Por Ángel Ortega
—Perdón —dijo Franz—, ¿cómo ha dicho?
—El señor Wong Antoine Wang le espera —el tipo de negro le invitó a acercarse al Maybach.
Le abrió la puerta y Franz entró. Allí había un hombre de rasgos entre orientales y africanos, con un traje azul marino, camisa blanca y corbata rosa. En cuanto le vio asomar le dijo:
—Adelante, tome asiento, por favor.
Franz lo hizo.
—Así que es usted Franz Hauzman, ¿verdad? —le dijo, tendiéndole la mano.
—Pues sí… —Franz se la estrechó.
—Seguramente usted no sabe quién soy yo. Mi nombre es Wong Antoine Wang y soy el presidente del gobierno del mundo. O, más concretamente, presidente delegado en jefe de la confederación de gobiernos de las comunidades y naciones del mundo.
—Pues tiene razón, no tengo ni idea de quién es usted. Ni siquiera sabía que existiera un cargo como el suyo.
El presidente se rio, algo forzadamente.
—Claro que no. Siempre hay otros cargos menores que me roban todo el protagonismo, sobre todo en ciertos países, que solo han aceptado el gobierno del mundo a regañadientes.
—¿Y en qué puedo ayudarle, señor Weng?
—Wang. Llámeme Wang. O Wong.
—Muy bien, señor Wong.
—Por favor, solo Wong. O solo Wang.
—Como quiera, señor presidente.
Volvió a reírse, para de inmediato poner el semblante más serio que podía imaginarse.
—Como sabe, una terrible calamidad aflige al mundo.
—Créame, lo sé muy bien.
—Sé que lo sabe. Algunas de mis fuentes le señalan a usted como causante principal de la catástrofe…
—Eso no es cierto, señor presidente —interrumpió Franz—. Sé que según se mire podría parecerlo, pero yo no soy nada más que un peón en todo esto.
—Ya, ya. Sólo quería comentarle que hay quien lo afirma, pero mi gabinete de asesores tiene una idea muy diferente de lo que ocurre. Sabemos que hay una gran conspiración para echarle el muerto a usted, sobre todo proveniente de algunos personajes del lado oscuro muy influyentes que, al parecer, no le quieren a usted bien.
—No tengo ni idea. Yo soy un tipo inofensivo.
Wang soltó otra vez sus carcajadas fingidas.
—Puede usted decir que no es el responsable, pero de ninguna manera le calificaría de inofensivo. Un departamento entero de mis servicios de seguridad y contraespionaje está siguiendo todos sus movimientos y, le aseguro, algunos de mis hombres más aguerridos están fascinados con su capacidad para salir del paso en situaciones complicadas.
—Vaya, es usted muy amable —dijo Franz.
—No todos están de acuerdo, claro, hay también quien afirma que todo lo que a usted le pasa no es más que una sucesión de clichés y que no hay ningún plan establecido, sino que se va inventando sobre la marcha.
—Eso de ninguna manera —dijo Franz, algo ofendido—. Puedo aceptar que yo mismo no planifico más de un paso adelante, pero estoy seguro que todo lo demás tiene un porqué perfectamente delimitado.
—Bien, no seré yo quien lo discuta —dijo el presidente—. No he venido aquí a hablar de eso. Estoy aquí en representación de un grupo de personas muy importantes que tienen intereses tanto económicos como humanitarios en juego y que podrían ver cómo su posición se ve comprometida si los acontecimientos se desarrollan de alguna manera adversa.
—No le sigo.
—Sí, he venido a hacerle una oferta.
—Vaya. Soy todo oídos.
—Estas personas influyentes de las que le hablo están dispuestas a entregarle una muy importante suma de dinero a cambio de que corrija este embrollo y todo vuelva a ser como antes.
—Así que una importante suma de dinero, ¿eh? —dijo Franz—. ¿Cómo de importante? ¿De cuánto estamos hablando?
—Bueno, solo puedo contarle una parte —dijo el presidente, girándose y sacando un maletín—. Si usted acepta su compromiso, se le entregará esta cantidad a cuenta como muestra de buena fe.
Franz dejó el dinosaurio de plástico encima del asiento, cogió el maletín, lo puso sobre sus rodillas y lo abrió. Estaba a rebosar de billetes de diferentes monedas, libras esterlinas, euros y dólares americanos reconocibles de un vistazo. Había otras muchas.
—Vaya, sí que parece una pasta —dijo Franz.
—Lo es. Y esto es un uno por ciento de lo que acabaría cobrando si todo se soluciona.
La oferta era tentadora.
—¿Y qué tengo que hacer exactamente?
El presidente volvió a soltar su risotada. Franz empezaba a encontrarla irritante.
—Sólo tiene que aceptar y el puesto es suyo. El resto se le entregará a la terminación de la misión.
—¿Y ya está?
—También me tiene que decir cuál será su siguiente paso.
—Ah.
Franz no tenía un siguiente paso en mente.
—Ya sabemos, —dijo el presidente— y usted lo corrobora, que todo lo va improvisando sobre la marcha, pero necesito saber qué más va a hacer ahora para poder entregarle el dinero. Si no, me temo que no habrá trato.
—Claro.
Franz recordó que en su bolsillo llevaba la última hoja de «La Séptima Rapsodia» en la que Calatrava había escrito dónde estaba escondido el bloc de notas de viaje en el tiempo y las instrucciones para acceder a él.
—¿Tiene un pañuelo? —preguntó Franz.
El presidente se quedó quieto un instante.
—Claro —lo buscó y se lo entregó.
Franz envolvió su mano en el pañuelo y se la metió en el bolsillo, sacando la hoja de papel arrugada.
—¿Qué es? —preguntó Wang, cogiendo unas gafas de ver de cerca y poniéndoselas. Acercó su índice y su pulgar hacia la hoja.
—Tenga cuidado: no lo toque directamente, que es peligroso.
—Vaya —echó la mano para atrás.
—El causante de la Anomalía está buscando un dispositivo de viaje en el tiempo para terminar de destruirnos a todos. Aquí tengo la ubicación exacta.
—¿Puedo verlo? —preguntó el presidente.
—Sí —Franz desdobló el papel con sumo cuidado, sujetándolo por las esquinas.
Wang se acercó y leyó con atención el párrafo escrito a mano.
—Vaya —dijo abriendo mucho los ojos—. Eso sí que es revelador. Nadie lo hubiera dicho.
—Efectivamente —dijo Franz.
—Así que este será su siguiente paso: apoderarse de ese objeto y ponerlo a buen recaudo.
—Eso es.
Wang se incorporó y suspiró.
—Bien. Por lo que veo, no será una tarea fácil, pero supongo que por eso le vamos a pagar a usted esta fortuna —dijo el presidente, guardándose las gafas.
—Entiendo que usted tendrá que reunirse con sus socios para hablar sobre esto, pero le recuerdo lo críticos que son los detalles concretos de la ubicación del dispositivo.
—Oh, sí.
—Bien, pues entonces, ¿qué?
—Oh, tenga —le ofreció de nuevo el maletín—. Es suyo. Empléelo en lo que necesite. Supongo que tendrá que hacer acopio de material o contratar a alguien.
Franz no había pensado en nada de eso.
—En efecto. Gran parte del presupuesto se irá en los preparativos.
—Pues no lo demoremos más. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted?
Franz pensó rápido.
—Sí —dijo—. Tengo que entrar en contacto con alguien para ir formando mi equipo, así que, si pudiera dejarme en Sintra, estaría bien. No está muy lejos de aquí.
—Claro, eso está hecho.
El estómago de Franz rugió de hambre.
El presidente hizo un gesto por la ventanilla y el tipo de traje, que se había mantenido cuadrado junto a la puerta, le invitó a seguirle. Franz se despidió, pero Wang no dijo nada, solo alzó la mano.
Franz siguió al guardaespaldas y se montó con él en el Hummer H2 que estaba el primero de la fila. Le comentó dónde iba al conductor y éste asintió sin decir una palabra. Cogió un walkie-talkie, dijo algo que no pudo entender y se puso en marcha. Franz miró por el retrovisor cómo el resto de la comitiva daba media vuelta y se largaba a toda velocidad. Guardó el dinosaurio de plástico dentro de su maletín, lo cerró y lo dejó junto a los pies.
El viaje a Sintra duró menos de lo que esperaba. El conductor se mantuvo callado durante todo el trayecto, respondiendo solo con murmullos a las indicaciones de Franz. Le dejó en una de las calles del centro y se largó.
El siguiente paso de Franz era comerse un guiso de cataplana en un restaurante que él conocía. Sólo pensar en los trozos de pescado le hacía salivar.
El camarero, que le recordaba de otras veces, le saludó efusivamente. Ambos charlaron de lo difícil que estaba todo, de cómo el mundo se había vuelto loco y de qué forma eso estaba afectando al negocio.
El local era muy antiguo, tan decorado de trastos marineros viejos que parecía una covacha o la bodega de un carguero varado. Las paredes tenían bastante mugre, pero aquello le daba un toque que a Franz le encantaba. Pronto el olor a pescado hizo que su estómago rugiera de nuevo.
Se terminó dos tercios de Super Bock de un trago y volvió a recordar por qué valía la pena vivir.
Finalmente el guiso llegó en el peculiar recipiente en el que en aquella maravillosa ciudad servían la comida. La primera cucharada le quemó el paladar, pero tenía tanta hambre que no quiso esperar.
Alguien se plantó delante de su mesa y le tapó la poca luz que entraba por la ventana.
Cuando iba a decirle que se apartara, descubrió ante él a una mujer de curvas marcadas, pantalones cortos y top ajustado, cruzada de brazos. Buscó su cara y encontró familiares las angulosas facciones, las gafas oscuras y la coleta de caballo.
—¡Brigitte! —dijo, con la boca llena.
—Vaya, Hauzman, haciendo lo que más te gusta, ¿eh?
Pese a que los últimos momentos entre ellos habían sido de camaradería, no debía olvidar que ella era un producto del jodido psicópata de Didier y cumplía sus órdenes directas, así que echó un poco la silla hacia atrás y se puso en guardia.
El camarero llegaba con una ración de queso y pan y se quedó hipnotizado mirándole el culo durante un instante.
—Pues sí —dijo Franz—. Te he echado de menos en alguna ocasión.
—Bueno, por lo que yo sé, no se te ha dado demasiado mal sin mí —dijo ella, con su cálida voz de contralto—. Dicen que tú también tienes algo de Mary Sue.
—¿Yo? Vamos, no jodas.
—Y no solo eso, sino que últimamente te codeas con gente muy importante.
—Eso sí —dijo Franz—. Pero que muy importante.
El camarero dejó lo que traía sobre la mesa y le ofreció una silla y algo de beber a Brigitte. Ella aceptó la silla, rechazó la bebida y se sentó frente a Franz.
—Tengo noticias sobre Fabrizio.
—¿Ah, sí? ¿Le habéis encontrado? —dijo Franz, como si le importara.
—Sí, ya sabemos dónde está. Aún no hemos ido a verle porque desde allí no puede ir muy lejos, así que no hay prisa. Y hemos averiguado algo: él no cogió el dispositivo de viaje en el tiempo del Almacén de San Gimignano.
—Pues… vaya. Yo pensaba que sí.
—El reloj apareció entre las ruinas. Está echado a perder.
—Lo siento —Franz pinchó un trozo de pescado, lo sopló y se lo metió en la boca.
—Pero, aparentemente, hay otro dispositivo, que es el que realmente busca Sys-EM3N.
—¿Sí? —dijo Franz, quemándose la lengua.
—Sí. Hay otro, mucho más conveniente. Es un bloc de notas. Escribes en él a qué tiempo quieres ir, y zas —dio una palmada—, allí te manda.
—Vaya, sí que es conveniente.
—Tú no sabrás nada de eso, ¿verdad?
—Ni idea —dijo Franz, echando otro trago a la cerveza.
—Hay quien dice que Lukasz y tú se lo robasteis a La Cabeza.
—¿Yo? De ninguna manera. ¿Por qué iba yo a hacer algo así?
Franz se dio cuenta de que el ruido en el restaurante había ido en aumento y que cada vez le costaba más escuchar a Brigitte. Miró hacia la barra y vio un montón de gente congregada allí, alrededor de un televisor, en el que aparecía un locutor dando una noticia. Alguien pidió que subieran el volumen.
—Pasa algo —dijo Franz. Brigitte también se volvió.
El hombre de la pantalla dio paso a unas escenas en directo. Se trataba de una toma aérea, seguramente desde un helicóptero, del parlamento y el Big Ben, en Londres. Todo estaba lleno de columnas de humo y llamas.
Franz se levantó para acercarse al televisor, y Brigitte le siguió, en silencio.
El helicóptero giraba alrededor de los edificios y enfocó, con un zoom titubeante, hasta una casa antigua que se derrumbaba. Una gran nube de polvo lo envolvió todo y, cuando se disipaba, dejó paso a una gran figura informe que se desplazaba con esfuerzo. Era remotamente parecido a una araña, pero tan grande como la más alta de las torres que se podían ver. Tenía muchas patas, cada una de un grosor y longitud, con el aspecto amorfo de algo que había crecido sin control.
Una de las patas cruzó muy cerca de la aeronave y se pudo apreciar que estaba hecha de una mezcla de metal retorcido y oxidado y materia orgánica. El corazón de Franz dio un vuelco.
El operador que grababa perdió durante un tiempo la imagen, hasta que volvió a centrarse en aquella monstruosidad que avanzaba aplastándolo todo. Acercó el zoom hacia donde se esperaba que podría haber una cabeza, pero solo había un informe amasijo de cables, mecanismos y trozos bulbosos de carne. Un poco más abajo mostraba una gran plancha metálica, con manchas marrones como de sangre u óxido. En ella había una inscripción.
La cámara la enfocó. Estaba organizada en dos líneas.
La primera era un bloque de símbolos que Franz no conocía, pero que parecían de alguna grafía indostánica.
La segunda línea la formaban caracteres latinos. Pese a estar medio borrado como si fuese muy antiguo, el texto se leía claramente:
«KRASHNA».
—Me cago en la puta.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Abril 2017