Por Ángel Ortega
Según escuchó la amenaza de Figueroa, Franz echó su pie derecho hacia atrás instintivamente, dispuesto a defenderse o a atacar. Greyland se estremeció y alzó las manos.
—Senhor Figueroa, nosotros no queremos causar problemas —dijo Greyland con voz temblorosa—. Seguro que mi amigo puede regalarle los cables sin más y después nos iremos por donde hemos venido. Y no volverá a oír hablar de nosotros. ¿Verdad, Franz?
—De eso nada —dijo Franz.
Figueroa se mantuvo impasible, completamente estirado.
—Vamos, Franz, tío —dijo Greyland, aún más nervioso—. Tú no necesitas eso para nada y el senhor Figueroa no te quiere dejar su objeto. Vámonos, seguro que encontraremos otra forma.
—Y una leche. Yo no me muevo de aquí. Figueroa, haré como que no he escuchado lo que ha dicho y volveré a contarle mi rollo: déjeme el dinosaurio de los cojones, yo le regalo esta mierda y tan amigos.
La puerta oculta sonó de nuevo y Kiyoko, la japonesa mecánica, entró con sus andares algo toscos con una bandeja plateada, dos botellas de cerveza y dos vasos de boca ancha.
Los tres hombres se mantuvieron inmóviles hasta que Kiyoko estuvo junto a ellos. Allí se quedó un instante y con un giro de cintura extendió la bandeja hacia Franz.
—Su cerveza, señor —y su rostro de goma esbozó una sonrisa bastante creíble.
Franz aguantó un poco más en su postura expectante. Luego se relajó y cogió la botella de cerveza por el cuello.
—Gracias, no quiero vaso.
Kiyoko giró hacia el lado contrario para ofrecerle la cerveza a Greyland. Éste se acercó titubeando y cogió el vaso y la botella cada uno con una mano.
—No te retires, Kiyoko —dijo Figueroa—. Igual te necesito.
—Sí, señor.
—Ya he dicho mi última palabra —continuó Figueroa—. Entrégueme esos cables y olvídese de mi objeto mágico.
—Vamos, Hauzman, por favor —dijo Greyland. Le temblaban tanto las manos que algunas gotas de cerveza saltaron de la botella.
Franz se llevó la botella a los labios y bebió. Al principio parecía un poco amarga, pero el sabor intenso a tostado inundó su paladar. Mantuvo la cerveza un momento en la boca, mandándola de un lado a otro de la lengua, y al final tragó.
—Magnífica —dijo, exhalando.
—Sí que lo es. Es de triple fermentación y no a todo el mundo le gusta —dijo Figueroa, ufano.
—Se nota en el dulzor. Y tiene un sabor a madera que me encanta —dijo Franz, bebiendo otra vez.
—Beba, beba. Termínesela, por favor.
—Gracias —Franz respiró hondo y volvió a tomar un gran trago, que mantuvo en su boca durante unos instantes antes de mandarla a través de su gaznate.
Greyland permanecía congelado y su único signo de vida era el temblequeo cada vez mayor de sus manos.
Franz miró la botella. En la etiqueta aparecía una foto de Figueroa. Sí que era una edición limitada y personalizada.
—Pruébala, Greyland —dijo Franz—. Es excelente.
Greyland miró a Franz, luego a Figueroa, luego a Kiyoko. El labio superior empezó a temblarle.
Franz tensó los músculos, sujetó fuertemente la botella, la levantó sobre su cabeza y la descargó sobre Figueroa. Pero algo parecido a un rayo blanco lechoso resplandeció ante él, interceptó el golpe y le embistió de forma que perdió el equilibrio.
A un tiempo, según volaba por el aire, escuchó el estruendo de la bandeja metálica al caer contra el suelo y el ruido de varios cristales rotos. Después aterrizó sobre su espalda, haciéndose daño en la herida del culo otra vez.
Cuando se vio en el suelo, rodeado de trozos de vidrio, miró a Kiyoko, que ocupaba la posición donde él había estado una fracción de segundo antes, con las piernas y los brazos flexionados. Su rostro seguía esgrimiendo la dulce sonrisa oriental, pero ahora que había demostrado su capacidad de combate se convertía en algo mucho más siniestro.
A cuatro patas, dio un par de pasos hacia atrás para ganar espacio, pero Kiyoko hizo un movimiento brusco y preciso y se lanzó sobre él. Sus gestos mecánicos tan secos eran como los de la pala de una excavadora tratando de machacarle.
Kiyoko apoyó una rodilla en el mármol del suelo, justo entre sus dos piernas; con una mano le sujetó la muñeca con la que blandía la botella y con la otra le atenazó el cuello. Sólo apretó con la fuerza necesaria para indicarle que su mano atacante debía abrirse, y Franz obedeció dejando caer la botella, que se hizo añicos. La otra mano, en contacto con su cuello, también apretó otro poco. Pudo sentir cómo su piel se quedaba pegada a la pulida y fría superficie de los dedos artificiales.
Tratar de enfrentarse con aquella máquina era como intentar romper un martillo hidráulico a patadas.
Kiyoko le mantuvo allí inmovilizado. Sus falsos ojos parpadearon en una grotesca imitación de la vida.
—Debió preguntar —escuchó Franz decir a Figueroa, aunque desde su posición no podía verle— algo más sobre Kiyoko antes de hacer la tontería que acaba de hacer. Ella es un robot de combate; puede usarse como camarera, incluso como juguete sexual, pero esas son funciones accesorias.
—Por favor, senhor, déjenos marchar —dijo Greyland, con la voz más temblorosa que nunca.
—Usted gana, Figueroa —dijo Franz, y su voz sonó bastante más rota de lo que creía por la presión en su tráquea—. Coja los cables. Son suyos.
—Ya lo sé —Franz pudo ver cómo el portugués se agachaba a recoger el mazo de interfaces—. Ya se lo dije. Siempre cumplo lo que digo. Y… ¿qué más había…? Ah, sí. Ahora os voy a matar y os echaré por el portón de mi pocilga, que mis dulces animalitos hace tiempo que no prueban bocado.
—Por favor, por favor, por favor… —suplicó Greyland—. Déjeme al menos que yo me vaya. Ya le tiene a él.
Maldito cobarde, pensó Hauzman.
—Nunca debiste salir de Óbidos, Greyland —dijo Figueroa—. Un tipejo como tú no tenía que haber aspirado a más que a mantener su miserable negocio de timar a turistas. Ahora la has cagado y vas a sufrir una muerte lenta y dolorosa.
Franz empezó a sentir que se le nublaba la vista por la falta de riego causada por la presión en su cuello.
Piensa algo. Cuéntale algo.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Febrero 2017