Por Ángel Ortega
Franz salió primero del Pontiac Solstice, sin olvidar recoger la escopeta y el cable del terminal que serviría para negociar. Greyland lo hizo después, sin tener claro si lo quería hacer o no.
Franz se plantó ante el portero automático.
—¿Llamas, o qué? —le instó al inglés.
—Voy, voy —rezongó Greyland.
Tocó el timbre una vez y, viendo que nadie respondía, lo volvió a intentar un instante más tarde. La segunda vez sonó una voz:
—¿Sí?
—Hola, verá… querríamos hablar con el senhor Figueroa.
—¿Quién es?
—Soy Moe Greyland, de Óbidos, y traigo conmigo a Franz Hauzman. Nos gustaría tener una entrevista con el senhor Figueroa.
—¿Tienen una cita concertada con él?
—Verá, no, pero tenemos algo que puede interesarle.
—Voy a preguntar.
Un chasquido indicó que al otro lado habían cortado la comunicación.
—¿Tu nombre es Moe? No tenía ni idea —dijo Franz.
—Ya, casi nadie lo sabe, todo el mundo me llama solo Greyland. Moe viene de…
Un zumbido le interrumpió.
—El senhor Figueroa les recibirá ahora mismo —dijo la voz por el interfono.
La puerta se abrió mecánicamente y ambos pasaron.
El jardín era anodino, sin nada especial, lo que se podría esperar de cualquier casa impersonal en un barrio rico. Sólo un poco más adentro vieron una garita oculta tras un árbol en la que había un hombre armado y con uniforme paramilitar. En cuanto vio a Hauzman con la escopeta al hombro, salió a toda prisa y se plantó en medio del camino.
—Alto. No puede entrar aquí con eso.
—¿Con qué? —dijo Franz.
—Tiene que dejarme su arma.
—Y una leche —dijo Franz.
—Eh, Hauzman, quizá deberías hacer lo que dice. No queremos problemas.
—No pienso entrar ahí desarmado.
—Tiene que dejarme su arma —insistió el guardia.
—Venga —dijo Greyland—, hablaremos con él, intentaremos negociar y saldremos de aquí lo antes posible.
Franz lo pensó mejor.
—Está bien, toma —le tendió la escopeta al guardia—. Cuídamela y me la devuelves intacta.
El guardia no respondió y se limitó a volver a la garita, dejando la escopeta apoyada contra la pared.
Continuaron caminando hacia la casa. Cuando llegaron a la puerta, ésta también era bastante sencilla. Franz recordó los excesos de la mansión de Didier y lo que aquí veía era mucho menos ostentoso.
La puerta estaba entornada. Pasaron dentro y allí había otro guardia que les dio el alto, les cacheó y les dejó seguir.
—La segunda a la izquierda —dijo.
Siguieron las indicaciones y llegaron hasta un salón con biblioteca. Las paredes estaban llenas de objetos, que en un principio parecían trofeos habituales de caza. Franz los inspeccionó con detalle y, entre las abundantes cabezas de león y rinoceronte, pudo ver una de una especie de lagarto gigante con la disecada piel de vivos colores, un extraño cráneo doble como de siameses que compartiesen un único ojo y un pulpo del espacio, también disecado, al que le faltaban los cuatro tentáculos delanteros.
—Mira, yo me las he tenido que ver con algunos de esos —dijo Franz a Greyland, señalando a los restos del pulpo— y son unos hijos de puta de cuidado.
—Vaya, Franz Hauzman, su reputación de fanfarrón le hace justicia, igual que su coprolalia —dijo una voz a su espalda.
Sentado en una butaca verde oscuro había un tipo de unos cincuenta años, con un poco de sobrepeso pero impecablemente vestido con un traje gris marengo, camisa clara y corbata color berenjena, con el pelo bien peinado y un mechón blanco en medio del flequillo. Su barba corta y acabada en punta le daba un aspecto aristocrático. Tenía puestas unas pequeñas gafas de leer de montura dorada que se quitó al instante y un libro en una mano, que dejó en una mesita a su derecha.
—¿Mi qué? ¿De qué coño habla?
—De eso precisamente —dijo el tipo elegante, señalándole con la varilla de sus gafas.
Se levantó y se les acercó lentamente. Le tendió la mano a Franz.
—Señor Hauzman, es un placer. Soy Gabriel Figueroa, coleccionista de objetos singulares y gran admirador de su trabajo.
Franz tardó un instante en estrechársela.
—Mucho gusto —dijo Franz.
—Hola, Greyland —le dijo Figueroa al inglés sin mirarle siquiera.
—Buenos días, senhor Figueroa —le contestó Greyland.
—¿Desean tomar algo? ¿Un brandy? ¿Una copa de tinto? —dijo Figueroa.
—Yo tomaría una cerveza —dijo Franz— pero una copa de tinto estará bien.
—Tengo una cerveza que elaboran para mí en un convento de padres trapenses que igual es de su gusto.
—Oh, claro que sí, estará perfecto —dijo Franz.
Figueroa dio dos palmadas. Una puerta oculta en la pared forrada de maderas nobles se abrió y de ella salió una figura. Su forma de andar era peculiar.
—Vaya —dijo Greyland— ¿Es un robot?
Franz se volvió. A menos de un metro de él se detuvo una mujer, de rasgos intencionadamente orientales, vestida con unos pantalones cortos y un top blanco, hecha de un material pulido y reluciente que parecía algún tipo de plástico. Su cara era diferente, de algo semejante a la goma. El pelo brillante tenía un aspecto tan real que si la hubiese visto de espaldas quizá la hubiera tomado por una mujer de verdad.
—Sí —dijo Figueroa, orgulloso—. Creo que es un prototipo. Pagué una ortuna por él.
Franz dio un paso atrás. Greyland estaba fascinado, pero él no tanto y sintió un poco de aversión y desconfianza.
—No sabía que se pudiesen hacer cosas como éstas.
La robot movió la cabeza hacia Greyland y le miró. Un segundo después parpadeó.
—¿Has visto eso, Hauzman? Joder, parece de verdad.
—Kiyoko, los señores quieren cerveza de abadía —le dijo Figueroa a la androide.
—En seguida, señor —respondió con tono dulce. El sintetizador de voz también era un prodigio—. ¿Tomará usted algo? —Figueroa negó con un gesto de la mano y la robot giró sobre sus talones y se fue por donde había venido.
—Sirvientes mecánicos —dijo Franz—. Estoy impresionado.
—Gracias —dijo Figueroa—. Como ve, cuando digo que colecciono objetos singulares, lo digo en serio.
—No es de este tiempo, ¿verdad? —pregunto Franz—. La ha traído del futuro.
Figueroa se sonrojó.
—Sí. Bueno, yo mismo no, pero se la compré a alguien que las importa. Ésta es un modelo único.
—Claro. Veo que tiene usted contactos interesantes —dijo Franz.
—Pues sí. Un hombre vale tanto como sus relaciones de negocios. Pero no hablemos de mí. ¿A qué debo su visita?
—Verá —dijo Franz—. Debido a una empresa en la que estoy trabajando últimamente, me veo obligado a hacer un viaje para el que necesito un objeto peculiar. Y, habiendo consultado a mi amigo, creo que al mejor al que puedo acudir es a usted.
—Muy acertado. Y, ¿de qué objeto estamos hablando?
—Me interesa algo poco probable. No como su sirviente electrónica, por supuesto, porque ella existe dentro de lo que se puede esperar que ocurra; tiene que ser antiguo, de un pasado que no haya ocurrido. Y sé que eso es mucho más difícil que comprar algo a un traficante del tiempo.
—Subestima usted, señor Hauzman, la dificultad y el desembolso que implican una adquisición como la de Kiyoko.
—No me malinterprete, señor Figueroa. Por supuesto que valoro en su justa medida lo que usted posee. Pero necesito algo que me facilite rasgar la realidad debido a lo impropio de su existencia.
—¿En qué está pensando exactamente?
—En los años 70, el Museo de Historia Natural de Londres distribuía un conjunto de siete réplicas pequeñas de dinosaurios y animales prehistóricos, tan anatómicamente fieles como permitían los conocimientos de la época; algunos han quedado obsoletos, como el Megalosaurus, que mostraba la postura bípeda apoyándose en la cola que ahora se ha demostrado que es incorrecta.
—Ya veo dónde quiere llegar —dijo Figueroa, hinchándose.
—Sé que usted tiene un dinosaurio de plástico de esa colección que no llegó a existir nunca.
—El Monoclonius —interrumpió Figueroa—. Es una de mis piezas más valiosas. Me costó una fortuna y más de una discusión desagradable con un negociador tenaz.
—Sé que es un artefacto caro —continuó Franz—, y no pretendo por nada del mundo privarle de su posesión. Lo único que solicito es un préstamo.
—¿Un préstamo?
—Sí. Usted me deja el dinosaurio durante unos días, yo se lo devuelvo intacto, y además le hago un obsequio para su colección.
—¿Qué obsequio?
Franz le mostró lo que llevaba en la mano: el montón de cables e interfaces que le arrancó al terminal de Sys-EM3N justo después de matarlo.
Figueroa se puso las gafas de ver de cerca y se agachó.
—¿Puedo? —dijo señalando el manojo.
—Por favor —Franz se lo acercó, sin llegar a soltarlo del otro extremo.
—¿Qué es? —preguntó Figueroa— Está roto.
—Es un mazo de conexiones entre un ordenador del futuro y su terminal orgánico. Tenga cuidado, igual todavía se puede manchar de sangre.
Figueroa sacó un pañuelo del bolsillo de su americana, que usó para tocar los cables.
—Vaya. Qué interesante. Es una pena que esté en tan mal estado.
—Bueno, al extraer estos interfaces es imposible no destrozar la carne del huésped —dijo Franz, decidido.
Figueroa lo inspeccionó una y otra vez, mirándolo de arriba a abajo.
—Su oferta es tentadora —dijo al fin—, pero me temo que no hay trato.
—Es una lástima. Piense en que usted no pierde nada: me llevo su juguete, se lo devuelvo en unos días tal cual y yo le regalo esta maravilla.
—Hay otra posibilidad —dijo Figueroa—. Yo no arriesgo mi valiosa pieza, me quedo con su chatarra y a ustedes dos les mato y les echo a comer a mis cerdos.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Febrero 2017