Por Ángel Ortega
Dora lanzó un grito desgarrador, se llevó las manos a la boca y empezó a dar vueltas sobre sí misma.
—¿Ves? Yo no quería esto —dijo Franz.
—Menuda histérica —rezongó Calatrava.
—Pues no se limita a insultar, decir palabrotas y hacer comentarios chuscos como haces tú.
Calatrava debió pensar alguna respuesta, pero al final se cayó.
—Vamos, Dora, céntrate, tienes que poner esta cosa en marcha —dijo Franz, conduciéndola por los hombros de nuevo al timón—. Recuerda, tu tío te dejó manejar un bote de estos.
—No puedo recordar nada. Vamos a morir —dijo Dora, echándose definitivamente a llorar.
—Hay que fastidiarse —dijo Franz.
Apartó sin demasiada fuerza a Dora de los mandos del yate y echó un ojo. El timón parecía obvio, pero los demás controles no tanto. Había una palanca horizontal, que podría servir para dar más o menos potencia al motor. También había gran cantidad de indicadores, que probablemente marcasen las revoluciones del motor o la velocidad en nudos, pero él no tenía ni puta idea de cuánto era un nudo; además, qué más da, lo único que necesitaba era un botón de arranque o unas llaves del contacto.
Encontró un botón rojo en forma de seta. Lo pulsó, pero no ocurrió nada. Luego leyó con atención el rótulo que había encima y vio que era un dispositivo de parada de emergencia. Lo tocó de nuevo, lo giró y el botón volvió a su posición original.
Dora dejó de llorar y depositó su mochila en el suelo. La abrió y sacó un spray antivioladores.
Franz no quería descentrarse de su búsqueda del maldito botón de arranque, pero le preocupó qué estaba intentando hacer la chica.
—Espera, ¿qué vas a hacer?
Miró por el ojo de buey de nuevo y la horda de muertos vivientes estaban ya en el extremo del embarcadero. La barca flotaba a un metro y medio del muelle y los cadáveres estiraban sus brazos tratando de alcanzarla. Algunos se desequilibraban y caían al mar, hundiéndose inmediatamente. Esa información igual acababa por ser valiosa: los zombis no flotan.
Dora salió a la cubierta y, armada con el spray, se quedó allí en pie con las piernas abiertas, apuntando sucesivamente a cada uno de los muertos que se apilaban. Resultaba divertida esta chica. No era tan eficiente como la Mary Sue, pero tenía iniciativa.
Franz encontró un botón cubierto bajo una tapa. Quizá no fuera el de arranque (si lo era, ¿para qué cubrirlo? ¿Qué riesgo tenía darle sin querer?), pero decidió que había que jugársela. Apretó el botón y el motor se puso en marcha con un temblor y una pequeña explosión.
Soltó un «yuju» y puso ambas manos sobre el timón. Era muy grande, metálico y fino, y giraba mucho más suave que el volante de un coche. Sujetó la que creía que era la palanca del acelerador y tiró de ella hacia sí. La lancha empezó a moverse.
Pero de repente un crujido sonó a su derecha. Miró de nuevo hacia el embarcadero y vio cómo éste, de madera vieja, se colapsaba bajo el peso de la gran cantidad de esqueletos y fiambres ambulantes que había sobre él, se inclinaba y volcaba a unos cuantos de ellos sobre el borde de la cubierta de la lancha.
Dora soltó otro de sus gritos ensordecedores. Franz aceleró más fuerte e hizo que dos muertos cayeran por la borda al agua, pero al menos cinco más estaban ahí mismo, junto a Dora, a menos de un par de metros de él.
Tenía que ayudarla. Abandonó el puente de mando y buscó algo que usar como arma, como siempre. Un poco más hacia popa había un palo con un gancho, de esos que se usan para acercar una barca hasta el muelle. Lo sopesó y se lanzó a por los muertos que había sobre la cubierta.
Dos de ellos, un esqueleto amarillento y un macarra vestido de cuero al que le faltaba media cara tenían sujeta a Dora por los brazos, mientras ella tiraba hacia atrás tratando de librarse de ellos y sin dejar de emitir su agudo bocinazo. Otro, un tipo gordo con camiseta de fútbol y sin ojos, le interrumpía el paso.
Franz sabía que los golpes habituales no servían y que su ataque debería ir orientado a quitárselos de en medio tirándolos al agua. Con el palo sujeto con ambas manos lo clavó en una de las cuencas de los ojos del gordo, que se desestabilizó, sin llegar a caer. Franz hurgó como pudo con el palo tratando de hacerle más daño, pero era inútil: aquel fugitivo del averno no sentía dolor ni se desequilibraba.
Probó otra cosa, que era arrastrarlo hacia sí caminando hacia atrás. Aquello tampoco resultó muy efectivo, pero al menos lo alejó de Dora. Tiró y tiró, hasta que llegó a la popa. Allí tenía más espacio para maniobrar, usó parte del puente como punto de apoyo y, haciendo palanca, levantó al muerto viviente medio metro sobre la cubierta. Éste empezó a mover brazos y piernas consciente de que no tenía los pies en el suelo hasta que, de un movimiento brusco, consiguió lanzarlo por la borda. Se golpeó con la frente en el borde, la llenó de un líquido como sangre pero más diluido y desapareció.
Según se iba alejando el bote Franz pudo ver cómo todo el embarcadero se derrumbaba bajo el peso de tanto zombi y lanzaba su pestilente carga al mar.
Corrió de nuevo hacia la proa para ayudar a Dora, pero ya era tarde.
El esqueleto le había clavado sus puntiagudas zarpas en los ojos y la boca; el macarra, abrazado con ambas manos a sus piernas, masticaba su vientre, tirando de las vísceras con los dientes. Ella ya no gritaba.
Franz sujetó el palo con los brazos abiertos y se lanzó al ataque. Los cadáveres ni siquiera se dieron cuenta de que él llegaba cuando recibieron el golpe. Sin soltar a Dora, los tres tropezaron con la borda y cayeron al agua.
Franz bufó.
—¡Hauzman! ¡Cuidado! —gritó Calatrava.
Franz se giró rápidamente y vio una mujer medio descompuesta salir del puente de mando y lanzarse sobre él. Intentó golpearla con el palo, pero éste se enganchó en las maromas que estaban por el suelo. La muerta lanzó sus podridas manos sobre él, agarrándole por el cuello de la camisa. Franz trató de quitársela de encima, pero ni podía sujetarla ni conseguía soltar el palo, completamente enredado entre las cuerdas.
Perdió el punto de apoyo y cayó de espaldas con la muerta encima, dando dentelladas a menos de un palmo de su cara.
—¡Franz! ¿Estás ahí? —la voz de Calatrava, ya bastante sorda de por sí, resultaba casi inaudible desde donde estaba.
Franz no contestó. Hizo fuerza con sus piernas para tratar de levantar a la zombi y tras varios intentos consiguió que ésta rodara hacia la derecha. Dio un salto hacia atrás y, tras tropezar, se incorporó.
La muerta viviente era rápida para estar muerta y ya estaba de nuevo en pie para atacarle, pero Franz tenía una posición más ventajosa. Cuando ella se le lanzó encima, Franz giró y la sorteó como un torero a un toro, la sujetó de sus ropas mugrientas y, girando otra vez sobre sí mismo para tomar inercia, la empujó contra la borda. La muerta chocó con las dos piernas, que se doblaron de forma antinatural, se volcó y cayó fuera de la barca.
—¡Corre, Franz! ¡Hay otro aquí!
Franz resopló, recogió su palo con el gancho y entró en el puente. Allí había otro cadáver ambulante, un cura con sotana y solo un brazo, medio agachado mirando la cabeza de Calatrava con interés. No era fácil discernir si Calatrava era un muerto o no y mucho menos para las podridas entendederas de uno de aquellos bichos.
Franz le clavó el palo en la espalda, tiró de él, maniobró como pudo marcha atrás y terminó lanzándole por la borda también. El palo se fue con él a las profundidades.
Se quitó el sudor de la frente con el dorso de la mano y volvió al puente.
—¿Ya? —preguntó Calatrava.
—Sí, ya están todos, creo.
—Hay otro problema, Franz.
—No me jodas, Calatrava. ¿Qué pasa ahora?
—Noto que se acerca una entidad muy poderosa.
—¿Qué? ¿Qué significa que «lo notas»?
—No lo sé, Franz, pero joder, hazme caso. Desde que escapé del infierno tengo una especie de sensibilidad para las cosas tenebrosas, debe ser algo que he arrastrado de allí.
—«Una sensibilidad para las cosas tenebrosas». Te juro que si no fuera por el trabajo que me ha costado sacarte de tu prisión te daba una patada ahora mismo y te mandaba al fondo del mar.
—Se acerca el capitán Ramar, Franz.
—Y una mierda. El capitán Ramar es un mito.
—Bueno, lo es, pero es una amenaza real, Franz. De verdad. El capitán existe, y su submarino orgánico hecho de cartílagos, nervios y huesos también.
—No me jodas, Calatrava. Estoy harto de todo esto. ¿Y qué pasa? ¿También querrá matarme?
—No lo sé, Franz. Lo que sí te digo es que es muy, muy importante que él no me vea.
—¿Qué pasa? ¿Por qué? ¿Qué me ocultas?
—Ahora no puedo explicártelo, Franz, pero por favor, tienes que esconderme.
—Maldita sea. A ver cuándo nos dejan en paz un rato para que me cuentes de una puta vez qué está pasando aquí, qué coño tienes tú que ver con Sys-EM3N, con Fabrizio, con la Hermandad de comeniños de los cojones y con toda esta mierda.
—Fabrizio no tiene nada que ver.
—¿Qué? ¿Cómo que no? —dijo Franz.
—Fabrizio es un gilipollas que no sabría encontrarse el culo con las dos manos.
—Bueno, sí, todos sabemos que Fabrizio no es muy listo, pero todo el mundo le menciona.
El oleaje aumentó y la barca empezó a menearse más fuerte. Franz se sujetó al asiento y Calatrava cayó de lado.
—Y entonces, ¿por qué Didier está buscándole? ¿Por qué Mortimer me dijo que me enterase de qué se había llevado de San Gimignano?
—¿Cuándo has hablado con Mortimer? —preguntó Calatrava.
El oleaje se acentuó aún más.
—Cuando estaba en París, para pedirle ayuda. Y antes en San Gimignano, con el teléfono seguro, justo después de que me atacara el Iskopla.
—¿Qué es un Iskopla? —preguntó Calatrava.
—Cojones, Calatrava, deja de preguntarme chorradas que no vienen al caso y dime qué coño tienes tú que ver con esta Anomalía.
—No me grites. Y te advertí de que no te fiases de nadie —dijo Calatrava.
Una ola mucho más fuerte que las anteriores ladeó la barca.
—¡Vamos, Franz, tienes que esconderme! ¡Ramar está aquí!
—Me cago en la leche, Calatrava. Ya hablaremos. Ahora estate quietecito.
Franz cogió la mochila de Dora que aún estaba en el suelo, vació su contenido (qué de cosas llevan las chicas en el bolso), cogió a Calatrava por los pelos y lo metió dentro. Cerró las cremalleras, se la echó a la espalda y salió a la cubierta.
Ante él comenzó a emerger una masa informe de huesos, vísceras, músculos, glándulas y todo tipo de estructuras orgánicas entrelazadas entre sí. Muchas de ellas palpitaban al unísono como si estuviese irrigadas por algún fluido común bombeado por un inmenso corazón. Era como una enorme ballena a la que se hubiese dado la vuelta y mostrase su parte interior. Y su forma recordaba vagamente la silueta de un submarino.
© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Diciembre 2016