Al Este de India las adelfas crecen rosas y blancas a las orillas de los arroyos. Llevando su olor fragante hasta las aguas del Ganges. De sus tallos mana una savia espesa, amarga, que cuando la bebes acelera tu corazón y hace arder toda tu carne y tu piel, y tu útero sangra hasta llevarse cualquier criatura que puedas llevar dentro.
Cuando cumplí trece años me prometieron a un hombre mayor. Él era rico, y yo hermosa y pobre, así que mis padres le concedieron mi mano a cambio de una cuantiosa dote. Acordaron que nos casaríamos pasados tres años.
Cuando tenía quince mi tío me violó. No fui capaz de contarlo, sólo pude llorar durante días. Hasta que mi vientre comenzó a crecer. Y mi madre me hizo beber la savia de la adelfa. Me dijo que nadie debía saber que yo ya no era virgen. Aquella savia espesa hizo que mi piel ardiera y que mi corazón quemase muy adentro en mi pecho. Quise vomitarla, lo intenté con todas mis fuerzas, hasta que no pude más y me desgarró. Desgarró todo mi cuerpo. Y mi sangre se llevó a mi hijo. Y me dejó vacía por dentro.
Eso es lo que hace la sangre de la flor blanca. Te vacía, te vacía hasta que la sangre y el dolor te vencen, y te arrastran con ellos.
Entre mi gente cuando alguien muere se quema su cuerpo para que así el espíritu no vuelva a él. Más si cabe, después de morir de la forma en que yo lo hice.
Nosotros nos reencarnamos, creemos en un ciclo de la vida y la muerte. En una escalera ascendente hacia el moksha o nirvana. Pero a veces el ciclo se rompe y tiene nudos y trampas. Entonces quedamos atrapados entre la vida y la muerte, y nos convertimos en lo que vosotros llamáis fantasmas.
Aquella noche vi cómo mi cuerpo ardía junto al de mi hijo no nato. Me habían vestido con mi mejor sari y me habían tejido flores en el pelo. Me ornaron en muerte para pugar que me habían robado la vida.
No aguardé para ver cómo el viento barría mis cenizas y me alejé de allí con aquella criatura minúscula agarrada a mi pecho.
Caminé durante tres días y tres noches sin rumbo alguno hasta que llegué a una aldea de chozas viejas y abandonadas. Al pie de una de ellas había una mujer sentada. Aún no era una anciana, pero su cabello ya había comenzado a volverse blanco. Me miró fijamente y dijo:
—Eres un preta. Uno de los hambrientos.
—No.
—¿No tienes hambre alguna? ¿Entonces que es lo que te ata a este mundo?
—Encontrar la salvación para mi hijo.
Ella miró a mi hijo apretado contra mi pecho entre la fina seda de mi sari.
—¿Por qué él permanece aquí, mujer?
—No le dejaron nacer. Me envenenaron con la sangre de la adelfa y no le dejaron nacer.
Ella se mordió el labio y apartó la mirada por un momento.
—Sólo quiero el Svarga para mi hijo, que pueda descansar hasta su próxima vida.
Sus ojos parecían llorosos.
—A tu hijo le condenaron, le expulsaron del samsara, le alejaron del ciclo de la vida y la muerte.
—Lo sé. Conmigo hicieron lo mismo.
Ella asintió.
—Tal vez un hombre santo sepa qué hacer, mujer.
Se levantó y entró en la casa. Poco después salió con un cuenco de arroz.
—Acepta mi anna. Tú y tu hijo necesitaréis comer antes de emprender el camino. Seguid hacia el Este. Encontraréis a quién pueda ayudaros a orillas del Ganges.
Agradecí la deferencia y la ayuda a la mujer, y tras aceptar su comida, seguí mi camino. No volví a encontrar a nadie con el don de vernos hasta que terminé mi viaje. Pero sí encontré a otros como yo. Y a algunos de los hambrientos.
La mayoría de los que acabamos encerrados entre la vida y la muerte enloquecemos. No podemos acceder al Svarga, el cielo donde esperamos para ascender a nuestra nueva vida, y no podemos descender si el karma ha de castigarnos. Vivimos en un pliegue del gran ciclo. Y por eso enloquecemos. Nos convertimos en preta, los hambrientos. Deseosos de cualquier cosa del mundo de los vivos que pueda satisfacernos. Desde carne y sangre a cualquier horror producido por la casa del hombre.
Yo no enloquecí. Pero sí sentí el hambre por salvar a mi hijo. Y temí, más según los días pasaban, que terminase por arrastrarme hasta la locura.
Durante mi travesía me adentré en la selva. Nunca lo había hecho estando viva, pero pensaba que ya no había nada allí que debiese temer. Caminé entre los inmensos árboles bajo la lluvia intensa. Al caer la sentía bailar sobre la piel que yo ya no tenía. Era hermoso notar cómo casi me hacía sentir viva. Entonces oí un chillido. Y miré a lo alto. Había un mono. Pequeño y grisáceo. Estaba quieto, mirándonos fijamente. Entonces habló con una voz desagradablemente aguda y chillona:
—¿Qué llevas ahí?
Fue entonces cuando reparé en sus ojos saltones y casi humanos, y en su rostro malformado, como el de un niño lisiado.
—Nada.
Traté de cubrir a mi hijo bajo los pliegues de mi sari para que no lo viese. Pero él no se rindió y saltó hacia una rama más baja, acercándose.
—¿Qué es lo que llevas ahí?
—¡Nada!
Di un paso atrás tratando de alejarme. Pero él saltó sobre mí y metió sus garras entre la seda que cubría a mi hijo.
—Un niño. ¡Un niño! ¡Su carne estará jugosa! ¡Dámelo! ¡Dámelo!
Le arranqué de mis ropas y le tiré contra un árbol. Sentí cómo mi hijo se agarraba con más fuerza a mi pecho. Si hubiese podido me habría hecho sangrar en aquel momento.
El mono se incorporó completamente enloquecido.
—Necesito su carne.
—Él no puede saciarte.
—¡Dámelo!
—¡No!
—¡Dámelo!
Saltó sobre mí, pero conseguí esquivarle y corrí adentrándome más en el gran bosque. Le oía saltar y correr por el suelo y entre las ramas de los árboles.
—¡Me torturaron! ¡Me robaron a mis hijos y dijeron que yo era un ladrón! ¡Me colgaron! ¡Me colgaron como si yo no fuese más que un maldito mono! ¡Dámelo! ¡Dámelo!
Corrí con todas mis fuerzas mientras su voz llenaba cada recodo de la selva. Entonces todo se quedó en silencio de golpe.
Había un claro. Se abrió ante mí de improviso. En él había un hombre. O la sombra de un hombre. Estaba de espaldas sobre alguna clase de animal. Yo permanecí allí quieta hasta que él se volvió. Tenía los ojos perdidos, casi en blanco. Y toda su cara estaba manchada de sangre. Temblé de miedo. Se incorporó y se acercó un par de pasos. Estaba desnudo. Y al moverse era como si los haces de luz formasen franjas sobre su cuerpo. Olisqueaba. Movía la cabeza como la mueven los ciegos. Se aproximó hasta no quedar a más de un palmo de mi rostro y me olfateó. Entonces enfocó sus ojos lechosos tratando de mirarme.
—El tigre sólo caza cuando tiene hambre.
Y sin decir nada más se giró y volvió a hundir su cabeza entre las entrañas del animal. Aguardé en silencio, y cuando vi que me ignoraba completamente atravesé el claro y me alejé. Primero despacio, y luego todo lo rápido que pude sin hacer ruido, ni perder la calma.
Cuando llegué al curso del Ganges caminé por su orilla siguiendo la corriente. Durante mucho tiempo estuvimos sólo el agua y yo. No había ni gente ni aldeas. Sólo la selva a mi derecha y el agua a mi izquierda. Y no hubo nada más hasta que lo encontré a él.
Al principio me pareció una roca volcada junto a la corriente. Entonces el atardecer hizo destellar su armadura. Era un guerrero, cubierto de bronce lustroso y ricamente trabajado. Estaba arrodillado junto al río bebiendo su agua.
Pero levantó la vista y no vi un guerrero. Vi un muchacho, un niño no mayor que yo. El agua escurría entre sus manos y resbalaba de sus labios. Sus ojos casi parecían vacíos.
—Esta agua no sacia mi sed.
Temblé. Era otro de los míos. Tal vez otro de los hambrientos.
Seguía mirándome con esos ojos tristes, inexpresivos.
—¿Por qué estás aquí?
Él calló un segundo, dudoso. Tratando de no mirarme.
—Mi padre estaba enfermo. Era anciano y estaba enfermo. Y nos llamaron para la guerra. Un hombre de cada familia. Debía acudir él, pero estaba enfermo. Así que robé su armadura y tomé su puesto. Y entonces luchamos. Y gritamos. Y por el suelo no corrió otra cosa que no fuera sangre.
Me arrodillé junto a él y puse mi mano en su hombro.
—¿Por qué no vienes conmigo?
Entonces me miró como si aquello fuese impensable.
—No. —Dudó—. No. Ellos me prometieron que volverían a por mí. A por nosotros. No puedo marcharme.
No había nadie más allí. No había restos de batalla alguna. Tal vez, hace mucho.
El Sol se siguió poniendo, tiñendo el río de rojo. Volví a mirarle a los ojos.
—¿Y si no vuelven?
Pero él ya no me escuchaba.
—Murieron muchos. Muchos. Traté de ayudarlos, salvé a unos pocos. Pero entonces hirieron a mi primo. Y sólo pude ver cómo se desangraba. Se fue. Se murió entre mis manos. Y me dijo… Sólo me dijo que no podía salvarlo. Que aunque lo intentase no podía salvarlos a todos.
Me mordí el labio y miré a mi hijo. Lo acuné con suavidad contra mi pecho. Y volví a mirar a ese otro niño, que tal vez ni siquiera supiese que ya no estaba vivo, y acaricié su mejilla manchada de rojo.
—No. No puedes salvarles a todos.
Entonces le besé en la frente y me levanté. Y continué caminando a lo largo de la orilla del Ganges. Rezando a todos mis dioses porque el agua de ese gran río saciase al fin la sed de ese muchacho, y que así pudiese encontrar su camino.
El Ganges es nuestro río sagrado, y Varanasi reposa como una ciudad laberíntica bañada por el olor del incienso, plagada de mercados y templos, a sus orillas como nuestra ciudad más santa.
Cuando llegué a Benarés, nuestra Varanasi, miles de peregrinos se bañaban en sus aguas esperando limpiar sus pecados y asegurar su renacimiento en el gran ciclo del samsara. Caminé por los enormes bancos de arena viendo cómo los templos se levantaban en la otra orilla. Los hombres y mujeres descendían por las larguísimas escaleras de piedra hasta hundirse en el río.
Junto a mi orilla un pescador recogía sus aparejos. Subí a su barca sin que él se percatase y cruzamos el río en silencio mientras al Oeste el Sol se hundía en el horizonte y comenzaba a anochecer.
Al llegar a la otra orilla arribamos a un muelle pequeño, pero plagado de barcas. Yo me alejé ascendiendo por las enormes escalinatas que llevaban a la ciudad. Pero sin alejarme de la orilla. Ahora el agua corría a mi derecha. Y los faroles y las estrellas eran mi única luz. El viento de aquella ciudad llevaba la fragancia de la armonía y la paz.
Caminé entre los templos, subiendo y bajando entre las gigantescas escaleras, con el Ganges siempre a la vista, hasta que encontré a un anciano a los pies de una de las escalinatas. No emitía el más mínimo ruido y meditaba. Me arrodillé ante él y esperé. El agua casi podía lamer mis pies.
Permanecí así, sin moverme y en silencio hasta el alba. Entonces él abrió los ojos y me miró.
—¿Qué haces aquí?
—Busco la salvación de mi hijo.
Él lo miró. Estaba extrañado. No comprendía por qué ambos éramos fantasmas.
—Me lo arrancaron con la sangre de la adelfa. Y me llevaron con él.
—No puedo ayudarte.
Lo dijo con voz impasible. Ni dolor, ni consuelo.
—Lo expulsaron del samsara, y yo misma me alejé de él para cuidarlo y protegerlo. No nos condenes a ambos.
Él no respondió. Entonces me levanté y dando un paso atrás penetré en el agua. Y me hundí hasta que cubrió mi cabeza, hundiendo a mi hijo junto conmigo. Aquella agua no me mojaba, tan solo como si resbalase sobre mi piel. Cuando me alcé de nuevo, miré al hombre y le dije:
—Dentro de poco hará un año que le expulsaron de mi cuerpo. Entonces ya no habrá nada que pueda hacer. Estoy en el río más sagrado, en la ciudad más santa de la tierra. Si puede expíar los pecados de los vivos, también puede limpiar los de los muertos. Por favor, ayúdanos a ambos.
Entonces él apartó su mirada y pareció dudar. Cuando me miró de nuevo alargó su mano y la apoyó en la nuca de mi hijo y acercándose a él le susurró cuatro veces su nombre en la oreja derecha. No pude distinguirlo, pero ya no importó. Él se apartó y nos quedamos mirando. Asentí con la cabeza y me volví.
Caminé hundiéndome entre las aguas del Ganges, a los pies de la ciudad de Varanasi. Y al fin pude sentir cómo me empapaba la piel y limpiaba todos mis pecados. Y los pecados que mi hijo nunca pudo cometer.
Y seguí hundiéndome. Convencida de que el Svarga nos esperaba.
© Copyright de Héctor Gómez Herrero para NGC 3660, Febrero 2017