Por Ángel Ortega
El aspecto exterior de «La Séptima Rapsodia», el libro más peligroso del mundo, no le hacía justicia y resultaba engañosamente anodino. Ninguna inscripción en las tapas, tamaño medio, hojas amarillentas…
El libro fue escrito por Byron Bierce, un marino borracho y alborotador que, tras despertarse resacoso y dolorido en una bodega sin recordar nada de la noche anterior, encontró la portuaria ciudad de Gothmouth invadida por un ejército de esqueletos. Después de recorrer la ciudad recuperando los tres objetos perdidos del tiempo (el gnomon de un reloj de sol, el contenido de un reloj de arena y el segundero del reloj del campanario de la iglesia) ayudado por un misterioso gato parlanchín, recopiló todo el conocimiento que había atesorado en su lucha contra el lado oscuro en el reverso de las hojas de un grimorio aún más antiguo que fue encontrando por el camino. Pese a ser un alcohólico sin apenas cultura, su acierto en la elección de las palabras sumado al poder que ya tenían las páginas en sí mismas ocasionaron una concentración de fuerza y maldad que hasta ahora no ha podido ser reproducida ni siquiera comprendida. Hay quien dice que el texto en sí no tiene ningún sentido, pero también que su sola lectura produce amnesia y demencia.
La cubierta era de piel humana; concretamente, del muslo del mismo Byron Bierce. Encerrado en una mazmorra durante meses, pudo sobrevivir comiéndose a sí mismo y para matar el tiempo se dedicó a curtir su propia carne y así poder encuadernar su volumen. También se dice que es el único libro que ha sido juzgado y condenado a muerte repetidas veces, pero por unas razones u otras siempre ha salido indemne, sembrando el caos y la masacre en su huida.
Todas estas historias desquiciadas, unidas a otras muchas seguramente apócrifas, envolvían «La Séptima Rapsodia» en un halo de misterio y horror que él mismo utilizaba a su favor en sus crímenes.
Así que Franz no tenía ninguna gana de vérselas con él.
El libro se mantuvo en el escritorio, quieto sin hacer nada, mirándole con su expresión inexistente. Franz le aguantó la mirada durante un instante.
Franz escudriñó a su alrededor en busca de alguna herramienta o cobertura para poder manipular el libro sin tocarlo directamente. Abrió los cajones del escritorio pero todos estaban vacíos. Algo tan sencillo como un abrecartas o un lápiz podría ayudarle a pasar las páginas sin riesgo, pero por allí no había nada parecido.
De un anaquel de al lado cogió una versión antigua de un libro llamado «Terra Incognita» que Franz no conocía. Le arrancó las tapas, que eran de cartón duro, y separó portada y contraportada para poder usarlas como herramientas. Golpeó una contra la otra para probar su resistencia.
Se acercó al libro homicida y lo sujetó con ambos trozos de cartón, como quien recoge un bizcocho del horno. De un tirón le dio la vuelta.
Un ruido sordo, como el gruñido de un perro, salió del libro. Franz dio un paso atrás.
Se quedó quieto un instante a la expectativa.
Con mucho más cuidado, ya con la parte trasera del libro a la vista, repitió el proceso de manipulación pero sujetando solo la contraportada, con la intención de acceder a la última página del interior, donde supuestamente Calatrava había escrito la localización del bloc de notas robado a La Cabeza.
El proceso era trabajoso, ya que los dos trozos de cartón no eran todo lo rígidos que le convenía y además el pulso le temblaba. Sujetó la esquina del libro y éste volvió a soltar un gruñido. Franz suspiró, manteniéndose inmóvil por un instante, esperando a que se calmara.
Detrás de él sonó un ruido como de alguien o algo arrastrando los pies.
Franz miró de reojo sin mover la cabeza, pero no vio nada.
Continuó el proceso de abrir «La Séptima Rapsodia», aún más despacio. El libro seguía emitiendo un gruñido, pero se parecía más al ronroneo de un gato, lo cual no lo hacía menos inquietante. Cuando la contraportada formaba casi un ángulo recto y ya podía ver que había algo escrito a mano en la última hoja, el ruido de pies arrastrando volvió a sonar. Un aliento maloliente le movió los pelos de la nuca.
Algo le tocó en el hombro.
Franz se giró de repente y descargó su puño contra lo que había detrás de él. Un montón de sangre le empapó los nudillos y sintió un material blando y esponjoso entre los dedos.
Su puño estaba incrustado dentro de la cabeza de Figueroa, a la que le faltaba la mitad derecha y la mandíbula. Franz sacó instintivamente la mano, llevándose gran parte de los sesos con el movimiento.
El golpe terminó de ser fatal para el moribundo Figueroa y éste se desplomó hacia un lado.
Franz se limpió los trozos de cerebro en los pantalones y contempló el cadáver de Figueroa. Sin duda algo le había machacado sin piedad, y le resultaba sorprendente cómo había podido siquiera seguir caminando faltándole media cabeza. También tenía un pie colgando y el pecho completamente ensangrentado.
Al verle, Franz recordó cómo la última vez que le vio vivo éste hacía gestos como de llevar algo pesado en la muñeca derecha. Se agachó, levantó la manga y comprobó que portaba una especie de brazalete blanco, del mismo material plástico muy pulido del que estaba hecha Kiyoko, la robot de rasgos orientales. Sin duda era un dispositivo de una tecnología semejante. Y quizá por eso ella le obedecía.
Merecía la pena llevarse aquello. Por si acaso.
Trató de quitárselo, pero no era tan ancho como para que pasase por la manaza de Figueroa. Seguro que llevaba algún tipo de anclaje o cierre. Franz lo giró una y otra vez buscándolo, pero no encontró nada. Lo mejor, pensó, será cortarle la mano.
De repente un nuevo temblor sacudió el edificio.
Franz permaneció de rodillas y se cubrió la cabeza con ambas manos. El techo de madera crujió y un par de tablas cayeron al otro lado de la estancia.
Pero el temblor no cesaba. Las paredes empezaban a resquebrajarse.
Quizá era buena idea salir pitando de allí.
Olvidó el brazalete de Figueroa y volvió a su ocupación anterior: el texto escrito en la última página de «La Séptima Rapsodia». Recogió los dos trozos de cartón que habían quedado por el suelo e intentó de nuevo abrir el libro. Éste se había cerrado solo. Hizo fuerza, pero le fue imposible.
Franz bufó.
—Si me dejas ver tu última página, te sacaré de aquí antes de que el edificio se venga abajo —dijo, con la esperanza de que el libro le escuchara.
El suelo se meneaba como si fuera el de un barco, así que Franz tuvo que separar las piernas para no caerse. El libro se mantuvo quieto un momento pero al final abrió su contraportada, mostrando la última página.
Franz miró y vio un párrafo escrito a mano, indudablemente con la letra de Calatrava. Lo leyó con detenimiento.
—¡Vaya! —dijo en voz alta—. Quién lo hubiera dicho.
Rápidamente, Franz plantó el antebrazo derecho sobre la contraportada del libro de forma que solo la tela de su camisa la tocaba, sujetó con fuerza la última página con la mano izquierda y la arrancó.
El libro estalló de ira y gritó como un demonio. Franz se guardó la página en el bolsillo, recogió el dinosaurio de plástico del suelo y salió corriendo de la habitación. Otro par de trozos de madera se desprendieron del techo según salía.
Los escalofriantes aullidos del libro aún se oían cuando cruzó los salones y los pasillos sembrados de escombros. El polvo hacía casi imposible ver nada.
Finalmente, encontró la puerta principal y salió al jardín. La mansión Figueroa seguía crujiendo como un cascarón en medio de una tormenta.
Paró un instante para recuperar el aliento, escupió y continuó la marcha al trote. Alcanzó la garita donde el guardia había dejado la escopeta que le había quitado, pero ninguno de los dos estaba allí. Franz blasfemó y siguió su camino hasta la calle.
Ya no quedaba nadie. El portón de salida estaba abierto de par en par.
Franz salió al exterior y contempló el edificio, que aún temblaba. El ala oeste ya solo era un montón de escombros y tarde o temprano toda acabaría igual, pero él no pensaba quedarse hasta el final.
El Pontiac Solstice ya no estaba donde él lo había dejado aparcado; Greyland lo había usado para huir. Jodido inglés cobarde.
Franz se sentó en el suelo. Estaba agotado. Sólo quería un par de cervezas y un buen plato de lasaña, o unas setas a la plancha con salsa al ajo tostado.
Por la derecha apareció un Hummer H2 negro y reluciente a toda velocidad, que paró unos metros más allá de él. Tras él vinieron dos más, igual de limpios e igual de negros. Un Maybach 62 S azul marino seguido de otros dos todoterrenos derrapó en la grava y estacionó justo delante de él.
Franz se incorporó de un salto.
—¿Qué cojones pasa ahora?
Unas cuantas puertas se abrieron y de ellas salieron sendos tipos grandes como armarios, con traje negro, camisa blanca y gafas oscuras. Formaron una especie de corro alrededor del Maybach, que claramente era un modelo acorazado.
Franz se puso en guardia con los puños listos como un boxeador.
Uno de los tipos trajeados se le acercó.
—¿Franz Hauzman? ¿Es usted Franz Hauzman?
—Sí. ¿Qué quiere?
—Acompáñeme. El señor Wong Antoine Wang, presidente del gobierno del mundo, quiere hablar con usted.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Abril 2017