la velocidad endiablada a la que Brigitte lo mantenía. Pasaron la frontera y entraron en España. Una vez más, el mundo tenía pinta de estar medio vacío y apenas se cruzaron con nadie.

Tomaron el camino de Las Hurdes y atravesaron kilómetros y kilómetros de carretera de montaña. Si a Franz el mundo le había parecido desierto hasta entonces, ahora ya podía pensar que ellos dos eran los últimos habitantes de la tierra.

Llegaron al pueblo de Cadalso. Cruzaron la calle principal y la plaza mayor sin apenas aminorar la marcha. Sólo una vieja vestida de negro se asomó por un ventanuco al oír el estruendo del motor. Brigitte hizo varios giros en las callejuelas sin titubear ni un instante y tomaron un camino rural sin asfaltar. Franz miró atrás y solo vio una nube de polvo.

Cruzaron un pequeño bosque y tras un recodo del camino apareció una enorme tapia de piedra.

Brigitte frenó en seco.

—Hemos llegado. A partir de aquí es cosa tuya.

—Gracias por todo, una vez más, Brigitte.

—¿Qué hiciste con las gafas que te di, Franz?

—Ah, ya no las tengo, pero me prestaron un buen servicio. Ya sabes, están impregnadas de magia y todo eso.

—Pues no pienso darte otras.

—Lo entiendo —dijo Franz.

—Suerte, te va a hacer falta. Adiós, Franz.

Brigitte pulsó un botón y la puerta de Franz se abrió. Éste salió con su maletín en la mano y se quedó allí quieto.

La puerta bajó y se cerró con un chasquido. El coche rugió y aceleró, para desaparecer casi inmediatamente dejando solo el polvo tras de sí. Franz contempló cómo se alejaba con una sensación rara en el pecho.

Se volvió hacia el muro. Era muy viejo, de sillares grandes, y muchos de los intersticios de las piedras estaban llenos de pequeños brotes de plantas. Siguió la línea con la vista y vio que no muy lejos estaba la reja de la entrada.

Caminó hasta ella. En una chapa metálica medio borrada y cubierta de verdín ponía:

«MONTE CADALSO. FRENOPÁTICO»

El término «frenopático» ya indicaba que no era de una institución moderna ni especializada en los tratamientos más avanzados de salud mental. Se había abierto a principios del siglo veinte y habían sido pioneros en técnicas como la lobotomía y la terapia electroconvulsiva. Desde muy pronto empezaron a recibir pacientes involucrados en accidentes poco comunes como encuentros con abominaciones, asaltos y violaciones mentales por alienígenas y cosas por el estilo. Luego dejó de ser un instituto de investigación en la mejora de estos males para convertirse en un pudridero destinado a encerrar para siempre a los casos perdidos de roturas terminales del tejido consciente. De hecho, en Francia, Inglaterra y otros países de Europa, que solían enviar con regularidad a sus pacientes más devastados, llamaban a la institución «Oubliette».

El olvidadero. Un lugar donde arrojar a alguien para olvidarse de él.

Franz sujetó el portón por uno de los barrotes y empujó un poco. Estaba abierto.

Empujó del todo y la reja chirrió con un sonido desagradable. Franz cruzó el umbral.

El edificio estaba en un alto y mostraba cómo su arquitectura había ido creciendo de manera orgánica, desarrollando nuevas alas según se habían hecho necesarias, cada una de ella con menos presupuesto que la anterior. Casi todas eran naves largas de ladrillo oscuro con ventanales sucios, aunque algunas tenían concesiones a la estética como pináculos y contrafuertes curvos. En el centro de aquella maraña de construcciones superpuestas había una torre con un reloj sin agujas, un chapitel medio destrozado y una veleta enorme, con la figura de un gato con el lomo erizado.

El espacio que le separaba del edificio había sido en algún momento un jardín, lo que se podía deducir por la diferente textura del suelo y las pocas ramas muertas y raíces secas que había por todas partes. A su izquierda estaba el esqueleto metálico de algo que podría haber sido el armazón de una rosaleda de la que no quedaba nada más que algún tronco reseco y espinoso muerto hacía años.

Aunque el enclave, las montañas y los pueblos de alrededor eran húmedos, parecía que el hospital tenía un microclima desértico, como si estuviera maldito o afectado de contaminación radiactiva.

Una bandada de pájaros negros emprendió el vuelo desde el lado contrario a la rosaleda. Sólo faltaba un cementerio anónimo, pensó Franz. Miró con detalle y descubrió alguna lápida y cruz de piedra casi tocando el muro del fondo. Pues no, pensó, no le faltaba ni eso.

En medio del camino hacia la puerta principal había una silla de ruedas que se movía por el viento, chirriando levemente.

—Ya siento cómo mi salud mental mejora —dijo Franz, echando a andar hacia la puerta.

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© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Mayo 2017