Por Ángel Ortega
—Joder, qué historia más triste —dijo Franz—. ¿Así es cómo va a acabar todo?
—Bueno, no —dijo el submarino—. Esto solo es uno de los posibles infinitos futuros. De hecho, desde que los muertos han vuelto del infierno, se ha convertido en algo bastante improbable.
Franz odiaba todo ese galimatías de los infinitos futuros y de las realidades alternativas. De hecho, no terminaba de creerse mucho toda esa mandanga.
—Vale. Así que Sys-EM3N acabará enviando a alguien al futuro para traerse a esta máquina destructiva que se llama Krashna.
—Por lo que sabemos, no será un «alguien» sino un «algo», pero sí, más o menos es así.
—Puf, vaya embrollo. ¿Y qué se puede hacer? —preguntó Franz.
—Se puede intentar parar a Sys-EM3N antes de que lo haga.
—Pero, ¿por qué Sys-EM3N está haciendo todo esto? ¿Por qué ahora?
—Él está convencido de que Mortimongo, la consciencia cósmica que le robó casi todo su poder, es en realidad una persona que vive esta época.
Franz bufó como respuesta.
—Y hay quien cree —continuó el capitán— que lo único que le falta a Sys-EM3N para entrar en contacto con Krashna es un dispositivo de viaje en el tiempo como el que robó Fabrizio del almacén de San Gimignano.
Franz empezaba a temer que sus mentiras lo estuvieran complicando todo mucho más.
—¿De verdad creía, capitán —preguntó Franz, intentando cambiar de tema—, que yo podía ser ese Mortimongo? ¿O que Calatrava…? Vamos, por favor.
—Es cierto que no eres muy brillante, pero tu resolución es impresionante.
Nadie puede estar seguro de nada estos días.
—Gracias, supongo. Hago lo que puedo.
Franz se rascó la barbilla durante un instante, tratando de aclararse las ideas. El submarino continuó diciendo:
—Resumiendo, que hay dos formas de parar a Sys-EM3N: desactivándole directamente (algo complicado) o consiguiendo el dispositivo de viaje en el tiempo antes que él.
—Yo no sé muy bien dónde encontrar ese dispositivo, pero si pude hacer frente a La Cabeza en el pasado, no veo por qué no voy a poder intentarlo de nuevo.
—¿Porque fue un estrepitoso fracaso?
—He dicho intentarlo —gruñó Franz—. Ah, y otra cosa, ¿cómo se puede arreglar lo de los muertos caminando sobre la faz de la tierra? Esto va a complicar cualquier operación mucho más de lo deseable.
—Ah, eso —dijo el capitán—. Bueno, el infierno está cabreado porque Calatrava se ha escapado. Quizá devolviéndoselo y confiando en que no descargue su venganza por la afrenta se consiga arreglar un poco el asunto.
—Así que, devolviéndole a Calatrava, todo volverá a la normalidad, ¿eh?
—Franz notó cómo la cabeza de Calatrava se revolvía dentro de la mochila.
—Pero tú no sabes dónde está Calatrava, ¿verdad? —respondió el submarino, alzando la voz— Eso es lo que nos has dicho antes.
—No, claro que no, no tengo ni idea. Sólo tomaba notas mentales. Y, en el caso de que encontrarse a Calatrava, una invocación de las normales, esas de la sangre y el pentáculo, podría ser suficiente para devolverlo, ¿no?
—Nosotros no sabemos mucho acerca de las preferencias del infierno, pero supongo que sí.
—Vaya —Franz hizo una pausa para pensar—. Está muy bien esto de que, de vez en cuando, venga algún personaje salido de la nada a contarme la trama de la historia y a decirme qué tengo que hacer después.
—Es un recurso facilón. Sabes que no debes abusar.
—Jamás lo hago.
—Bien.
—Ahora, después de esta interesante conversación, me gustaría volver a mi barco —dijo Franz—. Creo que tendré que ponerme a trabajar ya mismo.
—Claro. Aunque pensaba que preferirías que te llevara yo a algún sitio.
—Vaya, eso sería perfecto.
—¿Dónde te dejo?
—Creo que, ya que no estamos lejos, iré a Óbidos, que allí hay un par de recursos de los que puedo tirar para seguir buscando —Calatrava se revolvió de nuevo en la mochila.
—Pues bien. Si vas para allá, lo más que te puedo acercar es a Peniche o a algún pueblo costero de Caldas da Rainha.
—Cualquiera de las dos opciones será estupenda.
Franz se incorporó de su asiento carnoso y caminó en círculos para estirar un poco las piernas y aprovechó para repasar el aluvión de información que le había dado el capitán Ramar.
Tenía ganas de cruzar unas palabras con Calatrava, pero estaba seguro de que aquello no sería buena idea hasta encontrarse lejos del influjo del submarino viviente: quién sabe cómo se lo tomaría al descubrir que, pese a todo, no solo sabía dónde estaba Calatrava sino que lo llevaba consigo colgando como una mamá canguro. Y respecto al dispositivo de viaje en el tiempo, tenía que existir otro que no fuera el reloj despertador dorado que vio en el Almacén de San Gimignano, ya que ése tuvo que quedar destruido cuando la ciudad se colapsó dejando solo aquel enorme agujero. Quizá él mismo tendría alguna ventaja en la búsqueda del dispositivo alternativo, ya que sus mentiras habían hecho que todo el mundo creyera que ese despertador lo tenía Fabrizio y confiaba en que todas las fuerzas interesadas se centrarían en eso. Al menos, hasta que alguien encontrase a Fabrizio, le interrogara y se descubriera que todo era una farsa.
Franz sintió vértigo ante la situación, ya que él era menos de planificar y más de improvisar machacando cráneos.
El viaje continuó casi sin que se apreciara hasta que el capitán Ramar anunció que estaban a punto de llegar a Peniche. Según él había elegido ese lugar porque, aunque estaba un poco más lejos, la combinación de carretera era mucho mejor.
Una leve sensación en el estómago le indicó a Franz que estaban ascendiendo hacia la superficie. Poco a poco, la deceleración también se fue notando hasta que pararon.
—Buena suerte, Franz Hauzman —dijo el submarino—. Hay quien tiene gran confianza en que tú puedas solucionar los grandes problemas que afligen al mundo. No desfallezcas y ten cuidado.
Franz no pudo evitar sentirse molesto por el hecho de que las grandes fuerzas del universo, tanto luminosas como oscuras, se lavasen las manos a la hora de hacer algo de verdad y que todos le colgasen el muerto a él.
Pero convenía ser cortés.
—Muchas gracias, Capitán. Su ayuda y su información han sido inestimables.
Espero volver a contactar con usted con buenas noticias —mentira, no pensaba contarle una mierda de lo que ocurriera a continuación y en realidad no pretendía tener que verse metido dentro de aquel amasijo de carne, tubos y venas nunca más.
Cruzó por caminos de piel y válvulas orgánicas que le llevaron cuesta arriba y volvió a encontrarse junto al esfínter que le sirvió de escotilla de entrada. Todo era un poco diferente, lo que le hizo pensar que el capitán Ramar no tenía forma definida y su estructura era cambiante, pero le traía al fresco y lo único que quería era salir de allí.
La luz del sol le inundó cuando el círculo de músculos se relajó y asomó la cabeza fuera: al alcance de su mano vio el muro de cemento de un puerto, done había una serie de escalones metálicos clavados. Se despidió, alzó un brazo y luego el otro para encaramarse a la escalerilla y emprendió la subida.
Una vez llegó a la parte superior del muelle pudo tener una buena perspectiva de dónde estaba: era un puerto comercial. Gran cantidad de barcos mercantes se mecían levemente al compás de las olas y solo parecía haber unas cuantas siluetas de personas a los lejos, cerca de una hilera de locales con aspecto de restaurantes. Las siluetas caminaban sin rumbo, así que supuso que serían muertos vivientes.
Deseaba más que nunca hablar con Calatrava, pero el lugar donde estaba podría convertirse en una ratonera si los zombis empezaban a rodearle, así que decidió ponerse en movimiento y buscar algún vehículo para viajar a Óbidos.
Se acercó al trote hasta un aparcamiento que había cerca del puerto. Con esfuerzo levantó la barrera manualmente por si tenía que salir disparado de allí en cuanto diese con un coche.
No tuvo que andar mucho hasta que encontró un Pontiac Solstice de 2007, que tenía la puerta abierta y a su dueño, un tipo con el pelo largo y una camiseta en la que ponía «Dos cervezas», caído justo enfrente con la garganta desgarrada y marcas de dientes por todas partes. Las llaves estaban en el contacto.
Así que tiró del tipo hasta que le dejó sitio para entrar y arrancó el coche, que emitió un potente rugido. Ya que hacía buen día decidió abrir la capota y viajar al aire. Soltó la mochila en el asiento del copiloto, sin sacar la cabeza de Calatrava. Éste no dio señales de vida ni dijo una palabra en todo el tiempo.
Recorrió muy lentamente el espacio para salir del puerto y fue comprobando cómo los muertos ambulantes notaban su presencia y cambiaban de rumbo para ir siguiéndole.
Una idea le asaltó la cabeza, relacionada con lo que el capitán le había comentado: los cadáveres parecían tener un sentido especial que les atraía hacia él o, más probablemente, hacia Calatrava. Eso solo podía significar una cosa.
El infierno no había mandado a los muertos a la tierra por ira o venganza, sino para coger a Calatrava y devolverle al lugar del que nunca había debido salir.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Enero 2017