Por Magnus Dagon
De pequeño mi padre me decía que la mejor manera de mantener un secreto era no contárselo a nadie. Contárselo a alguien suponía un error, pues ya no era un secreto. En cambio, si nadie lo sabía, siempre tenías la posibilidad de que los demás te convencieran de que era tu recuerdo el confundido.
Yo fui el error de Lena. Me contó su secreto y nunca debió hacerlo.
Muchos de los que me conocieron después de aquello dicen que no puedo librarme de su influjo, que la sombra de sus acciones me persigue como un halo destructor. Pero lo que hizo Lena no fue destruirme, ni mucho menos. Al contrario, ella me creó. Quién sabe en lo que me hubiera acabado convirtiendo de no habernos cruzado.
Creo que conocí a Lena en el momento apropiado en el que debí hacerlo. Por aquel entonces era un joven escritor que había despuntado con alguna que otra obra menor y recibido un par de premios más o menos importantes. Implicaba algo de lo que sentirse orgulloso, que hubiera supuesto la envidia de muchos, y sin embargo tengo que admitir que el odio recorría todos los recodos de mi alma como un veneno. Odio porque mi vida se limitaba a un cúmulo de soledad, porque tenía cosas que muchos no tendrían jamás pero, tal vez a cambio, como si nuestras vidas fueran fruto del karma, me faltaban cosas que la mayoría de los demás siempre habían tenido con ellos. Como si condujera un coche en el que las ruedas de la izquierda se movieran a veinte kilómetros por hora en lo que las ruedas de la derecha lo hacían a cien. Todo aquello, en una carretera de cincuenta.
El caso es que no se trata de mí de quien quiero hablar, pero es por mí por donde debo empezar para situar mi historia en el contexto adecuado. Como consecuencia de mi desprecio por el mundo que me rodeaba, eran muchas las veces que salía a la calle a dar ocasionales paseos nocturnos. Una de las ventajas de ser escritor consistía en no tener horarios predeterminados, por lo que podía aprovechar la quietud de esas horas para pensar con calma los argumentos de mis próximas historias.
También, claro, motivaba la excusa perfecta para no agitarme en la cama de un lado para otro, incapaz de dormir.
Una noche de verano llegué a una de tantas ferias que por aquella época se instalaban en la zona, a la espera de conseguir algo de dinero antes de trasladarse al barrio más cercano. No es que hubiera grandes multitudes, pero sí las suficientes como para que pudiera perderme entre ellas. Como sabe quien vive en las grandes ciudades, no hay mejor soledad que estar rodeado de gente y que nadie se fije en ti.
Comencé a andar por calles improvisadas, dejando a un lado las carreras de caballos de plástico y las competiciones de lanchas en diminutas piscinas, cuando me fijé en un puesto en el que había bastante más cola que en los otros. Me acerqué a curiosear y nada más hacerlo comprobé que la mayor parte estaba formada por inmigrantes. No tardé en darme cuenta de que se trataba de uno de aquellos videntes que tan de moda estaban por entonces. Muchos inmigrantes de la ciudad tenían una pobre cultura, y eso hacía que visitaran aquellos templos de esperanza y sabiduría de manera casi obsesiva. Mientras tanto, unos desalmados amasaban ingentes fortunas con un negocio que rozaba los límites de la legalidad y crecía por todas partes de la ciudad. En mi propia calle, sin ir más lejos, vivía uno de esos charlatanes. Dado que no tenía que madrugar para escribir nunca lo había visto con mis propios ojos pero, por lo que había oído, a primera hora se formaban auténticas aglomeraciones de clientes que llegaban a dar la vuelta a la manzana.
Aquel día no me encontraba de buen humor, por lo que sentía una especial necesidad de amargarle la vida a alguien. Dado que tenía ante mí a un estafador que se lo merecía, me puse en espera con la intención de desprestigiarle delante de todas aquellas personas que creían en él. Al poco de situarme ya tenía mucha más gente detrás, también inmigrantes en su mayor parte, aunque había alguna que otra señora mayor que debía tener la ingenua idea de que una visita a ese pretendido profesional la ayudaría a saber qué tal iría su inminente operación de cadera o cuándo se casaría su tercera nieta.
Al cabo de un buen rato empecé a lamentar la idea, ya que estaba perdiendo el tiempo ahí de pie cuando podía estar paseando por el resto de la feria, pero como suele ocurrir cuando uno se coloca en una cola y lleva mucho esperando, puede más la inercia de no marcharse que la voluntad de abandonar el puesto y reconocer el rato perdido. De repente un gato se acercó y empezó a frotarse en la pernera de mi pantalón. Era un gato anaranjado bastante bonito, y sobre todo tranquilo y dócil a pesar de la marabunta de gente que se arremolinaba a su alrededor. Siempre había tomado a los gatos por mis semejantes del reino animal, pero aquel parecía bastante gregario y sociable, tirando abajo mi preconcebido estereotipo.
—Leozak, vuelve aquí —escuché proveniente de la parte delantera, a la altura del puesto. En un principio pensé que el gato podía pertenecer a alguna mujer que estaba esperando, cosa un poco extraña pero aun así posible, sin embargo cuando la cola hubo avanzado lo suficiente comprobé que el gato era de la propia vidente, pues ya había avanzado lo suficiente como para comprobar que se trataba de una mujer.
Por aquellos días, si uno encendía la televisión de madrugada, además de encontrarse con teletiendas de cremas milagrosas, anuncios de politonos de móvil y películas porno con actores de rostros expresivos como piedras, podía topar con spots de videntes que leían tu futuro tras una llamada a un conveniente número de pago. Aquellos anuncios, sin excepción, estaban protagonizados por mujeres. Sin embargo, la vidente de la feria no se parecía a ninguna.
Era mucho más joven que todas ellas. No iba vestida de manera estrafalaria, no realizaba extraños gestos ni trataba de ser cordial. Tampoco sonreía, en ningún momento. Parecía como si de verdad poseyera un gran poder y supusiera una pesada carga para ella. El gato se paseaba por debajo de la mesa donde estaba sentada, parándose de vez en cuando a golpear algún papel tirado en el suelo. Trataba a cada persona con calma pero sin entretenerse más de lo necesario. Su instrumento fetiche parecía una baraja de cartas, y para cuando me encontré más cerca comprobé que era una baraja formada por cartas de otras barajas, de modo que no había dos dorsos iguales. Los valores parecían arbitrarios, mezclándose palos de la baraja española con otros de la baraja francesa e incluso cartas del tarot.
Para cuanto llegó mi turno descubrí la irrisoria tarifa que cobraba a cada cliente, casi simbólica. Deduje que también contaba con individuos como yo, que sólo se acercaba por curiosidad o mera diversión, como una atracción de feria más.
La mujer me miró y noté algo extraño en sus pupilas que yo no sabía descifrar, pero no tuve que hacerlo.
—Hola, Miguel —dijo de manera casi automática, como si no pronunciara ella las palabras.
Aquello supuso un efecto maestro. No esperaba que aquella mujer hubiera leído alguno de mis libros, e incluso en ese caso no me imaginaba que se me pudiera reconocer entre una multitud. Siempre me sedujo que el escritor podía poseer fama y llevar al mismo tiempo una vida normal, no como los actores o los músicos, ya que la literatura nunca ha sido y nunca será, salvo contadas excepciones, un fenómeno de masas.
Aunque me quedé sin habla un momento, me repuse deprisa y me incorporé al juego. Pensé que era bastante buena, ya que sabía jugar con la percepción de los demás, como una perfecta ilusionista. Los videntes, de hecho, componen el lado oscuro de los mentalistas, del mismo modo que los trileros el de los magos manipuladores; profesionales que utilizan su conocimiento para estafar y robar a otros que no lo poseen.
Preparé mi siguiente réplica para responder al comentario.
—Buen truco. ¿Se lo dice a todos los que pasan por aquí?
La mujer se puso muy seria. Me parecía una fantástica actriz.
—No.
Me sorprendió que no tratara de justificarse de ninguna manera ni añadiera nada más a su declaración, aunque no fuera para convencerme a mí sino para mejorar su reputación entre los clientes que esperaban y podían escucharla.
Al cabo de un rato, como si en verdad no hubiera sabido qué decir, continuó.
—Llevo tiempo esperando tu llegada.
—Esto es una broma de mal gusto —dije dando un paso atrás.
—Podría convencerte, pero no querrás. Lo haré más tarde, cuando todos se hayan ido, porque te quedarás y esperarás para que hablemos a solas.
—¿Por qué cree que haré eso?
—Porque me consideras distinta a otros charlatanes.
—¿Cree saber lo que pienso?
—Yo no leo mentes. La única razón por la que lo sé es porque tú me lo dirás. Si me mentiste, eso ya no depende de mí.
—Está loca —dije echándome para atrás y dejando pasar mi turno. La mujer que estaba detrás de mí avanzó y empezó a ser atendida. Tuve la tentación de irme y olvidar aquellos comentarios, pero mi curiosidad era más fuerte, por lo que me quedé y observé cómo atendía a otras personas. Me daba lo mismo que luego me echara en cara que me habría quedado, tal y como ella había predicho. Aquello no demostraba nada, porque yo sabía que en cualquier momento podía irme sin más contemplaciones y convertir a aquella clarividente en una embustera sin más que volviéndome y marchándome.
Su modus operandi, tengo que admitirlo, era bastante peculiar. Tras presentarse como Lena Dácranas y soltar unas cuantas vaguedades de sí misma —como hacen todos estos charlatanes— procedió a explicar los límites de su poder. Sólo respondía a preguntas globales de gran importancia y difusión. Cosas como qué ocurriría con el clima dentro de diez años, quién sería el próximo presidente de los Estados Unidos o cómo se llamaría el último disco de los Rolling Stones. No podía, además, proyectarse muy lejos en el futuro, por algún conveniente motivo que no acerté a suponer, ya que poco iba a importar lo que dijera que pasaría dentro de doscientos años si nadie podría llamarla embustera ni tampoco iba a estar viva para defenderse o que tan siquiera le importaran las opiniones de otros.
Tampoco revelaba nada relativo al pasado de nadie. En ningún caso que yo viera, al menos. Ésa sí me pareció una maniobra muy estratégica. Dado que no quería demostrar que tenía poderes, recurría a la vaguedad que otorga hablar del futuro y al hecho de poseer un hogar itinerante para cubrir sus huellas y desaparecer tras largar tonterías tales como que un conocido actor y culturista llegaría a ser gobernador de California.
Sin embargo me extrañaba que se negara por completo a responder preguntas de índole personal. Todo el mundo sabe que es el campo en el que estos sujetos sacan mayor tajada, y ella parecía rehuirlo de manera clara. ¿Por qué tirar piedras contra su propio tejado? Tal vez, supuse, ella misma se creía sus palabras, que poseía poderes, y no predecir el futuro o pasado de los demás constituía un mecanismo de autodefensa para no derrumbar el muro de mentiras que había construido en su cabeza.
A lo largo de sus pretendidas predicciones solía emplear con bastante asiduidad aquella extraña baraja de barajas. Antes de hacerlo soltaba un efectista cuento acerca de que estaba formada por las cartas más adecuadas de barajas de otros videntes, y que le había sido otorgada por su madre, de quien había heredado los poderes y aprendido la profesión. Si uno se fijaba bien descubría que, aunque no se identificaba una pauta a simple vista, parecía usarla a la hora de añadir pequeños detalles a la historia, la clase de ambigüedades que pueden ser verdad o mentira que no van a cambiar demasiado el conjunto. La puesta en escena era notable, sin duda, pero no dejaba de parecerme una orquestada pantomima.
Para cuando se hicieron las cuatro de la mañana y era ilegal mantener los puestos abiertos, la gente empezó a volver a sus casas y yo me quedé por ahí fingiendo indiferencia, pero sin dejar de mirar a aquella mujer en lo que desmontaba su puesto, ayudada por otros feriantes. Por un momento llegué a imaginarla como una persona sedentaria, con su empleo anodino en la ciudad, y una vida sencilla en un apartamento del centro, junto con su gato.
Cuando el puesto estaba recogido en su práctica totalidad me acerqué de nuevo al lugar. Uno de los feriantes me miró con mala cara. El gato pasó al lado mío como si ni siquiera estuviera ahí.
—¿Te ha molestado éste, Lena? —dijo mirándome de arriba abajo, como si calibrara mi fuerza física.
—No ocurre nada, no te preocupes. Tengo que hablar con él.
—¿Es él? —preguntó el musculitos, dejándome extrañado. Una cosa era fingir frente a una multitud y otra delante de un escéptico convencido. O bien se trataba de un gancho o bien creía en todas aquellas paparruchas, pensé.
—Es él —dijo Lena con firme convencimiento en su voz—. No le veía con claridad, pero ahora lo sé.
Cuando el puesto estuvo guardado, Lena se acercó a mí. Se movía con determinación, como si ya se hubiera enfrentado antes con tipos molestos como yo.
—Leozak, ven —dijo al gato, y éste se acercó sin pensarlo dos veces. Lena sacó comida para gatos del bolsillo y la puso en la palma de la mano. El gato empezó a comer.
—Buen truco —comenté.
—No es un truco. Los gatos se comportan así, están contigo si reciben algo a cambio. Estás empeñado en ver trucos en todo lo que te rodea. Por lo menos ahora. En tus historias visualizas a los personajes como marionetas, y no los consideras como lo que son, creaciones que pueden escapar de tu control.
—¿Ha leído mis libros?
—No. Aún no. Sé que lo haré, pero no logro ver los títulos.
—Qué conveniente —añadí.
—Hay un libro que sí veo en parte, pero no logro visualizarlo al completo. Es un libro rosa, y el título dice algo de un informe. Puedo atisbar éste porque sé que la trama habla sobre el futuro, y eso me atrae.
—He estado observándola, y siempre se empeñaba en resaltar que no puede predecir más que preguntas globales. ¿Es que mis futuros libros son algo de interés mundial?
—Tienes que prometerme que lo que voy a decir seguirá siendo un secreto, ya que no soy capaz de saber aún si cumplirás la promesa.
—Tiene mi palabra.
—Mi poder, Miguel, es muy sencillo de explicar. Todos nosotros somos capaces de, digamos, predecir el pasado, ya que tenemos recuerdos de él. Por el mismo motivo yo puedo predecir el futuro porque tengo recuerdos de él. Cuanto más cercano el futuro, más claros los recuerdos que poseo y más fácilmente puedo predecirlo.
—¿Y por eso no puede saber qué le pasará a otros?
—Yo no veo el futuro, sólo veo el mío. Por eso, para saber algo del pasado de alguien, tiene que habérmelo contado en los años siguientes. Ése es tu caso.
—¿Por qué iba a contar yo nada de mi pasado? —dije poniéndome a la defensiva.
—Porque no siempre estarás dominado por la amargura como ahora. Nuestras vidas se cruzarán en el futuro. Ya lo han hecho en el presente.
—No, no se han cruzado. Tú las has cruzado —fui consciente de que me dirigí a ella de tú por primera vez.
—No importan los motivos, sólo las consecuencias.
—Muy bien, demuéstralo. Demuestra que conoces mi pasado.
—Lo voy a hacer, pero también te voy a advertir de lo que va a pasar.
—Haz lo que quieras.
—Me mirarás con rabia e incomprensión, te darás la vuelta y te marcharás.
—Es posible que así lo haga, porque estás poniendo los ladrillos para generar una profecía autocumplida, como hacían los chamanes de las tribus al maldecir a alguien.
—Cuando tenías ocho años, antes del divorcio de tus padres —dijo como si no me hubiera escuchado— te pegaste con un niño en el parque. Le pegaste un golpe muy fuerte, tan fuerte que cayó al suelo y se quedó sin sentido. Tú te asustaste porque pensaste que lo habías matado. Te sentiste como si fueras uno de los villanos de tus series favoritas de la tarde, y empezaste a sentirte muy desconcertado. Luego el chico volvió en sí y no pasó nada, pero ya no volviste a ver esas series con los mismos ojos, porque por un breve lapso de tiempo te sentiste identificado con los malos en vez de con los buenos.
En aquel momento me quedé muy callado, sin decir una sola palabra. Fue un acto reflejo, instintivo por completo, pero la miré tal y como ella dijo que haría, sólo que ninguna excusa en mi cabeza pudo convencerme de que había generado las circunstancias para que aquello fuera una maniobra de ilusionismo bien orquestada. Nunca había contado eso a nadie, y eso sólo me dejaba con dos opciones, o bien que decía la verdad, o bien que podía leer mentes. Por un momento se me ocurrió la posibilidad de que hubiera estado allí como testigo, pues su edad era similar a la mía, pero al margen de lo improbable de que pudiera reconocerme y buscarme después de tantos años para engañarme, no podía saber lo que pensaba. En absoluto.
Lo peor de todo, sin duda, consistía en que no había el más mínimo atisbo de vaguedad en sus palabras.
Me giré sin añadir nada y me marché con calma, sin ninguna prisa y sin volverme, uno de los rasgos que me caracterizaban en aquellos días, casi diría que simplificaba mi vida entera: no mirar atrás. Ni a una chica guapa al cruzarme con ella en la calle, ni a un conocido del que me estuviera separando.
Al día siguiente, a la misma hora, regresé, poco antes de que terminara de recoger el puesto.
Sólo hicieron falta un par de pruebas más para convencerme de las palabras de Lena. Simples test inocuos, que no resultaran tan chocantes como la demostración inicial. Yo aporté las preguntas y ella las acertadas respuestas, que no hubiera podido acertar a no ser que yo mismo la hubiera hablado de ello.
Por supuesto, conté con más precisión aquellas historias, como si con eso cerrara el círculo. Y no dejaba de ser gracioso que aquello no hacía más que corroborar la versión de Lena de cómo funcionaba su poder, porque ella contaba las cosas como quien cuenta una anécdota que no ha vivido, con objetividad pero sin resaltar los detalles. Lo narraba como quien narra el resumen de un libro o la sinopsis de una película. Olvidando los matices, incluso, y recuperando otros a medida que se acercaba el momento de que oyera la historia completa de mis propios labios.
Muchas veces, al mismo tiempo, cogía la baraja y sacaba cartas al azar mientras hablaba. Como supe más tarde, la baraja no tenía más utilidad para ella que la de introducir frases disonantes.
—¿Con qué motivo haces eso? —pregunté.
—Es un sistema para aportar errores en lo que digo. Por medio de procedimientos memorizados, y estudiando el aspecto de la persona con la que hablo, añado comentarios que son falsos con certeza total o casi total. De ese modo no llamo demasiado la atención.
Estudiar al cliente y jugar con su percepción era un truco que todos los videntes empleaban. Lena debía ser la única que lo utilizaba para desprestigiar sus resultados.
—En ese caso, ¿por qué no dejas la videncia?
—Es lo único que sé hacer.
—No me hagas creer algo así. Puedes viajar con los feriantes, pero no eres uno de ellos. No hay más que verte.
—Por favor, Miguel, no sigas. No sigas insistiendo.
En aquel momento noté algo terrible en su voz. Como si me estuviera suplicando, implorando por algo. Como si su vida estuviera en mis manos. Ella era capaz de ver cosas que yo no. Podía estar recordando un futuro que no sabía si lo quería vivir. Tal vez con cosas que le gustaban y cosas que no, y por eso no lograba decidirse.
—Sólo digo lo que ya sabes. Tú no has estado siempre con ellos, ¿verdad?
No hacía falta ver el futuro para darse cuenta de algo así, ni siquiera hacía falta estar atento a los detalles. Al contrario de lo que mucha gente cree, un escritor no tiene por qué ser observador. Es alguien que inventa, pero él pone las normas de la invención. Su imaginación puede distorsionar sus conclusiones acerca de los que le rodean. Puede saber sin lugar a dudas que un personaje de una película es el asesino o el traidor, pero en la vida real dudará, porque en la ficción las normas son muy claras —si aparece un loro en el relato, ese loro en algún momento cantará— pero la realidad no funciona así. El que piensa lo contrario trata a las personas como si fueran personajes y viceversa.
—Es cierto — cogió a Leozak y le rascó en la barbilla—. Mis padres eran abogados y vivíamos en una gran casa, en el sur. Un día me desperté sobresaltada. Había soñado que morían en un accidente de coche y tenía que ir a su entierro con mis tíos. Todo se hizo realidad en los días siguientes, y fue la primera manifestación de mis poderes. Pronto empecé a tener tales pre-recuerdos sin necesidad de soñar, y a poder ver más lejos, no sólo el día siguiente. Cuando alcancé la mayoría de edad, en vez de estudiar, me uní a una de las ferias de la ciudad. Convencí al dueño para que me admitiera sin necesidad de revelar el alcance de mi poder. Sin embargo algunos feriantes lo descubrieron por el sencillo motivo de que al compartir mi vida con ellos podía revelarles hechos de su futuro que me veía obligada a contar.
—¿Tus visiones cambian o siempre se cumplen?
—No lo sé. Hasta la fecha no han cambiado. Me he entrenado para saber unos cuantos detalles relevantes del futuro, ganar una cantidad modesta de dinero y no llamar demasiado la atención. No es para tanto predecir el nombre del próximo presidente de los Estados Unidos, sobre todo si se introducen errores que convierten la predicción en ambigua.
—Tienes que intentar ayudar a otros. Posees un gran don.
—¿Para qué iba a hacer eso? Si me creen me considerarán responsable de sus desdichas, y si no me creen me tomarán por una saboteadora que ha provocado las desgracias de las que habla.
—Pero puedes prevenirles de lo que se avecina. El mundo está cambiando, Lena. Los escritores de ciencia ficción como yo lo comprendemos, y muchos tratamos de advertirlo. Pero tú no especulas, tú sabes. Tus palabras construyen el destino de nuestra sociedad.
—No, por favor. Ya pensé así antes, y concluí que no funcionaría.
Decidí arriesgarme y usar la última carta que tenía.
—Por favor, Lena. Sabes qué es lo que ocurrirá, y por eso te resistes.
Me miró de manera muy parecida a como yo la miré cuando habló de mi infancia. Por un momento pensé que iba a abofetearme.
—¿Por qué me haces esto?
Me acerqué a ella y la besé. Sólo eso, sin pensar por qué ni para qué. Aún a día de hoy me devano los sesos pensando si ella sabía o no que lo iba a hacer.
—Tengo que seguir ayudando en otros puestos —dijo mientras se levantaba. Me dejó ahí, solo, tal y como me merecía, aunque yo no fuera consciente en aquel momento.
Regresé los días siguientes y nuestra relación personal dio un paso adelante, pero no volvimos a hablar de mi sugerencia. Me arrepentí de haberlo hecho y esperé que ella lo hubiera olvidado, pero intuía que no sería así. Había plantado en ella una semilla de incertidumbre, una carga muy pesada que no tenía por qué soportar. Lena tenía tanto derecho como cualquier otro a llevar una vida apacible y normal, pero yo no se lo había hecho ver, todo lo contrario. Y, como supe más tarde, ella sabía que yo diría algo así, pero no con qué palabras, y eso era algo para lo que no estaba preparada por mucha clarividencia que poseyera.
Cuando la feria se marchó, Lena me comunicó que había decidido quedarse en la ciudad. Me faltó tiempo para sugerir que se quedara conmigo, cosa que aceptó con la condición de que no viviría, ni mucho menos, mantenida, y tendría una habitación alquilada como si fuera un inquilino anónimo cualquiera.
Después de un tiempo Lena siguió pagando el alquiler de su habitación aunque ya no durmiera en ella.
Para ganar dinero empezó a usar su poder para ayudar a otros, tal y como sugerí. Lo primero que hicimos fue formar equipo para escribir libros de ciencia ficción. Como había que preparar a la gente poco a poco, introducíamos en tramas que yo tenía ya preparadas elementos que Lena sabía que ocurrirían. Empezamos con acontecimientos que pasarían en unos pocos años, para que pudieran ser corroborados con facilidad, y que nos parecieran de gran importancia, tanto en términos sociales como políticos. Hablamos de las crisis económicas que se producirían, de los cambios sociales que habría y también de acontecimientos políticos, como la marcha de un importante país de la Unión Europea. Vaticinamos los desastres ecológicos más recientes y las propuestas realizadas para solucionarlos. Preparamos, en definitiva, a la sociedad para lo que se avecinaba.
Resulta irónico que muchos de nuestros libros fueron rechazados por las editoriales bajo la crítica de demasiado fantasiosos e incoherentes, y recordé que algo parecido le sucedió a Julio Verne cuando anticipó el fax en una de sus primeras obras. Otros, sin embargo, sí que fueron aceptados, y cimentaron la carrera común de ambos.
Al cabo de un par de años, más o menos, ganamos uno de los premios más prestigiosos del género. La primera edición fue de color rosa y trataba acerca de viajes en el tiempo, con especial énfasis en el viaje al futuro lejano. Lena me ayudó en algunas partes del libro, y lo más curioso es que su aporte en aquella ocasión no consistió en vaticinar nada, sino en aportar aspectos de la trama y los personajes.
Por mi parte no hacía más que alabar el esfuerzo de Lena en la pormenorizada construcción de tramas, mientras que yo me llevaba el mérito de poseer un gran talento narrativo y de dominio de los personajes. Los críticos calificaban a Lena como «una visitante del futuro que ha nacido en el presente».
No tardamos en formar parte, junto a otros autores nacionales, de un pequeño grupo de consejeros de asuntos sociales para el gobierno, al tiempo que muchas celebridades querían contactar con nosotros para que les reveláramos hechos de su vida futura. Algunos de ellos creían de verdad que Lena tenía poderes, y lo manifestaban sin tapujos. Otros, si bien eran más prácticos y no se lo habían planteado, se limitaban a observar las estadísticas de aciertos. Muchas veces especulábamos aun sabiendo que no estábamos en lo cierto, ya que la ciencia ficción, al contrario de lo que muchos lectores piensan, es mucho más que predecir, también es filosofar acerca de la naturaleza del ser humano poniéndole en un escenario hipotético, ya sea presente, pasado o futuro. Para esa gente, esas ocasiones eran errores menores que no tenían en cuenta, revelando que no comprendían en realidad nada de la motivación de nuestros escritos.
El caso es que más o menos por aquel entonces comenzaron los problemas.
A medida que pasaba el tiempo, Lena se proyectaba más lejos hacia delante. Teníamos la teoría de que estaba ocurriendo aún a más velocidad de la que esperábamos porque su poder se había sometido a un constante entrenamiento, de modo que igual que uno no abandona el pasado si siempre tiene la mente en él, Lena no podía ignorar el futuro y venía cada vez con más facilidad a su memoria.
De ese modo vivir con ella fue una experiencia… extraña. Siempre sabía lo que iba a decir, y también cómo iba a reaccionar. No importaba que supiera que íbamos a discutir, no podía impedir que la discusión no tuviera lugar. No había manera de sorprenderla en un aniversario o en su cumpleaños, aunque ella siempre era comprensiva y agradecía el regalo o la velada sorpresa. En realidad fueron pequeñas taras que no mermaron demasiado nuestra relación.
El primer problema serio empezó cuando Leozak enfermó. Lena se sintió triste incluso antes de que sucediera y, aunque el animal se salvó, lo pasó bastante mal durante un tiempo y luego se animó cuando yo mismo aún no sabía si mejoraría. Del mismo modo, empezó a dejarse llevar por la pesadumbre mientras concluía que su ayuda a otros era vaga, inútil e innecesaria, que no podía aconsejarles en los asuntos más importantes, y cuanto más sabía del futuro peor era la sensación de fracaso, como si tuviera las manos atadas y viera todo suceder ante sus ojos.
El grupo gubernamental, por otro lado, comenzó una campaña de presión sobre Lena para que hablara de todo lo que sabía. No sé muy bien qué pensarían de Lena, tal vez que tenía fuentes muy buenas y fiables, tal vez incluso sospechaban la verdad, pero el caso es que parecían ser conscientes de que había más de lo que habíamos revelado a los medios.
Un día de marzo un agente vino a casa. Vestía de traje, y aún sigo sin saber a qué organismo representaba, si es que representaba a alguno. Le hicimos pasar y se sentó como si la casa fuera suya y nosotros fuéramos los invitados.
—Iré al grano, señorita Dácranas —dijo con un tono de voz más imperativo de lo recomendable—. Sabemos que se va a producir un atentado en los próximos días. Un atentado que estará dirigido a la población civil. Sabemos que usted puede contarnos más, mucho más. Para eso he venido.
—No hay nada más que pueda añadir, agente —se apresuró a decir Lena. Pero yo sabía que llevaba varias semanas muy nerviosa, incluso asustada. Como si fuera a ocurrir algo que tambalearía los cimientos de nuestra ciudad.
—No me mienta —dijo el agente sin cambiar el tono de voz, como un autómata—. Puede que muchas vidas dependan de sus palabras. No me haga decirle qué pasaría si nos ocultara información.
—Nada de lo que diga podrá salvarles, ¿entiende? Ellos morirán de todos modos.
—A qué se refiere, ¿quiénes morirán?
—¡Morirán muchos, y aunque yo le escriba todos los detalles el gobierno mentirá de todos modos y ocultará pruebas!
—Hable ya, ¿qué pasará, dónde?
—Será mañana. Muchos se salvarán por eso, porque mañana muchas universidades cerrarán, y el tren no viajará tan lleno como otras mañanas.
—Lena, ¿qué ocurrirá? —pregunté inquieto. Se levantó, cogió un mapa del metro y señaló una estación de tren, una de las más concurridas de la ciudad. Se sentó de nuevo y se puso a llorar.
—Mañana, once de marzo, será un día que pocos podrán olvidar —dijo pasándose la manga del jersey por los ojos.
El agente se fue de allí cuanto antes tras tomar múltiples notas en privado con Lena, pero sabíamos que volvería. Lena pasó mucho miedo. No quise preguntar los detalles de lo que había revelado, pues sabía que sólo serviría para agravar su dolor.
Al día siguiente encendimos la televisión. Todo había ocurrido tal y como Lena había anticipado. Varias bombas en varias estaciones de tren, gran cantidad de muertos, confusión, caos. Ambos nos miramos y por primera vez logré ponerme en su lugar, comprender los límites de su poder.
La abracé, pero ella se apartó.
—No, Miguel —dijo con tono de lástima—. Tengo que marcharme.
—¿Vendrán los del gobierno a por ti?
Lena miró por la ventana.
—No —dijo sin que pudiera deducir si me mentía—. Pero tengo que hacerlo. Tengo que irme. No puedo hacerte partícipe de esto.
—Lena, por favor, piensa bien lo que haces. Tu poder no te deja razonar con claridad.
—Al contrario, Miguel. Lo veo todo cada vez más claro, ése es el problema. Yo no puedo tener una vida normal, y tampoco puedo ayudar a otros. Sólo soy una observadora, y no puedo dejar que compartas esa carga conmigo. Esto se acabó. Lo nuestro se acabó.
—No se acaba si tú no quieres, Lena.
—Sé que se acabó, ¿no lo entiendes?
—Es el momento de demostrar que podemos cambiar tu percepción del futuro, poseer libre albedrío.
Lena me miró con lástima. Yo mismo era incapaz de creerme mis propias palabras.
—Por favor, no lo hagas más duro de lo que es.
Leozak se acercó a Lena y la tocó con la pata delantera para pedirle comida. Cogí mis llaves y abrí la puerta. Sabía que cuando volviera ella ya no estaría, pero suponía mejor alternativa para ambos a quedarme allí mientras ella recogía sus pertenencias.
—Adiós —dije cerrando tras de mí.
Para cuando regresé, Lena ya no estaba. Se había llevado muchas menos cosas de las que pensé que cogería. Leozak estaba también allí. Aquello no me gustó. Lena quería muchísimo a ese animal. Si lo dejaba a mi cargo no esperaba para sí misma un destino demasiado agradable.
Ningún agente vino a preguntar por Lena, lo que no hizo más que corroborar mi teoría de que sabían que ella poseía información privilegiada. Debía encontrarla cuanto antes, y a eso dediqué todo el tiempo disponible.
Dejé instrucciones a mi agente de qué hacer con mis manuscritos y que los royalties de libros anteriores, así como el dinero de futuros contratos, llegaran a mi cuenta corriente. Me llevé conmigo a Leozak, de quien ya nunca me separaba, y me embarqué en una búsqueda desesperada. Pensaba que ella sabía si nos volveríamos a ver algún día, y luego razoné si hubiera querido ese conocimiento para mí mismo. En la compañía de otro ser humano se busca una mente con la que poder ser sorprendido, que no podamos controlar. Algo diferente a uno mismo. Lena no podía tener eso.
Lo primero que hice fue tratar de contactar con las celebridades que alguna vez habían pedido su ayuda, ya que muchos de ellos no se filtraron a la opinión pública y por tanto no la buscarían por ese camino. Siempre con cuidado de que no me siguieran, al menos que yo supiera, contacté con todos los que recordaba. La mayoría de ellos no la habían visto, pero algunos sí lo hicieron de manera esporádica.
Fui avanzando a saltos, de testimonio en testimonio, y a medida que avanzaba en la búsqueda comprendía que Lena se estaba hundiendo cada vez más en su desesperación. Los famosos de primera línea empezaron a ser sustituidos por personajes de medio pelo y acabó por mezclarse con gusanos de escasa reputación moral. Con cierto riesgo personal y al sacrificio de tener que regresar a los tiempos en que el mundo me parecía repugnante y traicionero, descubrí que Lena se había ganado una reputación como persona con la que había que contactar para airear los trapos sucios de algún enemigo. Su terrorífico procedimiento consistía en volverse cercana a la víctima, llegando a intimar con ella, para luego averiguar la información necesaria para desprestigiarle. Todo el mundo estaba, extraoficialmente, encantado con su trabajo, ya que lograba obtener secretos inconfesables.
Yo sabía que la cercanía de Lena a esos pobres incautos se debía al hecho de que para saber algo de su pasado tenía que convertirlos en parte de su vida personal. Lamenté que hubiera acabado cayendo en algo así para sobrevivir, y que estuviera haciendo lo contrario de lo que en un principio ella había deseado. Eso estaba pasando por mi culpa, por lo que más que nunca tomé la determinación de encontrarla y ayudarla.
Un día obtuve una información descorazonadora. Para ello, tuve que ir a la cárcel a hablar con un alcalde corrupto que había sido detenido por fraude urbanístico. Durante la detención, y siempre según sus palabras, Lena también había sido capturada, pero no aparecía por ninguna parte, como si se la hubiera tragado la tierra. Y entonces me di cuenta de que ellos habían llegado antes que yo.
Llegado ese punto las palabras serían más útiles que los actos. Volví a casa después de aquel peregrinaje y me puse en contacto con todos los amigos escritores que pude encontrar, tanto del propio país como del otro lado del océano. Muchos de ellos habían conocido a Lena, incluso les habíamos invitado a comer o cenar a casa en bastantes ocasiones, y me apoyaron sin reservas. Montamos una campaña mediática sin precedentes que trató de ser ocultada de todas las maneras posibles. Las siempre precarias ventas de nuestros libros empezaron a descender, pero eso no nos detuvo gracias a Internet, y al fin recuperamos nuestro estatus debido a que en nuestros respectivos países la ciencia ficción es un género tan poco considerado que todos nos conocemos a todos, y por tanto si atacan a uno atacan a todos.
Pasaron varios lentos años en los que nada pareció cambiar, hasta que un día de invierno recibí una llamada que me citaba en un parque cercano a mi casa. Advertí a varios de mis conocidos más cercanos, incluyendo mi editor, me llevé mi grabadora y me dirigí a la cita, de noche en un parque medio vacío, aunque los pocos sujetos que circulaban por la zona no nos molestarían demasiado.
Sin que me sorprendiera, allí estaba el mismo agente que entró en nuestra casa aquel fatídico día.
—Celebro que haya venido —comentó subiéndose el cuello de la chaqueta.
—Bien, aquí estoy. Dígame qué quiere.
—Quiero que nos deje en paz. Usted sólo nos resulta molesto, pero no por eso nos limitaremos a ignorarle para siempre.
—Eso sería un favor por mi parte, y por tanto necesitaría que me hicieran otro favor.
—Sé lo que va a pedir.
—Es una pena que no lo hubiera deducido antes.
—Antes de que declame uno de esos discursos que a ustedes los escritores tanto les gustan, le diré que no hemos hecho nada que no pudiéramos hacer. Lena Dácranas había cometido varios delitos de violación de la intimidad, soborno y estafa, y fue juzgada y encarcelada.
—No como una civil.
—Claro que no. En cuanto supimos de sus capacidades tuvimos que tomar una decisión muy difícil, ocultarla para que ayudara a su país. Y lo ha hecho. Con creces.
—Piensan tenerla encarcelada de por vida —dije furioso.
—De hecho por eso nos hemos puesto en contacto con usted. Lena Dácranas se fugó hace tres meses.
—¿Se fugó?
—Alguien con sus cualidades es capaz de ello sin muchos problemas. Por otro lado sus servicios empezaban a resultar insatisfactorios y la vigilancia se relajó, con lo que facilitamos su huída.
—Ya veo. Y por eso viene a decirme que me olvide de ustedes.
—Más o menos.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Porque podemos facilitarle a cambio información de su posible paradero. No gran cosa, pero menos es nada.
—Es una trampa para encontrarla.
—Créame, ya no nos interesa. Como suponemos que sabrá, ella sólo podía ver el futuro concerniente a sí misma. Por ese motivo, a pesar de su cautiverio, la manteníamos informada del mundo exterior. Poco a poco empezó a aislarse, pero tratamos de impedirlo. Sabíamos que no podría ver más allá de su propia muerte, pero siempre podía interesarnos en el periodo intermedio.
—Malditos manipuladores…
—Sin embargo —continuó como si no le hubiera interrumpido— llegó un día en el que no veía nada más que una imagen repetida.
—¿Qué imagen?
—Aquí llegamos a un trato.
—De acuerdo, les dejaré en paz —aseguré, pensando en conservar la grabación de la conversación, por si existía la necesidad de recurrir a ella—. ¿Qué imagen?
—Una cueva. Frío, oscuridad. Insistimos en los detalles, que nos han hecho deducir que está en las montañas del norte, a las afueras de la ciudad. Si no vamos por ella es porque sabemos que no se moverá de allí, por lo que a efectos prácticos no supone ningún peligro ni nos reporta beneficio alguno.
—Y piensan dejar que se pudra allí.
—Haría bien en dejarla a su aire —comentó el agente—. Creo que no le va a gustar lo que vea.
Sentí la necesidad de asestarle un puñetazo en pleno rostro, pero sabía que eso no ayudaría a Lena, sólo a mí. Y lo más importante era pensar en Lena.
Me largué sin dirigirle la palabra ni volverme atrás. Como en los viejos tiempos del odio.
—Recuerde —le escuché recitar mientras me alejaba—, tenemos un trato.
Aquella misma noche, nada más entrar en casa y sin pensármelo dos veces, cogí los bártulos que consideré necesarios, metí a Leozak en una cesta de viaje y tomé el primer autocar que me llevara a las montañas. Llegamos al amanecer y me bajé en cuanto vimos el primer puesto en el camino. Sin revelar al guarda mi verdadera intención, le pedí un plano de grutas naturales de la zona para un recorrido turístico. Tras insistirme que tuviera cuidado debido a las bajas temperaturas, emprendí la marcha buscando cueva por cueva. No sabía cuánto podría tardar en encontrar aquella donde ella se encontrara, ya que había muchas rutas para explorar, y tras convencerme de que sería inútil buscar a ciegas, comencé a guiarme por las indicaciones de otros montañeros con los que me iba cruzando, que me hablaban de indicios de presencia humana que habían presenciado o de los que habían oído hablar.
Pasé casi una semana en aquellas montañas que, si bien no implicaba riesgos ya que no eran escarpadas ni apartadas, mermó mi salud de manera considerable, pues no estaba acostumbrado a un ejercicio tan prolongado. Leozak, sin embargo, se había acostumbrado muy bien al cambio de entorno, pero no se separó de mí a pesar de ello. El ambiente de la feria había hecho que ese gato estuviera acostumbrado a la libertad condicionada, y por otro lado sabía que junto a mí tenía asegurado el sustento alimenticio. Cazaba por necesidad y por instinto, pero siempre volvía a mi lado, como si fuera un gato de una finca de pueblo cualquiera.
Al fin encontré la cueva que estaba buscando. Entré en ella, el gato junto a mí, y la noté fría y hostil, incluso en pleno mediodía. Avancé con calma, por miedo a encontrar un oso o algún otro depredador peligroso, pero la encontré a ella.
La de mi linterna era la única luz que reverberaba en aquel lugar. Lena estaba acuclillada, sin mirar a ninguna parte. Se veía sucia y demacrada, pero no parecía estar pasándolo mal. Incluso me dio la sensación de que la paz asomaba a sus ojos. Junto a ella descansaba la baraja, mojada y envejecida, con las cartas pegadas entre sí.
—Lena —dije, sin ser consciente de que mi voz se amplificaba allí dentro.
Me miró con lentitud pero no varió la postura. Leozak se puso junto a ella y le acarició la cabeza, entre las orejas. El gato empezó a ronronear. Lena siempre había sido su persona favorita, aunque no siempre los dueños son el favorito de sus mascotas.
—Sé por lo que has pasado —dije sentándome cerca de ella, pero no demasiado. No podía evitar comportarme como si tuviera frente a mí a un animal acorralado.
—Sé que lo sabes. Me buscaste por todas partes. Ellos hablaron contigo. Y no me contarás más porque no quieres que piense en eso.
—Lena, tienes que salir de aquí. Ven a la ciudad de nuevo.
—Sabes que no lo haré. Si lo hubiera hecho no hubiera podido fugarme. Aquí estoy bien. Ya lo comprendo.
—¿Comprender qué?
—Que estoy sola —prosiguió dejando ir a Leozak—. Que estoy sola en el mundo entero.
—Me tienes a mí.
—No. ¿No lo entiendes? No eres real.
—¿Qué quieres decir?
—Todo lo he inventado. Yo no tengo poderes, no veo el futuro. Lo que me rodea es producto de mi imaginación.
—Escucha, Lena, estás equivocada. Sí que tienes poderes, y creo que han llegado tan lejos que ves el futuro con mucha nitidez. Con tanta que piensas que es un producto de tu mente.
—Sé lo que vas a decir, Miguel, sé lo que voy a responderte. Conozco esta conversación desde hace mucho tiempo, antes incluso de fugarme.
Entonces recordé lo que había dicho aquel agente, que no querría ver en lo que se había convertido Lena. Para ella no existía diferencia entre realidad e invención. Si nada podía sorprenderla, resultaba fácil autoconvencerse de que todo era un producto de su propia voluntad.
—Pero tú y yo nos quisimos… tú y yo nos amamos…
—No. Lo que creía amor no era más que narcisismo. Lo que creía sexo sólo era masturbación.
—Créeme, Lena, tienes que hacer un esfuerzo.
—Estoy harta de hacer esfuerzos. Aquí estoy feliz. Ya sospechaba que todo era una mentira de mi subconsciente, pero aun así traté de llevar una vida propia, ya fuera en la feria o contigo. Estoy enferma, Miguel. Tú eres parte de la terapia. Aún no estoy curada, pero ya soy consciente de lo que me ocurre, y eso es un avance. En esta cueva, donde no me asaltarán mil recuerdos imaginados, donde sólo hay oscuridad y silencio, vivo al menos en paz conmigo misma.
Recordé la costumbre de los monjes tibetanos más radicales de refugiarse en una cueva y sepultarse desde dentro buscando meditar para alcanzar el Nirvana. Nada podía argumentar contra su decisión si ella misma no la veía como algo malo.
—Lo siento, Lena. Lo siento de verdad. Es mi culpa. Por mi culpa estás así.
—No tienes nada que sentir. Piensa que cuando muera despertaré y esta ilusión habrá acabado. Todo esto es sólo una mentira, y tú me has ayudado a comprenderlo. Más allá de mi muerte está la paz, el vacío. Y como sé que no crees mis palabras, piensa que la muerte será un descanso para mí. Creo que si lo comprendes estarás ayudando a una parte de mí, la parte de mí que está en ti.
Comprendí la inutilidad de tratar de convencerla de mi existencia, pero me resistía a irme así, sin más. Y sin embargo la razón me decía que se trataba de lo mejor que podía hacer por ella, que nunca había sido feliz más que allí.
—Adiós, Lena. Espero que encuentres al fin la paz.
Mientras me marchaba observé que Leozak se quedaba, junto a su verdadera dueña. A medida que me iba las sombras cubrían de nuevo el interior de la cueva, y poco a poco sólo pude distinguir a una mujer, junto a un gato, con una vieja baraja de cartas en la mano.
Aquella vez sí que me volví. Desde entonces siempre que me cruzo con una chica guapa, o cuando un grupo de gente observa algo que ha pasado en la calle, giro la cabeza y miro atrás. Porque no soy mejor que ellos, y ahora sé que mi pretendido orgullo no era más que una manera de ocultarme mis propias debilidades.
A pesar de que pensé que no volvería a escribir jamás, sí que lo hice. Entre otras cosas, esta historia que cuento ahora, por la que puede que no me premien nunca en ningún concurso y que tal vez nunca vea la luz, pero que debo relatar por mí y, sobre todo, por ella.
Nunca he vuelto a saber de Lena, pero cuando recuerdo lo sucedido entiendo que aquella experiencia, al menos, sirvió para salir de la tiniebla que era mi mundo. Y aunque ahora no es que sea un arcoiris de colores brilla lo suficiente como para no agrietarme por dentro. Por encima de todo el recuerdo de Lena en aquella cueva, buscando a su manera la felicidad, me impide rendirme antes de tiempo.
Todos tenemos derecho a obsesionarnos o ignorar nuestro futuro. Ahora comprendo que Lena nunca lo tuvo en realidad. Personalmente nunca suelo pensar en las cosas que sucederán con certeza, como el instante de mi muerte, y sin embargo me inquietan aquellas que puede que no sucedan jamás. Ella nunca pudo llevar a cabo esa elección. Estaba atrapada en su conocimiento, en los límites de su poder.
Atrapada en el sueño de Casandra.
© Copyright de Magnus Dagon para NGC 3660, Julio 2016