Por Ángel Ortega
Una escotilla, con la forma de un enorme ano, se abrió en un costado del submarino viviente del capitán Ramar, en la parte del casco más cercana a su barca. Franz contempló la masa de carne y nervios con una mezcla de fascinación y asco.
Aquel ojo del culo que se le ofrecía solo podía significar una cosa: le estaban invitando a entrar. Era difícil declinar una oferta tan sugerente, pero había un obstáculo que salvar: para poder llegar allí, Franz tenía que tirarse al agua y nadar unos cuantos metros. Y él odiaba el agua.
—Joder. ¿No habrá otra manera? —murmuró Franz— ¿Alguna idea, Calatrava?
Éste solo respondió con un gruñido, que aproximadamente significaba «estoy escondido, no puedo hablar, gilipollas».
—Esto es una mierda. Algún día tendré que superarlo.
Y saltó al agua. Sintió cómo se le encogían los huevos y le faltaba la respiración. Trató de tranquilizarse mientras se mantenía a flote, moviendo brazos y piernas solo un poco.
Fue dando brazadas lentas. La superficie carnosa de la nave se fue acercando, mucho más lento de lo que hubiera deseado.
Finalmente tocó el casco. Donde plantó su mano la piel pegajosa y templada se erizó y convulsionó, como si le hubiese provocado una sensación no esperada. Se sujetó como pudo, agarrándose a arrugas y venas, trepando fatigosamente hasta salir del todo del agua. En un gran pliegue de piel, cubierto de pelos de un par de palmos de largo, se sentó a respirar. Era consciente de que sentirse mejor en un agujero corporal de una máquina hecha de vísceras que en el agua no era muy racional, pero a la mierda la racionalidad cuando uno tiene una fobia.
Dentro de la mochila oyó a Calatrava escupir agua.
—Te oigo —le dijo.
—¡Shhh! —le mandó callar Calatrava.
Reemprendió la subida hacia el esfínter que hacía de puerta de acceso y llegó hasta él. Del interior surgía un olor a carnicería fresca que no resultaba del todo desagradable. Franz recordaba haber experimentado esa sensación con un olor parecido en algún otro momento de toda aquella locura, pero no se acordaba de cuándo.
Cruzó el musculoso umbral y entró.
Los pasillos de acceso eran disformes, curvos y se estrechaban y ensanchaban en su viaje hacia el centro. Todo palpitaba de una forma u otra, bien por el bombeo de un corazón o una estructura similar, bien por algún tipo de movimiento peristáltico que le indicaba hacia dónde dirigirse.
Una voz grave resonó por todas partes.
—Hola, Franz Hauzman. Soy el capitán Ramar.
Franz dudó un segundo.
—Gracias, capitán. No tengo… no tengo muy claro si soy bienvenido o no.
—Buena pregunta —respondió la voz—. Eso lo decidiremos después de cruzar unas palabras.
—Claro, estaré encantado.
—Tengo algunas dudas que necesito resolver —dijo la voz.
Franz se encogió de hombros.
—Pues yo mismo soy un mar de dudas. No sé si tendré las respuestas que busca. Podremos… podremos resolvérnoslas mutuamente, si a usted le parece bien.
La voz no dijo más. Los movimientos ondulatorios de aquella vena o intestino o lo que fuese se hicieron aún más acusados.
Franz siguió caminando trabajosamente por aquellas paredes estomacales y, cada vez que alcanzaba una bifurcación, tomaba el camino por el que los temblores eran más apreciables.
Finalmente llegó a una abertura en la que las paredes eran de un color más verdoso y parecían cubiertas de una membrana como una tela de araña. Aquella sala no tenía más salidas que la oquedad por la que había entrado, así que supuso que había llegado al destino.
—¿Capitán Ramar? —preguntó. La sala no tenía absolutamente nada de reverberación o eco, lo que hacía que su voz sonase como si hablase dentro de una bolsa.
La respuesta tardó en llegar, pero al final lo hizo de la misma manera que antes: como si surgiese de todas partes o de dentro de su cabeza.
—Franz Hauzman. Hablemos. Siéntate.
Franz miró a su alrededor, pero no vio nada parecido a una silla o a algo donde posar su culo. Se volvió a encoger de hombros y se sentó en el carnoso suelo. Éste se adaptó a su forma, y después de varios intentos se convirtió en un asiento bastante confortable.
—¿Dónde está, capitán Ramar? —preguntó Franz, mirando hacia todas partes.
—Estoy en todas partes, Hauzman. O debería decir estamos en todas partes. Ramar es solo un atajo para denominarnos a todos nosotros, los que formamos la nave que te acoge.
Franz no podía decir que aquello le sorprendiera.
—Así que, ¿no hay un capitán Ramar, en el puente de mando de este… peculiar… submarino? ¿Y todas esas leyendas sobre el hombre del parche en el ojo, luchador de mil batallas, amante de reinas y princesas?
—Bueno, algo de verdad hay en ellas, pero me temo que son exageradas.
Otro camelo, pensó Franz para sí.
—Así que… —dijo Franz— el capitán Ramar es el submarino.
—Exacto.
—Bien. Pues, después de hechas las presentaciones, podemos pasar a las preguntas —dijo Franz con decisión, como tratando de tomar el control de aquello que tenía pinta de convertirse en un interrogatorio.
La primera fue contundente:
—¿Dónde está Calatrava? —preguntó el submarino.
Franz dudó y notó revolverse la cabeza junto a su espalda, en la mochila.
—No lo sé —se la estaba jugando, lo sabía.
—¿Cómo es eso? Sabemos que se ha estado comunicando contigo desde que escapó del infierno. Sabemos que te ha dejado pistas y que le has estado buscando.
—Sí, es cierto. Pero aún no he conseguido encontrarle.
—Escucha, Hauzman. Sabemos que tú le defenderías como gratitud a lo que habéis vivido en el pasado, pero Calatrava es un jodido petulante cuya ambición ha ocasionado toda esta catástrofe. Tenemos la sospecha de que él engañó a una máquina de un futuro inmediato que ambicionaba conquistar el mundo, le robó gran parte de su poder y lo utilizó para huir del infierno.
—Conozco esa historia, capitán. Sé que Sys-EM3N está cabreado y ha venido a nuestro tiempo para vengarse, pero dudo que Calatrava sea el responsable. Siempre ha sido un poco inútil —lo dijo algo más alto, para asegurarse de que Calatrava le oía desde dentro de la mochila—, y no creo que tenga el poder ni mucho menos la capacidad de urdir un plan así.
—Sabemos que Calatrava estuvo en contacto en el pasado con Sys-EM3N, o con La Cabeza, que es como se llamaba en el universo alternativo del que venía. También sabemos que tú tuviste algo que ver en su supuesta destrucción, que fue otro fiasco.
Una vez más la conversación había llegado a los universos alternativos, concepto que a Franz le resultaba incomprensible, pero trató de adaptarse.
—Sí, yo ayudé a Lukasz Paski en aquello —continuó Franz—. Pero solo le cubría las espaldas mientras él hacía el trabajo. No salió muy bien la cosa y creo que ahora lo está pagando.
—También hemos pensado que eres tú el verdadero cerebro de la trama.
—¿Yo? Vamos, no me joda, capitán —dijo Franz levantando las manos.
—Es cierto que no pareces muy listo —dijo el capitán—, pero por alguna razón todos los hilos de este increíble follón convergen en ti. Quizá seas tú la mente perversa y aniquiladora que está detrás de todo.
—Pero si yo no he hecho daño a nadie en mi vida.
—¿De dónde sale tu inmensa fortuna, entonces?
—He recibido… una herencia —dijo Franz, sorprendido por la pregunta.
—Cuando todo es un caos siempre hay algún hijo de puta que saca tajada —continuó el submarino— y no somos los únicos que tenemos la sensación de que tú eres la fuerza estelar conocida como Mortimongo.
—Oh, vamos, será una broma. Seguro que ha sido Fabrizio el que ha dicho eso.
—Vaya, vuelve a aparecer el nombre de Fabrizio. Didier, el chamán de Niza, le atribuye a él la completa responsabilidad de la Anomalía. Didier es persuasivo y sus argumentos sólidos, pero nosotros creemos que equivocado.
—Fabrizio sí tiene la capacidad de convicción necesaria como para engañar a una computadora del futuro —Franz sabía que eso era una mentira como un piano.
—Por lo que nosotros sabemos, Fabrizio dice lo mismo de ti. De hecho él es el que va por ahí diciendo que el responsable de todo eres tú.
—Qué cabrón. Yo jamás haría algo así: echarle la culpa a otro para salir del paso.
—Sí, es bastante vil.
—Puede apostar a que sí, capitán.
—De cualquier forma, Franz Hauzman, tanto si eres responsable directo como si no, no se trata de buscar culpables: eso ya se hará en su momento. Ahora lo que hay que hacer es parar a Sys-EM3N antes de que se traiga a Krashna desde el ocaso de la Tierra.
KRASHNA… Franz recordó que Sys-EM3N mencionó esa palabra cuando le amenazó mediante la tabla de la ouija, en el consultorio de Madame Lola en Montmartre.
—¿Qué es eso de Krashna? —preguntó Franz.
—Vaya… no parece que estés muy informado. Pero ya que tu gesto de ignorancia es sincero, déjame que te cuente una posible historia que ocurrirá dentro de varios miles de millones de años.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Diciembre 2016