La fragilidad de la memoria

 

Por Ángel Ortega

Uno de los mejores recuerdos de Claudia, y al que acudía cuando la vida se ponía impertinente, era el de una tarde en casa de sus abuelos. Fue durante la boda de su tío Juan, el hermano pequeño de su padre; el jardín de la casa familiar estaba completamente lleno de gente ruidosa y medio borracha, un laberinto boscoso de piernas y cinturas saltando de un lado a otro amenazando pisarla o arrollarla. La música atronaba en todas partes de la casa y el césped estaba embarrado de trozos de tarta, vasos de plástico y cubitos de hielo medio derretidos. Aturdida y mareada, huyendo del caos, se refugió en el interior de la casa detrás del sofá y allí, compartiendo escondite, se tropezó con Lester, el gato de sus abuelos. Era un gato blanco con manchas negras asimétricas, con los ojos color verde y un bonito collar de charol brillante con una chapa dorada con su nombre grabado. Tenía las clásicas manías de los gatos propiedad de viejos, así que no se dejaba tocar, te bufaba cuando menos lo esperabas y no era raro salir de allí con algún arañazo. Al encontrárselo tan cerca, Claudia receló y alejó sus manos; el gato, no obstante, se le acercó y empezó a restregar su cabeza y a ronronear. Poco a poco le perdió el miedo y jugó con él como si nunca hubiera sido una amenaza; se persiguieron, cargó con él de un lado a otro como un bolso e incluso le acostó en la cama de la habitación de arriba como si fuera de juguete, dócil y blandito como un muñeco de trapo. Así pasaron las horas; a las tantas de la noche se quedó dormida completamente rendida y amaneció en su cama al día siguiente.

Ya de adulta, durante una cena familiar, Claudia mencionó el recuerdo y lo describió como uno de los grandes momentos de su vida. Su abuela y su padre se miraron con extrañeza; eso no era posible, dijo al final su padre, titubeando ligeramente. Lester, el gato de los abuelos, había muerto dos años antes de aquella boda, cuando el tío Juan aún estaba trabajando en Alemania y no había conocido todavía a la que después sería su mujer. No podía ser, insistió Claudia; ella lo recordaba perfectamente. Su abuela comentó, como intentando evitar que aquello se convirtiera en una discusión, que probablemente se trataría de otro gato del vecindario que se hubiera colado en la casa, pero Claudia sabía que no, mierda, en su memoria estaba tan claro como si lo hubiera vivido ayer mismo, era Lester, eran sus colores, su collar y su medalla dorada con el nombre en letras mayúsculas. Hubo más razonamientos lógicos por parte de ellos que poco a poco hicieron que se sintiera acorralada y molesta.

El tema se cerró a regañadientes y Claudia se quedó con el mal sabor de boca de una traición, pero no la de su familia, sino la de su propia memoria. Era como cuando se hablaba de su madre, aunque en este caso la hostilidad no venía de su padre, salía desde dentro de sí misma.

La última vez que mencionó a su madre fue más doloroso, apenas unos meses después del primer incidente; esta vez estaban solos ella y su padre. Él tenía la hosquedad propia del hombre abandonado; había atendido el hogar en solitario lo mejor que había sabido, trabajando como una bestia para que Claudia pudiese terminar sus estudios, pero sin las muestras de cariño que ella hubiera agradecido. Sus conversaciones habían sido monosílabos durante años, excepto cuando se aludía a la ausente, para la que él no escatimaba parrafadas agrias y acaloradas.

Ella les había abandonado cuando Claudia tenía menos de un año; el resquemor de su padre hacia su mujer era comprensible y muchas veces compartido. Pero, sin embargo, había un recuerdo de la infancia que no encajaba. En él andaba por pasillos oscuros y sucios, alumbrados con lámparas inconstantes, esquivando camillas, sillas de ruedas y personal taciturno envuelto en batas. Iba de la mano de alguien, pero no recordaba de quién; lo que sí sentía de forma inequívoca era una mezcla de angustia, llanto reprimido y miedo. Una mano abría una puerta; un resplandor cegador; una mujer en una cama, con el pelo revuelto y costras en la cara; cintas de cuero y hebillas oxidadas rodeando las muñecas, los tobillos y el torso. Gritos desgarradores y sus propias manos diminutas cubriendo la escena.

Claudia expuso a su padre aquello; siempre había tenido la duda de si aquella mujer era su madre. Él explotó de ira, negándolo todo y escupiendo barbaridades como hacía tantas veces, y una discusión larga e intensa envenenó el resto de la velada. Debía haberlo sabido, se dijo ella después; su padre aún sufría una herida emocional que no se curaría nunca y no había ninguna necesidad de hacerle pasar por aquello solo por confirmar un recuerdo estúpido que, seguramente, no era real. La memoria, una vez más, había vuelto a traicionarla.

Claudia se propuso desconfiar de esos retazos perdidos; la memoria es inconsistente, se dijo, y a veces incorporas como propias algunas historias que te cuentan o que ves. Por eso decidió enterrar la más incómoda de todas: la que le insistía, desde lo más remoto, que una vez había habido en su casa un bebé, frágil como un tallito, que sufría con lloros interminables. Recordaba a un hermano diminuto, a una mujer desesperada tratando de hacerle callar, carreras de un lado a otro y sollozos interminables enterrados en el estruendo ensordecedor que salía del cuerpecito pequeño como el de un muñeco, el bramido del agua saliendo a chorros por el grifo de la bañera, un chapoteo y finalmente, el silencio.

© Copyright de Ángel Ortega para NGC 3660, Abril 2018