Por Ángel Ortega
Al otro lado de la puerta metálica, Franz se encontró de nuevo al pie de la escalera por la que había huido del derrumbamiento de la mansión Figueroa.
Franz giró y examinó la puerta: el mismo aspecto, la misma huella de una mano ensangrentada reseca, las mismas manchas de óxido.
Era como si hubiese caminado en círculos dentro del túnel.
Pero Franz se dio cuenta de un detalle: en el hueco de la escalera no estaba el tipo de negro que había caído mientras él bajaba, ni el trozo de barandilla desprendido de arriba, ni los múltiples restos de objetos rotos que había antes. Todo estaba recogido y reluciente.
O alguien lo había limpiado a toda prisa, o no estaba realmente en el mismo sitio.
La casa no temblaba.
Y todo estaba iluminado por un resplandor ligeramente verde. Franz no distinguía bien los colores, así que no estaba del todo seguro, pero casi podía afirmarlo.
Así que la fístula no era un bucle. Aquello era, por mucho que él mismo se hubiera negado a aceptar el concepto en el pasado, una realidad alternativa.
Se miró las manos, para asegurarse de que no tenía zarpas, siete dedos o pies de pato. Nada, eran normales, y el dinosaurio de plástico igual que lo recordaba.
Empezó a subir los escalones, movido por la curiosidad, pero sin bajar la guardia. Llegó hasta un descansillo aparentemente igual que el que había traspasado en la otra realidad. Cruzó varios pasillos y algunas salas, completamente deshabitadas, y cubiertas por cientos de anaqueles llenos de libros. Todo era exactamente igual, salvo la falta de gente y el levísimo tono verdoso.
Así estuvo un buen rato paseando por la mansión. Contempló los manuscritos encerrados en metacrilato, las dagas antiguas, y hasta llegó a la urna de la que había sacado del Monoclonius de juguete, que estaba vacía. Aquello era una réplica casi exacta de la realidad de la que provenía.
Buscó el acceso a la sala donde había despertado y en la que habían estado encadenados Greyland y el demonio, y la encontró: abrió la puerta con cautela y se asomó. De nuevo, todo era como una versión en calma y deshabitada de la enloquecida realidad. Los dos grilletes colgaban inmóviles de la pared. Las mismas estanterías llenas de libros. El mismo diván.
Pero en medio del inquietante silencio, escuchó un ruido leve como el rascar de un ratón.
Se puso raudo en guardia, tratando de adivinar el origen.
Durante unos instantes no oyó nada.
Luego volvió a sonar. Venía de una habitación cuya puerta estaba cerrada.
Estiró el brazo hasta un paragüero y cogió un bastón. Lo sopesó, lo juzgó suficiente y se acercó a la puerta.
Puso el oído sobre la madera y esperó.
Nada.
Otra vez el ruido: ya no sonaba tanto como unas uñas rascando como una respiración lastimera.
Tomó el picaporte con sumo cuidado y lo accionó despacio. La puerta colaboró mostrándose completamente silenciosa. La abrió casi por la mitad y asomó la cabeza.
Era un despacho, también forrado de madera, con una lámpara dorada y apliques en las paredes a juego. Había un escritorio en el centro y un sofá chester al lado de una cortina.
En la butaca, frente a la mesa, había una figura que le resultó familiar.
El hombre tenía un gesto de aflicción o de derrota. En la mano sujetaba un recipiente metálico cubierto por un forro marrón y tapón a rosca, atado con una cadenita.
Era una cantimplora.
Al final lo reconoció: el hombre era una copia exacta de Lukasz Paski.
Franz abrió la puerta del todo y pasó al despacho, con el bastón en alto.
Lukasz le miró y su cara se iluminó.
—¡Franz Hauzman! Por fin.
Franz se mantuvo en guardia.
—¿Quién eres? —dijo Franz.
—¿No me reconoces? Soy, Lukasz, Lukasz Paski.
—No. Quién eres en realidad. Lukasz Paski está muerto.
El rostro de Lukasz volvió a su semblante triste.
—Ojalá eso fuera verdad. No, no estoy muerto. Es algo mucho peor.
Franz miró la cantimplora que Lukasz tenía en la mano.
—He oído que estás prisionero en… en un recipiente como ése —dijo Franz.
Lukasz lo elevó un poco para ponerlo ante sus ojos. La cadena tintineó.
—Es la tortura más horrible que se puede concebir —dijo.
—No lo dudo.
—Tienes que sacarme, Franz.
—¿Yo? ¿Por qué? Me tuvisteis engañado todo el tiempo. Calatrava y tú me mandasteis a ayudarte a robarle algo valioso a La Cabeza diciéndome que era un caso urgente. Pretendisteis sacar tajada sin ofrecerme nada a cambio.
—Sí, es cierto —dijo Lukasz—. No me enorgullezco de ello. Sé que si te hubiéramos hecho partícipe todo habría ido de otra manera.
—Sois unos cabrones.
Franz miró la cantimplora y recordó la cabeza de Calatrava describiendo una parábola en el aire para terminar cayendo por el pozo de Babel de vuelta al infierno.
—Bueno, erais unos cabrones —matizó—. El karma puede ser un hijo de la gran puta.
—Ayúdame, Franz, por favor. Libérame de mi prisión.
—¿Por qué iba a hacerlo? Tengo bastantes cosas en que entretenerme. Por ahora, estoy ocupado en evitar que el puto universo entero me mate.
—Supongo que estarás viviendo tiempos interesantes.
—Es un jodido eufemismo ése.
—Te daré algo a cambio.
—¿Ah, sí? ¿Qué tienes tú que me pueda interesar? —dijo Franz, desganado.
—El plan del robo a La Cabeza que salió tan mal tenía como objetivo robarle el bloc de notas.
Franz recobró el interés.
—Te escucho.
—Te puedo decir dónde escondimos Calatrava y yo el bloc de notas si accedes a sacarme de la cantimplora.
—Así que Calatrava supo en todo momento dónde estaba el bloc de notas de los cojones —dijo Franz, más pensando en alto que con intención de conversar.
—Sólo tienes que sacarme de aquí —Lukasz alzó la mano y la cantimplora tintineó de nuevo.
—Vale. ¿Dónde está el bloc de notas?
—Primero tienes que darme tu palabra de que seguirás los pasos que te voy a contar para liberarme.
—De acuerdo. ¿Qué tengo que hacer?
—Gracias, gracias, muchas gracias, Franz.
—Venga, desembucha.
—Tienes que volver a nuestra realidad. No sé cómo has llegado aquí, pero supongo que consistirá en hacer el mismo camino, solo que al revés —dijo Lukasz, visiblemente nervioso.
—Sí, me imagino. ¿Qué más?
—Busca este despacho. Estará en el mismo sitio, pero pon atención, porque puede que la mansión no sea exactamente igual. En el lado derecho del escritorio análogo a éste hay un cajón. Ábrelo; allí Figueroa guarda una cantimplora igual que ésta.
—Bien. La saco y te vierto por el retrete, ¿no?
—Exacto —dijo Lukasz, sorprendido—. ¿Cómo lo sabías?
—Vaya, qué prosaico. ¿Tu liberación es desaparecer por el váter?
—Es un tema químico de soluciones saturadas, creo, yo no lo entiendo muy bien. En el momento en que me disuelva en otro líquido mayor, mi alma dejará las ataduras que me aprisionan e iré a donde me corresponda, pero abandonaré el mundo de una vez.
—De acuerdo, lo haré. Ahora dime dónde está el bloc de notas.
—Necesito tu palabra —dijo Lukasz con tono lastimero.
—Que sí, cojones, que te doy mi palabra.
—Sé que eres un tipo de fiar.
—Vete a tomar por culo y habla de una vez.
—En nuestra realidad, acércate a la biblioteca principal. La reconocerás porque tiene dos cariátides enormes a ambos lados de la puerta. Allí es donde Figueroa guarda los libros asesinos. Tienes que encontrar «La Séptima Rapsodia».
—Y una leche. No pienso acercarme ni a un kilómetro de ese puto libro.
—Joder, Hauzman, escúchame. Si quieres el bloc de notas, tienes que ir allí y cogerlo. Calatrava escribió la ubicación del escondite en la última página.
—Hombre, qué oportuno. ¿Y tú no sabes dónde está?
—No. Calatrava lo escondió personalmente. Sólo me dijo que apuntó el lugar en la última página del libro asesino.
—Me cago en la puta. Malditos seáis Calatrava y tú. Espero que os pudráis en el infierno —dijo Franz, rechinando los dientes.
—Hazlo, Franz, por favor. Por los viejos tiempos.
—¿Los tiempos en que me engañabais y hacíais planes por vuestra cuenta mientras yo me jugaba el culo?
—Por favor. No te cuesta nada.
Franz bufó. Era cierto que el esfuerzo era poco, comparado con todo lo que había tenido que hacer y lo que se temía que vendría en el futuro inmediato. Y también era cierto que la condena de Lukasz era excesiva, incluso para un gilipollas como él.
—Está bien —dijo al fin—. Una última cosa: ¿para qué cojones sirve el bloc de notas?
Lukasz puso gesto de sorpresa.
—¿No lo sabes?
—Si te lo pregunto, hostias, es porque no lo sé. ¿Para qué sirve el jodido bloc de notas?
—Es un dispositivo de viaje en el tiempo. Tú escribes en una hoja el lugar, fecha y hora al que quieres transportarte, la arrancas, y el salto es inmediato.
Así que esa era la razón por la que medio mundo de las tinieblas, incluido Sys-EM3N, lo andaban buscando como locos.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Marzo 2017