Franz se arrepentirá de todo: Cap. 26


Por Ángel Ortega

Si ese razonamiento era cierto (y tenía toda la pinta de que así era, viendo el comportamiento de los zombis), el hecho de entregarles la cabeza de Calatrava podría ser suficiente para hacerlos volver al infierno. Pero, aunque no tenerlos deambulando por ahí asesinando a la población simplificaría bastante cualquier movimiento, Franz pensó que sería mucho mejor demostrar a los avernos su buena intención devolviendo la cabeza personalmente y confiar en que eso aplacara la ira y le sirviera para congraciarse con las fuerzas del inframundo.

Acceder al infierno era mucho más fácil de lo que parecía, ya que solo había que hacerlo mediante uno de los múltiples pozos de Babel que hay diseminados por el mundo.

Los pozos de Babel fueron construidos hacía siglos por sectas de clérigos y fanáticos que, cegados por su propia soberbia, pretendieron taladrar la superficie de la tierra para acceder directamente al infierno sin tener que esperar a llevar una larga y tediosa vida de vicios, pecados y maldad. El infierno, que valoraba la gente con iniciativa mucho más que Dios, permitió que estos proyectos llegasen a buen fin y premió a sus artífices con su deseada condenación eterna en cuanto los pozos quedaban terminados.

Afortunadamente para el resto de los mortales, la moda de la construcción de estos pozos no tardó en pasarse y el mundo no se convirtió en un colador de agujeros hacia el averno en los que uno podía tropezar y condenarse solo con andar algo despistado.

Dado que esos pozos no se pueden tapar, las autoridades de entonces obligaron a edificar viviendas sobre ellos y a clausurar los brocales detrás de habitaciones selladas o falsos muros de carga.

Existen innumerables pozos, y Franz por supuesto que no conocía la ubicación más que de unos cuantos. Pero había uno especialmente famoso en la no menos bella ciudad de Óbidos, una maravillosa obra de ingeniería que sorprendía por su exquisita factura y su precisa construcción en línea recta hasta el averno (otros pozos eran bastante más chapuceros y parecían a simple vista grietas o pozos naturales, llenos de recovecos y de inútiles giros y esquinas).

El Guardián de turno del pozo de Óbidos, oculto en una hermosa casa de piedra en la Rua do Castelo, cerca de la Pousada, era un inglés llamado Greyland. Franz había trabajado en un par de asuntos con él y era un tipo afable y reservado, no muy eficaz y algo vago, al que el puesto de Guardián le venía al pelo.

Franz condujo el Pontiac Solstice sin más contratiempos que algún que otro muerto viviente cruzando la carretera al que tuvo que esquivar hasta que llegó a Óbidos.

El aparcamiento estaría atestado de coches y zombis, así que estacionó el vehículo junto a la cuneta un poco más abajo y decidió acercarse a pie hasta la ciudad.

Cuando Franz cogió la mochila que contenía la cabeza de Calatrava, éste empezó a hablar.

—No serás tan miserable de entregarme, ¿verdad?

—Me has mentido, Calatrava —dijo Franz—. Me has hecho que te rescate pensando en que iba a servir para solucionar la Anomalía y lo único que ha pasado es que todo se ha jodido un poco más.

—No es lo que parece, Franz —dijo Calatrava con voz temblorosa—. No es cierto. El infierno ha expulsado a los muertos para…

—Ya me lo has dicho. Me contaste un rollo diciéndome que el infierno quería a todos los hombres iguales y que si uno salía, salían todos. Menuda gilipollez. Y yo te creí, grandísimo cabronazo.

—Te dije que no te fiaras de nadie, Franz. Y tú has creído al capitán Ramar, ese informe montón de cachos de carne.

—En eso es en lo único que no me has mentido, Calatrava: me dijiste que no me fiara de nadie. Y de quien menos debía haberme fiado es de ti.

—Escúchame, Franz. No es así. Y, además, podemos colaborar para solucionar esta Anomalía.

—Bla, bla, bla. No te creo, Calatrava.

Según charlaban, Franz llegó hasta la Rua Padre Nunes Tavares, donde empezaba el casco antiguo de Óbidos. El número de zombis ya era algo más que anecdótico: la calle, larga y estrecha, mostraba cadáveres ambulantes accediendo por todas las bocacalles.

—Va a ser imposible llegar hasta allí sin un arma para abrirme paso —pensó Franz en alto.

Franz miró al suelo: sobre el adoquinado había una gran cantidad de trozos de macetas, cristales rotos, ramas y otras cosas imposibles de reconocer, todas ellas conformando la figura de un cuadrado con un rombo inscrito que había visto otras veces. Maldita sea. Cada vez que Franz veía una de las señales de los Árbitros del Universo se ponía enfermo porque sabía que a continuación todo sería mucho más difícil.

Entró en una tienda de comestibles que había a su izquierda y buscó algo que usar para golpear a los muertos vivientes. No tenían gran cosa (incluso los alimentos parecían haber sido esquilmados por el pillaje), pero bajo el mostrador encontró una caja de herramientas. La abrió y cogió lo más contundente que había: un martillo y una llave inglesa.

Así que salió al exterior de la tienda y allí ya se topó con el primer grupo de zombis que le sirvió de prueba para sus nuevas armas: con el martillo en la mano derecha y la llave inglesa en la izquierda, comenzó a asestar golpes laterales en la cabeza de cada muerto viviente que se le cruzaba. Aquello no les hizo el menor daño pero sí los desestabilizó lo suficiente como para ganar tiempo e incluso uno de ellos rodó por el suelo para levantarse inmediatamente después.

Ya que todos los cadáveres andantes se concentraban en la avenida principal, Franz decidió que sería mejor cruzar el pueblo usando las calles adyacentes que, lejos de estar vacías, sí al menos le daban la seguridad de tener el espacio suficiente para que sus brazos pudiesen oscilar de un lado a otro y que sus herramientas tuviesen el mínimo de inercia como para golpear a sus enemigos de forma significativa.

Franz encontró un callejón casi vacío que le permitió adelantar muchos metros en su camino hacia el pozo. En él solo había una moto a la que le faltaba una rueda, un barril de madera y un gato gris cruzando por el centro que, en cuanto le vio, se quedó quieto.

—¿Cartafilo? —dijo Franz.

—¿Quién es Cartafilo? —preguntó Calatrava desde la mochila a su espalda.

El gato no le quitaba ojo, completamente inmóvil.

Franz se le acercó despacio.

—¿Has vuelto a ayudarme? —volvió a decirle al gato.

El gato le bufó y salió corriendo. Franz se alegró de que nadie le hubiera visto tratando de entablar conversación con un gato.

—¿Quién era? —insistió Calatrava.

—Nadie —gruñó Franz.

Al fondo del callejón había un tipo calvo a excepción de tres o cuatro mechones muy largos, un dispositivo muy extraño delante de los ojos del que partían varios cables hacia su espalda y la boca cubierta con una especie de rejilla. En un principio pensó que se trataba de un muerto viviente que había resucitado estando cableado a algún tipo de monitor de hospital, pero sus movimientos eran demasiado precisos para tratarse de un zombi. En cuanto el hombre se dio cuenta de que Franz le estaba mirando, se dio la vuelta y huyó rápidamente, desapareciendo tras la esquina.

Franz temió saber qué era ese tipo, pero tenía problemas más graves que resolver en ese momento.

Continuó hacia adelante y al terminar el callejón tuvo que volver a incorporarse a la calle principal, que estaba completamente inundada de cadáveres ambulantes. Se giró y ya le cortaban el paso a unas cuantas decenas de metros.

Dándose cuenta de que no había vuelta atrás, Franz se lanzó hacia la muchedumbre. Esta vez decidió golpear las rodillas de los muertos, ya que ese ataque necesitaba menos espacio, y aunque era menos efectivo, era posible.

Un zombi le agarró por la mochila, haciéndole perder el ritmo. Otro se lanzó y le sujetó por la muñeca en la que tenía la llave inglesa, lo que obligó a Franz a defenderse con el martillo. El golpe machacó el ojo del cadáver, pero no hizo que le soltase; Franz golpeó una segunda vez, pero el muerto viviente tropezó y cayó, moviendo su brazo atrapado justo delante de la trayectoria. El martillo le dio en toda la muñeca, haciéndole un daño enorme e inmovilizándole la mano, que se quedó abierta, haciendo que la llave inglesa cayera al suelo.

Espoleado por el dolor, Franz gritó y se debatió en todas direcciones. Se libró momentáneamente de sus captores y saltó por encima del cadáver que rodaba. Con el hombro por delante embistió y como una locomotora enloquecida arrastró a un par de zombis con él. Tropezó y rodó por el suelo. Como pudo, cogió el martillo que había caído junto a su cara y se incorporó, resbalando varias veces en un charco.

Alcanzó la esquina de otra bocacalle y se lanzó por ella. Allí había otro par de tipos medio descompuestos y les golpeó con todas sus fuerzas con el martillo. La mano izquierda le dolía mucho y no le respondía: era como si un calambre continuo se la inmovilizara.

Vio un letrero en la pared en el que ya ponía «Rua do Castelo». Corrió a toda velocidad mientras se notaba el pulso en las sienes, buscando la puerta correcta. Jadeando recorrió la calle de un lado a otro, hasta que llegó a la esquina siguiente: una nueva calle más ancha se abría por allí, pero otro mar de cadáveres putrefactos se acercaban por ella.

Dio media vuelta y recorrió otra vez la calle buscando la casa. En el segundo intento la encontró. No la había reconocido antes porque él recordaba una casa de piedra recubierta de musgo y ahora estaba pintada de rojo.

En el dintel de la puerta ponía «Casa do pozo». Muy discreto. Por ambos lados de la calle la riada de zombis empezó a aparecer.

Franz golpeó la puerta.

Nadie acudió ni se escuchó un ruido.

Franz golpeó más fuerte.

—¡Greyland! ¡Soy Hauzman, Franz Hauzman! ¡Abre la puerta!

Franz pensó que aquel jodido inglés estaría durmiendo la mona.

Y los muertos vivientes cada vez más cerca.

Indice de capítulos

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Enero 2017