Por Ángel Ortega
El siguiente paso no era muy apetecible: volver por donde había llegado, es decir, cruzar de nuevo la fístula espacio-temporal hasta la mansión Figueroa, que la última vez que la vio se estaba viniendo abajo por la pelea entre el demonio y Kiyoko, la japonesa mecánica. Pero claro, la alternativa, tratar de resolver todo en la realidad en la que ahora estaba, con todas las diferencias que podía haber, no era mucho más tentadora.
Franz era un hombre de acción y poco dado a las investigaciones sutiles que conllevaría aprender cómo funcionaban las cosas allí, así que decidió que volvería a la suya, partiendo un par de morros por el camino si era necesario.
—Pues bien. Me voy —le dijo a Lukasz, que permanecía sentado como un pasmarote. Se enfadó al verle ahí tirado esperando a que él le resolviera los problemas pero, claro, igual su inmovilidad no era pereza sino consecuencia de que el verdadero Lukasz estaba convertido en líquido en la realidad que compartían.
—Ten cuidado —le dijo Lukasz.
—Bah —respondió Franz, giró sobre sus talones, y se alejó al trote.
Cruzó las estancias de vuelta, bañadas en la peculiar iluminación verdosa, hasta que encontró las escaleras. Bajó los escalones de dos en dos y llegó a la puerta metálica con la mancha de la mano ensangrentada.
La sola idea de atravesar otra vez aquel espacio en suspenso, con su oscuridad, sus ruidos raros y sus raíles absurdos resultaba tediosa. Al menos ahora tenía un bastón para protegerse en caso de que alguna presencia terminara por manifestarse.
Abrió la puerta, entró y cerró detrás de sí. La sensación de desasosiego volvió a inundarle.
Con el bastón en una mano y el dinosaurio de plástico en la otra siguió las vías. Otra vez sonaron los clics. Otra vez encontró raíles cruzados que se incrustaban en la piedra, incluso más numerosos que la primera vez. El camino era más tortuoso y menos recto que en el viaje de ida.
A su espalda sonó algo nuevo, parecido a un aleteo.
Franz se volvió. Esperó unos instantes. Ni batir de alas, ni clic-clic, ni nada.
Continuó su caminata hacia el otro lado. La fosforescencia osciló y decayó hasta casi desaparecer.
Delante de él había algo que no estaba antes. Era grande, de líneas rectas y obstruía el camino. Franz se acercó con cautela, aminorando el paso.
Cuando estuvo a menos de un metro, la oscuridad era total. Tanteó con el bastón y notó que era un cuerpo inanimado y duro.
Era una vagoneta.
Trató de sortearla por un lado o por el otro, pero era imposible: los bordes casi rozaban las paredes. Así que solo quedaba una cosa. Y era pasar por encima.
Franz ya empezaba a temerse qué ocurriría después: subiría a la vagoneta para cruzar al otro lado y en ese momento ésta se pondría en marcha. Le entraría el pánico. El público se partiría de risa. Monstruos horrorosos surgirían de las tinieblas y él tendría que repelerlos a bastonazos. La monda.
Sin embargo, no ocurrió nada de eso y bajó de la vagoneta indemne.
Un par de pasos más allá llegó a la puerta, que no estaba cerrada del todo.
Franz recordaba haberla cerrado.
Qué cojones, se dijo a sí mismo.
La abrió y cruzó al otro lado.
La escalera estaba allí. El tipo muerto, con su traje negro y su cabeza ensartada en el trozo de barandilla, también. Muchos más cascotes cubrían los escalones, pero al menos la mansión no parecía temblar como antes.
Pasó como pudo por encima de los pedazos de hormigón que bloqueaban el paso. La subida fue lenta y fatigosa hasta que alcanzó el rellano del piso superior.
Un ligero temblor sacudió todo a su alrededor. O la lucha continuaba, o la casa estaba tan dañada que acabaría por derrumbarse.
Aún fresco en su memoria el camino hacia el despacho, lo encontró fácilmente. Entró, y aunque la iluminación y algunos elementos decorativos eran diferentes, pudo reconocerlo sin problemas.
Se acercó al escritorio y trató de abrir el cajón derecho, donde esperaba encontrar la cantimplora que albergaba la versión líquida de Lukasz. Estaba cerrado con llave.
Miró por la mesa y por la estantería de al lado y no encontró ninguna llave. Franz bufó.
Trató de forzar el cajón con el bastón, pero éste era mucho más endeble de lo que le había parecido al cogerlo del otro lado y se deshacía como si estuviese hecho de mondadientes usados pegados con mocos. Franz recordó haber oído que los objetos traídos de dimensiones paralelas pierden cohesión y se rompen fácilmente.
Perdió la paciencia y volcó la mesa, emprendiéndola a patadas con ella. Con determinación consiguió destrozarla por completo hasta que el cajón se desprendió. Por el suelo rodaron varios objetos, entre ellos la cantimplora.
Era más moderna que la que había visto en la realidad alternativa. y tenía una etiqueta autoadhesiva en la que ponía «Lukasz Paski».
La cogió y se fue a buscar un retrete. En aquel piso los daños eran aún mayores y avanzar suponía un gran esfuerzo de esquivar escombros y sortear grietas. Al fin encontró uno. El espejo estaba desplomado y hecho añicos sobre el lavabo y tuvo que darle un par de golpes para desencajarlo del todo y poder pasar hasta la taza del inodoro.
Cuando levantó la tapa, se dio cuenta de que se estaba meando. Se dispuso a hacerlo pero se le ocurrió una despedida especial para Lukasz como premio por haberle tomado el pelo: desenroscó el tapón de la cantimplora y meó dentro. Tanto tenía que evacuar que se desbordó un poco y se mojó los dedos.
Cerró la cantimplora y la agitó unas cuantas veces como si fuera una coctelera. Chúpate ésta, Lukasz. Se rio y esperó un instante a que la mezcla de líquidos se asentase.
Finalmente abrió el tapón de nuevo y volcó el contenido en el retrete. Cuando el recipiente se vació, apretó el pulsador y la cisterna descargó y cambió el fondo amarillo verdoso por uno más transparente. Algo debía fallar en el suministro de agua porque no se volvió a llenar, probablemente por los daños en la estructura del edificio.
Tiró la cantimplora al suelo. La buena acción del día estaba hecha: ahora tenía que encontrar el libro.
Abandonó el servicio y deambuló por las ruinas. Vio un acceso impracticable y confió en que la habitación de los libros asesinos no estuviese por ahí.
Algunas nuevas convulsiones de la estructura le acompañaron.
Atravesó un pasillo cuyo techo se había derrumbado y que mostraba unos cables amenazadores que soltaban chispas.
Tuvo que apartar unos anaqueles que habían volcado su cargamento de libros contra el quicio de la puerta para poder pasar.
Finalmente el portón de las cariátides apareció tras un recodo. Una de ellas estaba inclinada hacia fuera y su cabeza reposaba en el suelo, con la nariz machacada.
Abrió las dos hojas de la puerta de par en par y accedió a la estancia. Era mucho más oscura que el resto de la mansión Figueroa: los vidrios emplomados tenían patrones romboidales y eran de colores rojos y púrpura, como en una imitación cutre del salón de La Máscara de la Muerte Roja. Pero, en fin, si se trataba de decorar un biblioteca llena de libros homicidas, toda precaución era poca, y aquella ambientación feísima podía entenderse como un aviso.
Afortunadamente, el techo de madera con arabescos parecía haber aguantado mejor que el resto del edificio. Sólo el mobiliario, consistente en unas cuantas sillas, una mesa y una papelera, mostraban algún indicio de lo que había pasado.
Las paredes estaban cubiertas, como casi toda la mansión, de estanterías hasta el techo, llenas por completo de libros. Buscar allí algo iba a ser una tarea de años.
Pero un libro tan peligroso como «La Séptima Rapsodia» no podía estar colocado a lo loco entre ejemplares más inofensivos, aunque solo fuese por el riesgo de rozarlo sin querer. Tenía que estar separado del resto y resguardado de alguna forma.
Al fondo había un escritorio de persiana.
Franz se acercó y lo abrió. Allí solo había un tomo, no muy grueso, con unas tapas anodinas de piel color carne. No tenía ninguna inscripción, ni en la portada ni en el lomo.
Lo había encontrado.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Abril 2017