Ella – Reed.

 

Por Virginia Pérez de la Puente 

Miraba el cielo. Sus ojos reflejaban como un espejo el azul de la bóveda que se alzaba sobre ella.

Bajó la mirada. Y sonrió, robándole el aliento.

—¿Quién eres? —preguntó él una vez más, sabiendo que la respuesta sería la misma.

Silencio.

No le importó. Se contentó con devolverle la sonrisa y, cuando ella echó a andar, la siguió.

El camino era el mismo, y a la vez no lo era. Los colores eran más apagados, los contornos, difuminados. El sol brillaba en lo alto, pero su resplandor no llegaba a calentar. Su luz no alumbraba; tan sólo permitía distinguir las siluetas de los árboles, de las piedras, de las montañas que se elevaban ante ellos, serrando el horizonte y mordiendo el cielo. Bajo sus pies, la grava crujía débilmente.

Había salido al camino horas antes, tras atravesar el bosquecillo que todavía creía poder vislumbrar si miraba hacia atrás y entrecerraba los ojos. Un sendero poco transitado, lo suficientemente amplio para viajar cómodamente a caballo, pero no para una carreta. Que él supiera, los viajeros evitaban aquella ruta: sólo los mensajeros, los mercenarios y los bandidos la utilizaban. Él pertenecía a la primera categoría. Aquellos que salieron a su encuentro, a la tercera.

O eso aparentaban desde las punteras de las botas agujereadas y manchadas de barro hasta el pelo sucio y desgreñado que asomaba por debajo de los casquetes de cuero que, a modo de yelmo, cubrían sus cráneos. Aunque tal vez su primera impresión no hubiera sido acertada. No podía saberlo, porque ninguno respondió a su pregunta cuando finalmente se repuso de la sorpresa y se atrevió a hacerla.

—No tengo dinero —les dijo al fin, indeciso, alarmado por su silencio. Uno de ellos señaló el caballo que piafaba, asustado, bajo su cuerpo. Las delgadas sombras que proyectaban los árboles, los pocos que aún sobrevivían junto al reseco sendero, le conferían una expresión brutal; cuando se lamió los labios con satisfacción el caballo resopló.

Él negó con toda la tranquilidad que fue capaz de reunir, dejando de lado el miedo que, perverso, trepaba por su columna vertebral, provocándole escalofríos con las garras.

—No puedo entregaros mi montura.

—¿No es lo único de valor que tienes, imbécil? —gruñó el asaltante, un hombre feo, delgaducho, vestido con una camisa de cuero cubierta por una costra de barro rojizo. Sin darse cuenta, él palpó la bolsa de piel que llevaba colgada al cuello. Lo único de valor.

—No puedo dárosla —se obstinó, y tragó saliva.

 

Siguió andando tras ella, mirando hechizado cómo, a cada paso, la amplia falda de tela plateada se alzaba lo suficiente para dejarle ver un tobillo, luego el otro, de suave piel blanca. Eran lo único que veía con nitidez en el paisaje desenfocado. ¿Cuándo se ha vestido?, se preguntó desconcertado. La tierra rojiza no se adhería al repulgo, ni manchaba los piececitos que, descubrió sorprendido, caminaban descalzos. Tampoco recordaba cuándo el ancho camino de grava había dado paso a la senda de arena roja, reluciente bajo el sol del atardecer. Por un instante se imaginó a sí mismo vadeando un río de sangre. El pensamiento le dejó extrañamente indiferente.

 

—El caballo —insistió el hombrecillo, y esbozó una sonrisa que se le antojó maligna, repleta de dientes partidos y marrones—. Y el mensaje.

Él se agarró a la bolsita de piel como quien se agarra al único tronco que flota en un océano en mitad de una tormenta. Lejos de tranquilizarlo, su tacto suave le llenó de aprensión. Retiró lentamente la mano, pero los ojos del hombre, fijos en la bolsa, decían claramente que había visto su gesto, que había sabido interpretarlo. Asustado, tiró de las riendas para controlar a su montura. No. ¿Cuáles habían sido las palabras de su señor al entregarle el fino rollo de pergamino? Llévaselo, muchacho, con los ojos clavados en los suyos y una mirada en la que se mezclaban la amenaza y la súplica. Dáselo sólo a él. Aunque te cueste la vida.

 

—Tengo que entregar un mensaje —murmuró, llevándose la mano al cuello: nada. Se detuvo en mitad del camino. Aturdido, miró a uno y otro lado. Los raquíticos árboles que flanqueaban el sendero habían desaparecido, y sólo quedaba la llanura pedregosa, un mar hirviente de oro rojo. Y el sol, que caía sobre él sin llegar a tocarlo.

La sonrisa de ella fue tan sutil que apenas la percibió.

—¿Qué decía ese mensaje? —preguntó, yendo hacia él e instándolo a seguir andando hacia las montañas que, cada vez más cerca, los miraban con el ceño fruncido.

  

El mensaje. ¿Cómo sabían que llevaba un mensaje…? Cambió rápidamente su primera impresión: aquellos no eran bandidos. La ávida sonrisa del hombrecito le erizó los cabellos de la nuca.

Espoleó al asustado caballo con un fuerte taconazo. El animal se encabritó y, sin reparar en los hombres que le cerraban el paso, se lanzó hacia delante en una alocada carrera en la que se llevó por delante al menos a dos de los bandidos que no eran tales.

Aturdido por los gritos y las exclamaciones de sorpresa y alarma, se inclinó sobre el cuello del caballo y se aferró a él con desesperación, los escasos árboles pasando a su lado convertidos en manchas horizontales de color marrón. Cerró los ojos y hundió el rostro en las suaves crines de su montura.

Tal vez por eso no vio a tiempo la cuerda que atravesaba el camino de lado a lado, justo a la altura de las patas del animal.

 

El mensaje. —No lo recuerdo —confesó, caminando tras ella como un autómata, hipnotizado por la imagen de sus tobillos. Se pasó la mano por la cara—. Era importante… Pero no sé por qué. No llegó a decirme lo que había escrito, pero dijo… —Se frotó los ojos, desconcertado. Llévaselo.

Ella rió suavemente.

—¿Acaso sigue siendo importante ahora?

Sin saber muy bien por qué, él negó con la cabeza.

 

El caballo relinchó, un chillido agudo que se clavó en su mente y le hizo gritar de dolor. Cayó a la vez que el animal y rodó por la grava y las hojas secas que cubrían el camino. Una piedra le golpeó la cabeza. Atontado, pugnó por incorporarse, ciego y mareado. Fue el oído el que le advirtió de la presencia de los hombres que salían de entre los resecos arbustos, de detrás de los troncos desnudos de los árboles.

Luchó con todas sus fuerzas por desembarazarse de los cuerpos que se abalanzaron sobre él. Pataleó, mordió, se revolvió, el llanto del caballo taladrándole los oídos, hasta que logró quitárselos de encima. Parpadeando para recuperar la visión, se levantó de un salto, contuvo un quejido de dolor y, girando sobre sí mismo, miró a sus atacantes, intentando que el terror no se reflejase en sus ojos, cambiándolo a duras penas por una expresión de furia. Ellos le devolvieron el gesto.

 

—Así ha sido toda mi vida —murmuró, ausente, continuando una conversación que nunca había empezado. Una vez más, miró a su alrededor, incapaz de recordar cómo había llegado hasta allí.

— ¿Cómo? —preguntó ella. Su voz era como miel derramándose en un vaso de vino, dulce y embriagadora, tentadora y con un leve regusto a peligro.

—Un mensaje que no conocía, un ataque que no me esperaba. Una orden sin explicación alguna. —Suspiró, tembloroso—. Querría regresar a casa. Con mi hermana. Tengo una hermana, ¿sabes…? —Se encogió de hombros y rió. ¿Y por qué te cuento todo esto?

No se esperaba la mirada escrutadora de ella, ni el breve gesto de comprensión. Tampoco se esperaba la suave caricia en el dorso de la mano, antes del gesto que hizo con la cabeza y que indicaba que tenían que seguir caminando.

 

Iban armados, aunque los cuchillos que portaban apenas merecieran ser llamados «armas». Gruñían y enseñaban los dientes como perros después de acorralar a su presa; uno de ellos, tal vez el líder de la jauría, sostenía una lanza corta con la punta de hierro oxidado. Él retrocedió al mismo tiempo que desenvainaba la espada, y apoyó la espalda en el árbol que delimitaba el camino, el único camarada que iba a guardarle las espaldas en la lucha que se avecinaba. Ellos se lanzaron hacia delante.

Desarmó al primero y, con un tajo horizontal, le cortó la mano al segundo, que cayó de rodillas al suelo con un grito desgarrador. No era muy diestro con la espada, pero contra las armas cortas de aquellos hombres sólo tenía que obligarlos a mantener las distancias. Hasta que se acercasen lo suficiente para matarlos. O hasta que uno de ellos, en un descuido, lo matase a él.

El tercero logró arañarle la mano con el cuchillo antes de verse obligado a retroceder; él blandió la espada inconscientemente y, más por casualidad que por otra cosa, hirió a un cuarto en el rostro. La camisa se adhería al áspero tronco del árbol, enganchándose los hilos en las rugosidades de la corteza. Con un golpe de revés desgarró la desastrada casaca de otro. De la abertura brotó la sangre a borbotones. El impulso le arrancó la espada de la mano sudorosa. Se la miró, desconcertado, y buscó el arma con la mirada: yacía a varios pasos de distancia, tirada en el camino, la hoja brillante casi enterrada entre las hojas caídas. Alzó el rostro.

El líder de la jauría rió, burlón, y empuñó la lanza.

 

—¿Dónde vamos? —preguntó, protegiéndose el rostro con la mano para mitigar el intenso fulgor del sol, que, sin embargo, no llegaba a herir sus ojos. Ella se volvió de nuevo para mirarlo, apartando la noche de su pelo de la blanca y deslumbrante luna que era su rostro.

Sonrió, y todas las estrellas titilaron entre sus labios.

—Conozco el camino —fue su respuesta. Señaló con un ademán la senda que serpenteaba ante ellos, internándose entre las montañas que la sumían en sombras. Entre los picos asomaba el sol, dorado y frío, indiferente, dibujando el paisaje con un pincel mojado en oro líquido.

—¿El desfiladero? —inquirió él, indeciso. Ella negó con la cabeza.

—El crepúsculo. —Le tendió la mano. Él la cogió.

 

Perplejo, miró la lanza que lo atravesaba de parte a parte, ensartándolo justo debajo del esternón y clavándolo al árbol que se alzaba a su espalda. Se llevó las manos al estómago y rodeó el asta con los dedos. Tomó aire y se asustó al oír el gorgoteo de la sangre en su garganta. Aturdido, cerró los ojos. No duele. ¿Por qué no me duele?

Un susurro suave, como una hoja que cayera de una rama, le rozó la mejilla. Los volvió a abrir.

Sus ojos plateados, ornados de pestañas negrísimas, se clavaron en su mirada.

—¿Qué…?

—Shhh. —Posó un dedo sobre sus labios, obligándolo a callar. Su sonrisa le turbó. Parpadeó.

—¿Quién…?

Esta vez, ella le acalló con un beso.

Apoyó su cuerpo contra el de él. Sus labios suaves le dejaron sin aliento. Levantó los brazos y tocó su rostro. Sus ojos aceleraron los latidos de su corazón. Ella enterró las manos en su cabello despeinado y lo obligó a besarla hasta que cerró los ojos. Un mordisco, suave, en el labio inferior. Su lengua buscó la de él, y él no pudo evitar que un gemido escapase de su garganta.

—Ven —susurró ella contra sus labios. Incrédulo, él apoyó la cabeza contra el árbol, con la respiración agitada.

—No… yo… —balbució, atontado. Ella no contestó: en vez de eso lo obligó a callar con un nuevo beso, mientras sus manos acariciaban su pecho, primero por encima de la camisa empapada en sudor, después por debajo. Él trató de apartarse y, en lugar de eso, se descubrió devolviéndole el beso. Ella rió cuando él también empezó a acariciarla, y él cerró los ojos y dejó de pensar mientras ella hurgaba bajo sus ropas, hasta que, dejándose llevar por el deseo, la abrazó con fuerza.

—Ven —repitió ella con los ojos brillantes de pasión, atrayéndolo hacia sí con las manos apoyadas en su espalda—. Ven.

Incapaz de resistirse, él se separó con esfuerzo del árbol y se pegó a ella. Su sonrisa le hizo temblar; el beso que posó en su boca le provocó un escalofrío que sacudió todo su cuerpo. Sin saber muy bien cómo se encontró tumbado en el suelo, y ella mirándolo desde arriba, el pelo perfumado acariciando su rostro.

—¿Ha sido tan difícil? —preguntó en un susurro. Se puso a horcajadas sobre él y se dejó caer. Él abrió mucho los ojos, asombrado, al penetrar en ella, y se le escapó un jadeo cuando ella comenzó a moverse encima de él. Aturdido, acarició sus pechos, cálidos bajo la ligera tela de su atuendo. Apartó el tejido y tocó la piel suave; sin poder evitarlo, gimió mientras ella cabalgaba encima de él con los ojos cerrados, los labios entreabiertos, asombrado de su propia reacción y de la reacción de su propio cuerpo, que parecía actuar al margen de su voluntad, agitándose compulsivamente, siguiendo los movimientos del cuerpo de ella sin poder hacer otra cosa que jadear y dejarse llevar por el súbito éxtasis que le hizo estremecerse de la cabeza a los pies. Gritó. Ella se dejó caer sobre él, y él, más aturdido de lo que se había sentido jamás, acarició torpemente sus cabellos, todavía dentro de ella, temblando de placer.

—Me has arrebatado el alma —farfulló, una de esas frases sin sentido que, en esos momentos, tenía todo el sentido del mundo.

Tan ofuscado estaba que no había llegado a comprender lo sucedido. ¿De dónde había salido aquella mujer? ¿Dónde estaban ellos? ¿Se habían llevado su caballo? El mensaje…

¿Qué había dicho ella entonces? Cuando lo había mirado, tumbada a su lado, con esa sonrisa que tanto decía y que a la vez no decía nada.

—¿Habrías preferido una guadaña…?

 

Se detuvo en seco, y soltó la mano suave y cálida que tiraba de él hacia delante, hacia el sol que se ocultaba en el horizonte. Ella dio media vuelta para mirarlo.

 

Jadeando, se separó apenas de ella, luchando contra la incredulidad y el deseo que todavía palpitaba en sus entrañas. ¿Qué has dicho…? ¿Qué más daba? Al dejarse llevar por la pasión las palabras dejaban de importar, y lo único que tenía sentido era el sonido, la caricia de su aliento en su oído. Acarició el cuerpo tumbado a su lado disfrutando de la languidez que se iba apoderando de él. Suspiró, levantó la mirada hacia el árbol que ocultaba, en parte, la luz del sol, ensombreciendo el paisaje a su alrededor. Y se vio a sí mismo clavado al tronco, el asta de la lanza sobresaliendo de su estómago, los brazos laxos, la mirada vacía.

 

El recuerdo del horror que había sentido al ver su propio cuerpo muerto le hizo doblarse sobre sí mismo; el recuerdo de un dolor que no había llegado a sentir, que había acabado antes de empezar.

—La Muerte —susurró, con los ojos desorbitados; cuando ella alzó la mano para acariciarle el rostro, él se apartó, los afilados dientes del terror clavándose hondamente en su cuerpo.

Los ojos de ella se llenaron de tristeza. Bajó la mano y la cabeza, ocultando los ojos plateados entre las sombras producidas por los cabellos que cayeron sobre su rostro. Parecía una niña desvalida, y su desilusión, la expresión compungida que había provocado su rechazo, le dolió tanto como debía haber dolido la herida de la lanza.

—Sí —respondió ella al fin—. Sí.

Apartó la mirada de ella, incapaz de soportar la tristeza reflejada en su rostro dulce como una mañana de primavera.

—Algunos me buscan, otros me odian —musitó ella. Él la miró. Tenía los ojos húmedos y brillantes—. Todos me temen. Pero yo sólo puedo ser quien soy.

—¿Y quién eres en realidad? —preguntó él contra su voluntad. Ella levantó el rostro: los labios le temblaban, una niña asustada que trata de mantenerse firme y de ocultar su desazón. Pero no había nada de eso en su mirada. Junto a la dulzura, o quizá oculta tras ella, se erguía una pared de hierro, inflexible e implacable. De hierro no. De plata.

—Soy la guía. —Señaló la senda bajo sus pies.

—La Segadora —corrigió él, y retrocedió un paso. También él temblaba, de aprensión, de terror, de incredulidad, de angustia. De deseo. Ella enarcó una ceja. La niña desapareció tras la mujer. La mujer…

—Yo no he segado tu vida. Sólo te he enseñado el camino para abandonarla.

Esquivó sus torpes intentos de alejarla de sí, y, rodeando su cuello con los brazos, lo besó. Tan hermosa, tan embriagadora… La apretó entre sus brazos sin poder contenerse, la necesidad de sentirla, ardiente y tierna, contra su cuerpo superando a la aversión que aún latía en sus sienes, que todavía oprimía su estómago.

—¿Por qué? —murmuró.

La empujó suavemente, apartándola hasta poder mirar fijamente su rostro.

—¿Por qué, qué? —preguntó ella. Él se encogió de hombros.

—Por qué.

Ella asintió, comprendiendo.

—Tenéis miedo a lo que no conocéis. Y nunca queréis marcharos. Aunque lo hayáis deseado toda vuestra vida. Aunque me hayáis llamado a gritos, aunque hayáis alardeado de no temerme, aunque me hayáis cantado, me hayáis adorado. Nunca queréis marcharos —repitió—. Y tenéis que iros. El mundo es para los vivos.

—¿Y los muertos? —inquirió él con la voz estrangulada. Ella suspiró.

—Yo sólo conozco el camino. Lo que haya al final, es vuestro. Yo no estoy muerta.

—Tampoco estás viva. —Se frotó las sienes, confundido. —Pero sigues sin decirme por qué.

Ella sonrió y volvió a apretar su cuerpo contra el de él.

—¿Quién ha dicho que la Muerte no puede ser hermosa? —Su voz era una caricia, sus besos, una promesa. Se dejó arrullar como un niño perdido, se dejó besar como un amante finalmente encontrado, hasta que el miedo y la pena y el rechazo se disolvieron y sólo quedó ella.

Ella, y su abrazo en el momento de la muerte, el cuerpo que le había arrancado de la lanza y del mundo.

 

—Ven —había dicho ella al levantarse. El polvo y las hojas secas resbalaron por su cuerpo desnudo como agua. Le tendió la mano.

—¿Dónde vamos? —inquirió él, desconcertado. Ella miró al cielo. Sus ojos reflejaron como un espejo el azul de la bóveda que se alzaba sobre ella.

—Ven —repitió, señalando el camino que conducía a las montañas.

 

Se separó de ella y miró a ambos lados. El camino, el cañón, las montañas, todo era lo mismo, y no lo era. El mundo ya no era el mundo, y él ya no era él.

—Estoy muerto.

—Sí.

Sin poder contenerse, se echó a llorar.

Ella se inclinó sobre él y acarició sus hombros, murmurando frases inconexas en sus oídos sedientos de consuelo, hasta que la náusea desapareció. Él enterró el rostro en su cuello, confuso. La Muerte. Pero era la única que estaba allí para reconfortarlo.

Se dejó arrullar por ella y, poco a poco, los sollozos se convirtieron en gemidos, y éstos en quejidos casi inaudibles. Finalmente dejó de temblar y suspiró, sintiéndose extrañamente sereno, agotado, mientras ella lo acunaba entre sus brazos.

Ella se enderezó y, ayudándolo a incorporarse, acarició su mejilla con el dorso de la mano.

—¿Quieres regresar? —preguntó ella en un susurro, pegada a sus labios—. No puedes. Pero, si pudieras, ¿querrías hacerlo?

Él echó la vista atrás. El camino se extendía hasta el infinito, seco, amarillento; los árboles, esqueletos sin hojas, eran dedos que trataban de arrancar las estrellas del cielo; las montañas, amenazadoras, le devolvieron la mirada con frialdad. Después, miró hacia delante.

Allí estaba ella.

—No —contestó. Ella abrió los brazos y le sonrió.

—Entonces, ven —murmuró, y le envolvió en un abrazo tan tierno y dulce como el aroma que se desprendía de sus cabellos. Él suspiró y cerró los ojos.

© Copyright de Virginia Pérez de la Puente para NGC 3660, Diciembre 2017