El escarabajo volteado

 

Por Eneele Horst

La mujer tomó el camino que atravesaba el parque del condominio donde vivía; con las manos en los bolsillos de su sobretodo desabotonado, caminaba con paso firme pero no demasiado aprisa para disfrutar de aquella noche fresca de finales de la primavera. Sonreía complacida, mientras la brisa le acariciaba el rostro y jugaba con su cabello; sumida a medias en sus pensamientos, le prestaba también atención al entorno: la silueta sombría de los altos edificios, los vehículos aéreos que iban y venían por encima, y por detrás de la ciudad, a la distancia, la superficie del mar.

Lo vio por el rabillo del ojo; un pequeño punto, oscuro y vacilante. Siguió de largo, pero luego de un momento le remordió la conciencia y volvió sobre sus pasos. Se acuclilló junto al escarabajo, que vuelto sobre su lomo, se sacudía desesperado, intentando enderezarse; le dio tres golpecitos con un índice y lo puso de nuevo sobre sus patas. Apenas lo vio alejarse con movimientos rápidos y desordenados, la mujer se incorporó, echó a andar una vez más y se olvidó de él. Sus ojos se dirigieron al monumento que había en el centro del parque: no importaba cuántas veces pasara por allí, nunca podría ignorarlo. Los había en todo el mundo, y no era el de esa ciudad el mejor que había visto; aun así, invariablemente se le erizaba la piel cada vez que se fijaba en aquella representación hecha en metal de los visitantes, cuatro de ellos, de pie ante su nave en forma de tubo.

Un inesperado pensamiento le vino entonces a la cabeza, y cuando llegó a su casa, lo primero que hizo fue sentarse a su escritorio, y comenzar a escribir…

 

Por algún tiempo durante la adolescencia me aferré a la idea de que Ellos habían venido en respuesta a mi llamada. Nací y crecí durante la última gran guerra de la humanidad, y la guerra era todo lo que conocía. A veces lograba olvidar lo que ocurría a mi alrededor; iba a la escuela, que más tarde las bombas destruyeron; jugaba y reñía con los demás niños, me enfadaba con mis padres y mis hermanos, me preocupaba por cosas triviales. Casi me había acostumbrado al miedo constante, a las noticias de muerte y devastación. Pero a medida que crecía y tomaba conciencia de la situación, vivir de esa forma comenzó a resultarme cada vez más difícil de soportar. Muchos años habían pasado desde el estallido de aquella contienda y aún era imposible vislumbrar su fin.

Cierto verano encontré en el desván de nuestra casa unos viejos binoculares. Yo tenía ya once años y hasta entonces aquel suburbio había sido un sitio bastante seguro, pero la guerra se había acercado, y la mayoría de la gente se había marchado a las ciudades donde las cosas aún no se habían puesto tan mal; para esas alturas, mi familia y yo también habríamos tenido que mudarnos, pero no teníamos suficiente dinero. Por las tardes subía al techo de la casa, porque dentro me faltaba el aire, y contemplaba la región con los binoculares: nuestro vecindario, sumido en una agobiante quietud; las calles polvorientas, desiertas; las casas abandonadas, vacías, y más lejos, el centro de la ciudad, arrasado por los recientes bombardeos; esqueletos de edificios aún en pie entre montañas de escombros, vehículos volcados y chamuscados. Con el estómago hecho un nudo, alzaba finalmente la vista al cielo y contemplaba las estrellas que iban apareciendo conforme caía la noche hasta que la desolación me parecía algo remoto, irreal. Me fijaba en una y luego en otra, y también en los espacios oscuros, llenos de misterios. Y tenía la impresión de que no estaba sola en esa inmensa noche, de que los mundos que se ocultaban en la distancia también estaban observando: una mirada curiosa y fría pero en absoluto hostil.

—¡Ayúdennos! —murmuraba—. Es demasiado tarde para que nosotros mismos podamos salvarnos. ¡Ayúdennos o toda la Tierra será un cementerio antes que uno solo de esos líderes allí afuera entre en razones!

Repetía mi ruego hasta que las lágrimas rodaban por mis mejillas, porque no me resignaba a creer que no habría para mí y para aquellos a quienes amaba otro futuro más que esperar que la muerte tocara a nuestra puerta. Y cuando me cansaba, entraba a la casa y me dormía entre sollozos, decepcionada, algo enfadada, diciéndome que quizás la noche siguiente alguien me escucharía y vendría a socorrernos.

Y un día, por fin, Ellos vinieron.

 

Las naves, gigantescas estructuras cilíndricas de metal liso y bruñido, descendieron en los campos de batalla, en desiertos, en ciudades asoladas. Cegadoras bajo el sol, rompieron la monotonía de los paisajes leonados. Se dijo luego que la proximidad de los objetos había sido detectada en distintas partes del globo, pero quienes habían llevado primero la noticia a su gobierno habían sido tomados por agitadores y ejecutados en la plaza pública de su ciudad, y temiendo correr la misma suerte en su país, los demás habían optado por callar.

Ahora que las naves habían aterrizado, ningún líder pudo abrigar dudas, y por primera vez en dos décadas y media de guerra, hubo una tregua. La atención del mundo se concentró por completo en aquellas torres brillantes que habían bajado del cielo, y transcurridos cuatro días de conmoción e incertidumbre, la resolución inequívoca de todas las grandes naciones, que por fin se habían puesto de acuerdo en algo, fue aniquilar la amenaza antes de que fuera demasiado tarde. Una vez que aquel enemigo común ya no existiera, podrían reanudar sus intentos de destruirse unos a otros.

Pero los misiles, que se cobraban tantas vidas y causaban tanto destrozo día a día en el mundo, ni siquiera rasguñaron el revestimiento de los vehículos. Como si sus tripulantes hubieran sabido de antemano qué podían esperar de nuestros gobiernos y les hubieran dado tiempo para actuar antes de darse a conocer, cuando los perplejos dirigentes ordenaron el alto al fuego mientras intentaban idear un plan más eficaz para acabar con el invasor, los cilindros parecieron agitarse un momento, y una abertura rectangular se perfiló en la superficie de metal.

Los visitantes tenían una extraña forma de caminar, al menos aquí, en la Tierra: lenta y cautelosa, aunque se veían ágiles y livianos y parecía que apenas tocaban el suelo. Vestían un traje gris pálido, ceñido a sus cuerpos estrechos, que les cubría las largas extremidades, las manos y las cabezas aguzadas. Era imposible saber cómo lucían los rostros que se ocultaban detrás de las viseras ovaladas; la imagen que transmitía la cámara acoplada a las gafas del primer soldado humano en acercarse a uno de Ellos, la imagen que todo el mundo vio en aquel oscuro espejo fue el reflejo de ese hombre uniformado que avanzaba, sosteniendo con firmeza su ametralladora, preparado para disparar.

Recuerdo aún, tan claro como si hubiese sido ayer, su respiración entrecortada, los comentarios en su lengua, que yo no comprendía, y lo que ocurrió luego, lo que ninguna persona que haya vivido aquel día podrá jamás olvidar…

La criatura alzó una mano y se oyó el crepitar de la ametralladora. Me tapé los ojos, solo un momento, y cuando volví a mirar la pantalla de nuestro televisor, alarmada por las exclamaciones del soldado, no vi al alienígena desplomado en el suelo polvoriento del desierto, cubierto de sangre, como esperaba. La criatura aún estaba allí, de pie, con la mano en alto y el reflejo del humano retrocediendo aterrorizado en la visera. Acompañando la mirada del hombre, la cámara enfocó la ametralladora; ¡estaba derritiéndose! La mano que la sostenía se abrió y la dejó caer. Se escuchó una maldición. Hubo un veloz cambio de ángulo y lo que vimos con claridad a continuación fue la imagen inestable del campamento militar, adelantándose a medida que el soldado corría hacia allí. La transmisión se cortó bruscamente, y se mostraron grabaciones de otras partes del planeta. En cada sitio donde había aterrizado una nave había cuatro viajeros de pie, impasibles ante el avance de las tropas o los tanques de guerra; y en cada caso uno se había adelantado y tenía una mano levantada en lo que parecía un saludo. En algunas partes, el ejército había abierto fuego, y el resultado había sido siempre el mismo: las balas no habían alcanzado a los alienígenas; se habían consumido en el trayecto, habían caído al suelo, como gotas de metal fundido, y del mismo modo las armas se les habían deshecho a los soldados en las manos.

Al cabo del segundo ataque, cuando los hombres retrocedieron, los otros tres viajeros del grupo que había salido de cada nave aquí y allí, se acercaron al que se había ubicado en vanguardia y se enfrentaron, formando un círculo. Un hondo silencio cayó sobre los desiertos, los campos, las ciudades. Y en esa quietud, la mente de cada persona sobre la faz de la Tierra se llenó de imágenes y sonidos diferentes, que ningún testigo de ese prodigio ha podido hasta ahora describir con exactitud. Yo solo recuerdo un enjambre de formas y colores, como jamás los había visto, y las notas de una melodía que me hicieron reír y llorar de alegría, una alegría desbordante, que no recordaba haber sentido en toda mi vida. Pero lo más asombroso fue lo que siguió a aquel fugaz fenómeno…

Las escenas que llegaban a todos los dispositivos de comunicación eran de soldados soltando las armas, llorando de rodillas, cubriéndose el rostro con las manos como niños; de gente desconocida abrazándose en las calles. Los reporteros anunciaban que los grandes líderes mundiales renunciaban a sus puestos; las organizaciones que más habían contribuido a la guerra, al deterioro de las culturas, del planeta se disolvían…

Ellos les habían hecho ver a los seres humanos que aquello por lo que se dividían, se odiaban, se aniquilaban, aquello por lo que competían, por lo que oprimían a los débiles no tenía ningún sentido. Pero no habían manipulado la conciencia de las personas: la habían abierto a la comprensión, alcanzando cada interior de una forma única, para superar incluso las barreras de condicionamiento más férreas.

Los cimientos de un nuevo mundo, sin autoridad, se sentaron aquel día. La partida de los visitantes le pasó inadvertida a una humanidad demasiado ocupada en organizar las sociedades que vendrían, deshaciéndose del dinero, de las fronteras, de las ideologías de desprecio; dejando atrás todo aquello que había esclavizado, cercado a la especie hasta entonces.

 

Finalmente pude dar por sentados los derechos que antes eran para todos inciertos o nos estaban vedados por completo. Seguir viviendo, crecer, completar mis estudios. Con los años me convertí en escritora. Cuando evoco los horrores que marcaron los primeros años de mi vida, las escenas que me devuelve la memoria a veces me parecen ajenas. Ahora soy parte de un mundo donde el bien común es la única prioridad; lo he visto emerger de las cenizas a las que el antiguo había sido reducido. Y he visto el fin del hambre, de la violencia; el principio de la restauración de un medio ambiente golpeado por la codicia, la necedad y la desidia. Cuando camino sola por las calles en la noche, sin ningún temor, a menudo recuerdo mi fantasía infantil y sonrío. Sé que por esos días, antes de que las naves llegaran, la mayoría de las personas alzaba su mirada al cielo y decía sus plegarias, y que aunque solo yo les hablaba a Ellos, de ninguna forma habrían podido oír mi voz, o percibir siquiera mis pensamientos a la distancia. ¿Por qué se detuvieron a ayudar y se marcharon sin más? ¿Habría sido su descenso parte de una misión o un acto aislado? ¿Estarían buscando alguna otra cosa y la desdicha humana los tomó por sorpresa? El interrogante nos ha desconcertado desde los primeros días de nuestro nuevo comienzo. No hemos vuelto a saber de aquellos seres, y algo me dice que así permanecerán las cosas. Hicieron lo que creyeron oportuno y siguieron su camino; no hay motivo para que regresen. A través de los siglos la pregunta seguirá dejando perplejos a los humanos. ¿Por qué vinieron a asistirnos? ¿Por qué?

Sin embargo, esta noche, mientras contemplo el cielo desde la ventana de mi estudio y tengo, ya no la impresión, sino la certeza de que no estamos solos en medio de la oscura inmensidad, pienso en el escarabajo que ayudé a ponerse en pie un momento atrás, simplemente porque estaba yo allí y podía hacerlo, y creo que he encontrado la respuesta.

© Copyright de Eneele Horst para NGC 3660, Marzo 2019 [ Especial Féminas 2019] |