Por Ángel Ortega
—Verás —dijo Franz, bajando el arma—. Quiero que le dejes un mensaje a Sys-EM3N. Supongo que tendrás un correo electrónico, o una cola de mensajes, o algún sistema parecido para comunicarte con él, ¿no?
—Sí —dijo el terminal—. Puedo dejarle un mensaje. Las conexiones no son fáciles ni sé cuándo lo recibirá, pero el envío es más o menos inmediato.
—Bien. Pues le vas a decir lo siguiente. Bueno, déjame que lo piense.
Erikson, el terminal, suspiró. Su cara se encogió en un gesto de dolor.
Franz se rascó la barbilla mientras miraba al techo durante un rato y al final dijo:
—Verás, dile: «Sys-EM3N, hijo de puta, este es un mensaje de…»
—Eso no suena muy formal —interrumpió Greyland—. Creo que algo menos agresivo estará mejor.
—Es que quiero ser agresivo.
—Vale, perdona, continúa.
—Gracias. Empiezo de nuevo —Franz se aclaró la garganta y siguió—. Apunta. «Sys-EM3N, hijo de puta, te habla Mortimongo. Sé que has venido a por mí. Conozco tus planes de traerte a Krashna, pero me he adelantado, tengo el dispositivo de viaje en el tiempo y te he jodido. He interceptado a tu terminal y ahora voy a ir a destruirte».
—Pero tú no eres Mortimongo, ¿no? —preguntó el inglés.
—¿Quieres callarte la puta boca, Greyland? Joder, no lo digas delante de él.
—Hostias, tío, lo siento —dijo Greyland.
—Eh, a mí me da igual —dijo el terminal, tosiendo—. ¿Algo más?
—No. Bueno, sí; añade: «Jódete, hijo de puta» —dijo Franz.
—Esa coletilla seguro que acabará por convencerle —dijo Erikson, seguido de otro sonoro suspiro.
—Exacto —dijo Franz, satisfecho.
—¿Y la otra cosa? —dijo el terminal, sufriendo un escalofrío de dolor.
—Lo otro que quiero que hagas por mí es decirme dónde está Sys-EM3N.
—¿Ése es tu plan? —preguntó Erikson— ¿Decirle que vas a ir a por él y después ir a por él?
—Sí. ¿Qué pasa? ¿Qué tiene de malo? —dijo Franz.
—Yo qué sé —dijo el terminal—. Yo solo quiero que esto acabe de una vez.
—Oye, igual tiene razón —dijo Greyland—. No parece un plan muy bueno.
—¿Y a ti qué te pasa? ¿Se te ocurre una idea mejor?
—Hombre, no, pero si le avisas…
—Joder, Greyland, ¿qué voy a hacer si no? ¿Decirle «no voy a ir a por ti» y luego ir? Seguro que un ordenador como ése tiene algún circuito o algún programa para procesar la psicología inversa.
El terminal se revolvió en el suelo y se llevó las manos a la cabeza.
—Por favor, ¿podemos terminar? Sys-EM3N está en la Ciudad Subterránea. Ya está. Ya te lo he dicho. Acaba conmigo ya.
—¿En la Ciudad Subterránea? ¿En Alphaburg? —preguntó Franz.
—Sí, en Alphaburg. Ha reclutado un ejército entre algunos de los ciudadanos y con él ha esclavizado al resto de la gente. También ha construido una máquina para conseguir la energía que él necesita para su subsistencia a base de triturar carne humana, así que hay una cola interminable de niños y jovencitos enviados para alimentarle.
—Joder —dijo Franz—. ¿Y por qué niños y jovencitos?
—Creo que encontraba a los adultos demasiado correosos —respondió el terminal.
—Tiene lógica —añadió Greyland.
—Vale. Ya está. Ya he hecho lo que tú me has pedido. Tu mensaje está enviado y ya sabes dónde se esconde Sys-EM3N. Ahora cumple tu parte y mátame.
—Es cierto —dijo Franz—. Gracias, señor Erikson. Adiós.
El estampido fue atronador. Los dos cañones de la escopeta escupieron su carga y la cabeza del terminal desapareció en cientos de trocitos que se esparcieron por el aire.
—¡Joder, Hauzman, avisa! —gritó Greyland, con las palmas en los oídos.
Franz soltó la escopeta aún humeante en el suelo y se acercó al cuerpo, que se convulsionaba violentamente. Tiró uno a uno de todos los cables que vio que entraban en la carne del terminal y los lanzó lejos. Algunos se llevaron grandes trozos de piel consigo.
El cuerpo de Erikson se acabó de desplomar, soltando algunas chispas por los agujeros abiertos donde Franz había arrancado cables e interfaces.
—Qué cabrón. Está metido en Alphaburg —dijo Greyland—. Y se alimenta de gente, allí de eso no le va a faltar.
—He oído hablar de Alphaburg, pero nunca he estado —dijo Franz—. ¿Qué sabes tú?
—No mucho. Sé que es una ciudad tan antigua como la civilización occidental que está construida por debajo de ella. Antes se llamaba Alphaville, pero entonces hicieron una película y tuvieron que cambiarle el nombre. Es un sitio bastante oscuro y lleno de gente.
—Sí, ya, eso lo sabía —dijo Franz—. Sé que muchos emigran allí voluntariamente en cuanto conocen su existencia. Que hay grandes lagos y barcos y que tiene incluso una luna propia. Lo que te digo es si sabes cómo se llega.
—Ah, sí, eso es fácil. Sólo necesitas uno de los objetos llave y luego puedes acceder a ella desde cualquier zócalo.
—Ah, bien —dijo Franz—. ¿Y qué son los objetos llave?
—Hay un montón —respondió Greyland—. Los hay de todo tipo, grandes y pequeños. Los que mejor funcionan son los poco probables.
—¿Qué quieres decir?
—Sí, los que tienen pocas probabilidades de existir. Yo vi una vez una tablilla de arcilla con el texto en olmeca, copto y guanche. El tío que la tenía entraba y salía de Alphaburg cuando le daba la gana. Olmeca, copto y guanche, Hauzman.
—Hostia, tú, sí que es poco probable —dijo Franz, sin disimular su sorpresa.
—A veces los objetos llave se echan a perder —continuó Greyland—. Sé de un tío que tenía un celacanto en una pecera, ya sabes, ese pez que estaba extinguido. Funcionaba genial, pero el pez se le escapó, se reprodujo y unos pescadores encontraron unos cuantos, así que ya no está extinguido. Prueba a abrir un acceso a Alphaburg con un celacanto ahora.
—Ya. Me imagino.
—Imposible.
—Bien, y… ¿dónde puedo conseguir un objeto de esos?
—Conozco a un tío de la zona, de Coimbra, que se enorgullecía de tener un dinosaurio de plástico que no se fabricó nunca de la colección que vendía el Museo Británico de Historia Natural —dijo Greyland.
—Creo que he oído hablar de ello.
—Pues ese tipo lo tiene.
—Ah, genial, Coimbra está aquí al lado. Vamos —dijo Franz, decidido.
—Hey, hey, espera. Ese tío no te va a dar su juguete así como así, es un tipo duro. Tampoco puedes ir allí y sacárselo a hostias: es poderoso y con muy mala leche. Yo le conozco porque traía a algunos de sus enemigos para tirarlos al pozo de Babel.
—Joder, Greyland. ¿Y tú le dejabas?
—Bueno, le cobraba cincuenta pavos por cada uno.
—Ya, parece razonable. Y si… ¿le ofrezco algo a cambio? Si tiene ese juguete seguro que colecciona cosas raras.
—¿Tienes algo para ofrecerle? —preguntó Greyland.
Franz repasó los bolsillos. Allí solo tenía las llaves del coche y el teléfono móvil que encontró en el aparcamiento a las afueras de San Gimignano.
Lo sacó y lo miró.
—¿Un teléfono móvil? No sé, tío, pero como no tenga algo raro, digamos, que sea etrusco o interplanetario, me parece que se va a reír en tu cara y te va a echar a patadas —dijo Greyland.
Franz miró a su alrededor.
—¿Y si le llevo uno de esos cables? Joder, son interfaces de Sys-EM3N, eso tiene que tener algún valor —dijo Franz, señalando los restos del terminal.
—No sé. Se puede probar.
—Pues venga.
Franz se agachó y recogió un cable largo que tenía un conector en un extremo y en el otro una caja negra cubierta de sangre, que limpió con la manga.
—A mí me parece un objeto muy interesante —dijo Franz.
—Puede —dijo Greyland, no muy convencido.
—Hala, vámonos.
—Eh, tío, espera. Yo no voy. Soy el Guardián del pozo, tengo unas obligaciones.
—Venga, Greyland, ¿quién se va a dar cuenta? Deja cerrado y pon una nota. Volveremos lo antes posible.
—Es que no sé, Hauzman. Igual me la juego —dijo Greyland, titubeante.
—Bah, ¿quién va a venir a un pozo con el lío que hay por todas partes? Seguro que no se ha presentado nadie en años. Bueno, quitando los turistas a los que timas —insistió Franz.
—Hombre, sí es verdad que no hay mucho movimiento.
—Pues vamos. Además, seguro que el mensaje que le he enviado a Sys-EM3N ya ha llegado o está a punto de llegar y mandará a alguien aquí, ya que es desde donde se ha emitido. No sé cómo va eso, pero quedarte ya no es seguro.
—Venga, me has convencido.
—Vale, tengo el coche en la carretera. Yo conduzco, tú me guías a la casa del tipo ése.
Cruzaron Óbidos de norte a sur. Estaba casi desierto, hasta que vieron salir a dos personas de uno de los portales. De otro salió también una familia, con dos niñas y un niño. Ahora que los zombis ya se habían largado, los supervivientes empezaban a asomar sus tímidas cabezas al mundo de nuevo.
Llegaron hasta el Pontiac Solstice y comenzaron el viaje hacia Coimbra.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Febrero 2017