Por Mariela Pappas
Las ideas eran peligrosas, él lo sabía muy bien. El Tuerto se lo había advertido en su primer día de trabajo. ¿O acaso se lo había dicho en su primer día de vida? No podía saberlo con exactitud; la línea entre su primer día de vida y su primer día de trabajo eran difusas, tan efímeras como el humo de su cigarrillo, que escapaba de sus labios para mezclarse con el vapor del aire nocturno, alzándose por sobre los rascacielos. Pensamiento apagó su cigarrillo y extendió sus alas. Le habían quedado doloridas después de atravesar el túnel, pero prefería volar a caminar hasta la residencia del jefe. Mientras sobrevolaba la metrópolis miles de luces de neón parpadeaban bajo el peso liviano de su cuerpo, llamando su volátil atención. Las luces brillantes le hacían picar el cerebro, pero finalmente divisó la residencia de El Tuerto, ese monstruoso rascacielos que partía la negrura del cielo y resplandecía como la luz de la luna. Poco a poco, fue replegando las alas detrás de su espalda, hasta que sus pies tocaron el cemento de la cornisa. Aunque los guardias lo recibieron con miradas poco amistosas, nadie podía restringirle el paso. Caminó en forma altanera por los oscuros pasillos abovedados mientras sus botas producían un eco ominoso. La puerta del despacho del Tuerto estaba resguardada por los dos lobos de metal con las fauces abiertas. Los diodos opalescentes de las pupilas seguían cada uno de sus movimientos, recelosos y vigilantes. «Un día, cuando menos lo esperes, te voy a arrancar una», le susurró Pensamiento al lobo, mitad en chiste mitad en serio. El animal mecánico respondió cerrando sus mandíbulas con un golpe seco.
—Deja de molestarlo y pasa —ordenó El Tuerto.
La puerta crujió al abrirse. Dentro de su oficina, el jefe inclinaba su cabeza hacia la pantalla del suelo que nunca se apagaba. El cabello blanco colgaba como dos lonjas de seda enredada, y se teñía de un verde chillón gracias a las luces de la pantalla. En las paredes del despacho, varios recipientes resplandecían con luces propias, esperando que las ideas germinaran en su interior. Tantas luces eran tan tentadoras, Pensamiento sintió un molesto cosquilleo bajo las uñas al contemplarlos. Sí, las ideas eran tan peligrosas como las armas. Incluso más; pues penetraban tu mente de una manera que hasta parecía inocente, pero crecían insidiosas como la hiedra, y cuando menos lo esperabas, estabas envenenado; la idea te había consumido. Por eso su trabajo era simplemente transportarlas sin involucrarse.
—¿Cómo estás? —Posó su único ojo en Pensamiento. Las luces verdes surcaban cada arruga de aquel rostro eterno, y se teñían de amarillo en la barba hirsuta.
—Cansado —respondió el mensajero, y sacudió sus alas perdiendo unas pequeñas plumas negras en el proceso. El Tuerto asintió sin escucharlo; siempre hacía lo mismo.
—Tengo una idea nueva para que transportes —dijo.
—¡¿Otra idea!? —estalló, y más plumas cayeron al suelo por su exabrupto—. ¡No tengo ni diez minutos en este universo y ya me mandas a entregar otra! ¡El puente estaba congestionado! ¡¿Sabes lo que me costó regresar?!
—Este trabajo es urgente —respondió con calma—. Debes entregarlo a Alfheim.
—¡Alfheim! ¡Espero que me pagues horas extras o te denunciaré al Sindicato! —refunfuñó—. Hace años que no me das vacaciones. ¿Por qué no se lo encargas a mi hermano?
Pero conocía la respuesta; su hermano gemelo volaba de este a oeste, mientras que él solo de oeste a este. Era imposible que uno cumpliera el trabajo del otro; Memoria no podía transportar ideas de la misma forma que él no podía transportar recuerdos.
—Me preocupa tu hermano; está cada vez peor. Hace unos días se presentó borracho al trabajo. Le di el día libre.
Era cierto, suspiró Pensamiento. El trabajo de Memoria era mil veces más peligroso que el suyo; sobrevolar el pasado tenía consecuencias terribles, por ello su gemelo encontraba consuelo en la botella.
De nuevo, el Tuerto ignoró sus reclamos. En su lugar presionó unos botones de la pantalla, y de ella brotaron luces multicolores que pronto se materializaron en un niño.
—Debe haber alguna ley en contra de esto —murmuró Pensamiento. Nunca antes había transportado una idea con forma humana; aquello lo hacía sentir incómodo.
—Yo hago las leyes —respondió en tono severo—. Debes entregarla esta misma noche. No pierdas el tiempo; esta idea aún no ha germinado y no debe hacerlo antes de llegar a destino ¿entiendes? Es vital que la entregues sin demoras.
—¡¿Esta noche?! —protestó, pero pronto su jefe estaba inmerso en las luces de la pantalla infinita, las mismas que siglos atrás habían devorado su ojo derecho y ahora lo obligaban a cubrirlo con un parche. Pensamiento no tuvo más remedio que alzar al niño en brazos y caminar hacia la puerta. Antes de abandonar el despacho, El Tuerto le interrumpió:
—¿Pensamiento? No pienses en ella como un niño; no lo es. Es solo una idea. —Su único ojo pareció temblar con algo de miedo—. Y recuerda; las ideas…
—… son peligrosas. Lo sé.
Una vez en la calle, depositó al niño sobre la acera y cogió su mano. Una suave llovizna repiqueteaba sobre el asfalto. Nunca había trabajado con una idea de forma humana. ¿Cómo iba a transportarlo por el puente? Aún en un abrazo muy estrecho, se preguntaba si ambos cuerpos cabrían por él. De tan solo pensarlo le dolía la cabeza. Y también le dolía la espalda cuando pensaba en volar con el niño a cuestas.
Estaba considerando en exigirle al Tuerto que el seguro médico pague por esos dolores, y por la rehabilitación de su hermano, cuando el niño habló.
—¿Adónde vamos?
—Mi piso está a solo unas aceras de aquí. Haremos tiempo hasta que pare la lluvia —explicó. Le sorprendió aquella voz infantil; una melodía en Si bemol cuya agudeza no molestaba sus oídos, sino que los acariciaba —. ¿Cómo te llamas?
—Yo no tengo nombre —suspiró el niño. La lluvia había aplastado su cabello dorado y algunas gotas quedaron atrapadas entre las gruesas pestañas blancas. —Tal vez tú puedas darme un nombre.
—¡No voy a caer en esa trampa! —rió Pensamiento por lo bajo—. Si te bautizo, entonces nunca me dejarás en paz.
Caminaron bajo la lluvia, abriéndose paso entre humanos y entes por igual. El vapor de la suave tormenta empañaba las luces de neón de los rascacielos. Aun así, Pensamiento prefería caminar a volar. El niño no soltaba su mano, y los curiosos ojos estudiaban en silencio las alas negras plegadas en su espalda. Atravesaron el mercado callejero, donde los comerciantes se apuraban a proteger sus mercancías de la lluvia desplegando plásticos transparentes sobre las mesas. Entre aquel tentador paraíso de chucherías inservibles, los ojos de Pensamiento eligieron una joya sintética del mismo color del ámbar y la sangre. Sus dedos fueron veloces para cogerla y guardarla en el bolsillo de su impermeable sin que el vendedor lo descubriera, pero no para ocultar el hurto de la mirada del niño.
—¿Por qué has hecho eso?
—Es una compulsión —respondió fastidiado—. Mi hermano chupa, yo robo.
Pero por la expresión atónita del niño, era obvio que no lo había comprendido.
—¡Robar es divertido! —explicó de nuevo.
—¡Yo también quiero robar!
Pensamiento le demostró la técnica robando una bolsa de caramelos multicolores, pero cuando el niño intentó hacer lo mismo con unos chocolates, fue descubierto por el vendedor. Pensamiento lo tomó entre sus brazos y huyeron emprendiendo vuelo. Su piso estaba en el nivel veinticinco de un rascacielos que miraba hacia el sur, y que era iluminado por un dinamo magenta y púrpura. Con los pies sobre la cornisa, Pensamiento buscó las llaves de su bolsillo y abrió la puerta sin soltar al niño. Una vez adentro, él sacudió al agua de sus alas y su impermeable mientras su forzado huésped exploraba. Miró por la ventana, hacia las incontables luces que parpadeaban desde los edificios empapados. A lo lejos, se alzaba el rascacielos de El Tuerto, coronado por las nubes de la tormenta eléctrica.
—No vamos a viajar con este clima —decidió Pensamiento en voz alta. En el cristal empañado se reflejaban los rasgos afinados de su cara, y la nariz pálida que asemejaba un pico. Cuando volteó la vista, el niño estaba sentado en el suelo, rodeado de un centenar de envoltorios de caramelos vacíos.
—Tengo hambre —se quejó. El niño devoró todos los dulces y chocolates que habían robado, y luego continuó con las sobras que Pensamiento tenía en su cocina. No podía creer que alguien tan pequeño pudiera tragar tanto. Cuando su hogar quedó completamente despojado de alimentos, el niño eructó de una forma que Pensamiento considero adorable, y su pequeño cuerpo se desplomó en el suelo.
—Tengo sueño —se quejó con los ojos cerrados. Pensamiento lo alzó en brazos y lo llevó a su dormitorio. Lo arropó bajo las mantas de su cama y despejó el cabello mojado de su rostro con dulzura, ni siquiera había tenido tiempo de secarlo. Convencido de que una noche no postergaría demasiado su viaje, se deslizó bajo las mantas junto al niño. Cuando lo abrazó contra su pecho sintió que tenía el vientre hinchado. Sonrió. Después de tantos siglos durmiendo solo, era bonito sentir aquel pequeño cuerpo contra el suyo. Se quedó dormido mientras el niño babeaba sobre su pecho. A la madrugada lo escuchó quejarse:
—Me duele el estómago.
—Claro. Es por tantos dulces.
—¿Dónde está el baño?
—Por el pasillo.
Sintió la ausencia del calor contra su pecho y volvió a quedarse dormido. Cuando despertó, el niño no había regresado a la cama. Se puso de pie y las piernas le dolieron. Sus músculos estaban algo adormecidos, incluso sus alas. Miró por la ventana y a pesar de la negrura del cielo, supo que la tormenta había pasado. Podrían viajar sin problemas y el Tuerto nunca se enteraría de la demora. En cierta manera, le daba tristeza despedirse de su diminuto huésped.
Pero cuando golpeó la puerta del baño el niño no respondió. Y cuando finalmente la abrió de una patada, no lo encontró. En su lugar, una crisálida se había formado en su tina. Era tan grande que abarcaba la totalidad de la habitación, y la membrana elástica que la recubría era transparente como los recipientes en el despacho del Tuerto. Dentro de esa pupa que parecía latir al mismo ritmo de su pánico, se observaba una figura humana de cabello dorado. Pensamiento se cubrió la boca para no vomitar y huyó hacia la sala, donde la pantalla de la pared se iluminaba con un mensaje urgente de su jefe.
—¿Por qué no estás en Alfheim? —rugió el tuerto a través de la pantalla. Pensamiento cogió una silla y la destrozó mil pedazos. Con sus brazos todavía temblando, cayó de rodillas al suelo.
—¿Qué voy a hacer ahora? —jadeó. Pensó en llamar a su hermano, pero la pantalla estaba hecha añicos. Sentía los latidos de la crisálida en sus sienes, y aún con los ojos cerrados podía ver las intrincadas venas rojas que atravesaban la membrana, y ese rostro tan humano y tan dormido. ¿Por qué se había metido en ese aprieto? ¿Por qué tenía ese trabajo tan horrible? No recordaba el momento cuando El Tuerto lo había contratado como su mensajero, de alguna manera su existencia estaba ligada desde su inicio a transportar pensamientos. ¿Realmente había nacido, o El Tuerto los había materializado a él y a su gemelo de la pantalla verde de su oficina, como las ideas que le ordenaba transportar? A veces creía que uno de sus primeros recuerdos era salir volando de las orejas del Tuerto. Tal vez simplemente se estaba volviendo loco.
Se desmayó.
Unos dedos acariciando su barbilla lo despertaron.
—Qué hermoso eres —un siseo en su oído lo sobresaltó. Al momento que se despabilaba, se encontró nuevamente en su cama, abrigado por las cobijas. Entre sacudidas de sorpresa, reconoció el rostro frente a sus ojos. Estaba seguro de que era el mismo niño de la noche anterior, pero convertido en un adulto. Ahora era más alto y delgado que él, con manos de dedos largos y huesudos. Había perdido la gordura en las mejillas y el cuello, pero sus ojos y sus labios seguían siendo los rasgos más llamativos de su cara. Pensamiento se sintió tentado por los cuarzos de las pupilas y tragó saliva, nervioso.
—¿Cómo has crecido tan rápido? —suspiró. El otro solo sonrió. Se adelantó y besó sus labios.
—Dame un nombre y me quedaré contigo para siempre.
Pensamiento sintió que su sangre hervía. Las manos del otro se sentían frías contra sus mejillas. La cara del muchacho, al igual que su piel, era un halo de luz donde los labios brotaban como un carmín a punto de morir.
—Deberíamos partir. A Alfheim. —La voz le tembló—. No debí haberte retenido.
—Pero ya he germinado —explicó el muchacho con dulzura—. No le serviré a quien me entregues, tú me has hecho nacer.
Las manos buscaron las alas en la espalda y las acariciaron de una forma que le provocó escalofríos.
—El Tuerto te ha hecho nacer, yo no —replicó, alejando las manos del otro.
—Todos nacemos dos veces. El segundo nacimiento es el que cuenta —insistió, y las caricias se tornaron más persistentes. A Pensamiento le costó resistirse, y hasta le pareció doloroso.
—Quiero quedarme contigo —protestó el muchacho blanco.
—No importa lo que tú quieras. ¡No eres humano!
—Tú tampoco. ¿Por qué nuestros deseos son menos importantes?
El pecho le dolía, y sintió que no podía desplegar las alas. Su cuerpo estaba petrificado sobre su cama, apretado entre los brazos del muchacho que lloriqueaba en la curva de su hombro.
—¿Qué eres? —musitó.
—¡No soy un qué! ¡Soy un quién! —Se enjuagó las lágrimas contra su hombro—. Yo no tengo alas, pero vago entre la vida y la muerte igual que tú. No tengo pasado, por eso soy blanco. Si me nombras tendré un presente y tal vez un futuro. Dame un nombre y estaré completo.
Lo abrazó con tanta fuerza que Pensamiento temió que sus costillas se quebraran. Cuando el muchacho volvió a besarlo imaginó cómo sería su vida si no estuviera obligado a repartir mensajes. Si pudiera poseer un pensamiento propio en lugar de transportar ajenos. Nunca se había planteado la posibilidad de que existiese algo más allá del molde en el que había nacido. Pero los besos de aquel muchacho le prometían que sí; que había algo cruzando la línea de lo tangible y lógico. Las posibilidades eran infinitas, dolorosas y dulces. Le mordió el cuello, y la carne de aquel chico tenía el sabor cruel de la esperanza. Cuando el muchacho lo desnudó y acarició las plumas de su espalda, Pensamiento descubrió con una sonrisa que había sido envenenado de la forma más traicionera. Pero no emitió ninguna queja; le devolvió hasta la última de las caricias, desde la más sutil hasta la más brusca. Lo tumbó y lo penetró con fuerza, hasta que el chico estaba aullando con una expresión demente en los ojos de cristal jaspeado. Le arrancó algunas plumas negras durante el trance furioso, pero aquel dolor fue extrañamente placentero, y no fue suficiente para detenerlo. Le costaba respirar como cuando cruzaba el túnel entre universos, y ciego de placer se dio cuenta de que la vida, la muerte, el dolor y la sangre eran lo mismo. Lloró como un niño al nacer y al momento de derramarse en el interior del chico, solo una palabra escapó de su garganta.
—Me gusta ese nombre —respondió complacido.
—El Tuerto tenía razón. Eres peligroso —sonrió Pensamiento largos minutos más tarde, mientras acariciaba el cabello revuelto del muchacho acurrucado contra su pecho. Las mejillas todavía estaban arreboladas y le costaba respirar, pero lucía feliz. Él también estaba feliz, a pesar de que poco a poco recordaba el embrollo en el cual se había metido.
Escuchó unos pasos en su cornisa. Dejó al chico cubierto de sudor dormitando entre las sábanas y se levantó. Aliviado descubrió que era su hermano quien lo visitaba.
—¡Te estoy llamando hace horas! ¿Por qué no respondes? —se quejó su gemelo, con las alas todavía desplegadas al viento.
—Vete. No estoy solo.
—¿Tienes visitas? ¿Quién es?
—Contraté una prostituta. Ahora déjame en paz. No eres bienvenido.
Le estaba cerrando la puerta en la cara cuando Memoria arremetió dentro de la sala.
— ¿Hombre o mujer? ¡Cómo si eso le importara a alguno de los dos! Dile que soy tu hermano, tal vez nos hace dos al precio de uno. —Memoria se desplomó sobre el sofá y le dio una mirada extraña a la pantalla despedazada—. Con razón no respondes a las llamadas. ¿Tienes algo de beber?
—¡Tienes que irte ya! —Pensamiento intentó jalarlo de las alas cuando el chico salió del dormitorio, cubriendo su desnudez con la sábana.
—Está bien —confesó Pensamiento—. Te estaba mintiendo.
—Ya lo sé —respondió Memoria—, he visto tanta gente mentir que conozco todas las técnicas posibles. Además, ese chico parece elfo, y nuestros salarios no permiten algo así. ¿Vas a explicarme lo que está ocurriendo? El Tuerto está furioso y los rumores vuelan más rápido que nosotros dos juntos. Ya se está hablando de una guerra con Alfheim por un mensaje que no entregaste.
—¡¿Guerra?! —exhaló Pensamiento, y se llevó las manos a la cabeza. Quería explicarle todo a su gemelo, pero las palabras parecían atoradas en su garganta.
—¿Y quién eres tú? —Memoria miró al muchacho desnudo, el otro respondió mascullando su nuevo nombre con timidez y orgullo—. ¿Quién te ha dado ese nombre?
Los ojos redondos iluminaron a Pensamiento con algo de culpa.
—Ya veo —suspiró Memoria—. Mi hermano guarda una botella de whisky en el segundo cajón de la cocina. ¿Podrías traérmela?
Cuando los dos hermanos quedaron solos, Memoria volvió a romper el silencio.
—¡No puedo creerlo! ¡Mi propio hermano gemelo, enamorado de una idea! ¿Cómo pudiste?
—¿Vas a decirme que él no es real? ¡Porque lo es! ¡Está vivo, tan vivo como tú y yo!
—No es eso. Pero nadie conoce los riesgos mejor que tú. Sabes que ya no hay vuelta atrás. Y no puedes abandonarlo, pero él puede abandonarte a ti. Y si un día lo hace, el sufrimiento va a ser tan grande que desearás nunca haberle dado vida.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —gruñó Pensamiento, furibundo—. Pero por algún motivo…nada de eso me importa.
El muchacho regresó con el whisky y Memoria lo vació de un trago.
—No estoy enojado contigo, hermanito. Estoy feliz —dijo, y se preparó parta beber de nuevo—. Es tan solo que hace tanto que no siento nada, que todas las emociones se ven igual en mí. Incluso a mí me cuesta diferenciarlas, como me cuesta diferenciar el sabor de la bebida. Mi corazón está tan entumecido como mi garganta.
—¿Estás feliz? —preguntó Pensamiento, confundido.
—Feliz y aterrado, igual que tú. Pero por motivos diferentes. —Asintió Memoria—. De todos los recuerdos que he tenido que transportar, el noventa por ciento están relacionados con el amor, de una u otra forma. Y son asquerosamente dolorosos una vez que cruzan el umbral al pasado. Es como si se pudrieran; la felicidad se tiñe de tristeza, los momentos dulces cobran un dejo a podrido cuando pertenecen al pasado. Y curiosamente, algunos momentos amargos se deforman hasta parecer exquisitos cuando los tiñe el tiempo pasado. Los hombres lo llaman nostalgia. Yo nunca la entenderé.
Memoria volvió a vaciar su trago. Pensamiento observó la figura en su sofá, era casi como observar su propio reflejo. Los mismos ojos negros y brillantes, pero más vidriosos y con los párpados cansados. La misma estatura impresionante, pero reducida por el encorvar de su espalda. Los mismos pómulos puntiagudos, pero consumidos por una delgadez que hacía ver la piel azulada. Incluso los movimientos de Memoria se sucedían en cámara lenta, así como su vuelo siempre había sido más parsimonioso y elegante.
—Estoy enfermo, Pensamiento —suspiró—. Sobrevolar el pasado es algo peligroso. Cuando este te sujeta del tobillo no te deja ir nunca más. La tristeza es ponzoñosa. Mis alas pesan, cada día me cuesta más levantar vuelo. Simplemente, no le encuentro sentido. El pasado me pesa, y a ti te pesa el futuro.
—¿De qué hablas?
—Nadie vuela más rápido que tú, eres el orgullo del Tuerto —sonrió con amargura—. Pero no tienes forma propia, solo entregas pensamientos ajenos, que nunca te pertenecen. Cargas en tus tobillos un futuro que nunca ha llegado, y que si lo hace, ni siquiera será para ti. Pronto esa carga será imposible de soportar, y te enfermarás igual que yo. Seguro que tu compulsión por robar cosas brillantes ya se está saliendo de control, ¿verdad?
—¿Qué debo hacer?
—Sin quererlo, has materializado un presente, un lujo con el que ninguno de los podíamos soñar. Abrázalo antes que sea tarde, antes de que pise mi territorio. —Memoria se puso de pie y caminó hacia la cornisa.
— Espera! —Pensamiento lo sujetó de la muñeca. Su hermano ya tenía un pie acariciando el aire.
—No te preocupes por el trabajo; yo puedo hacer doble turno por ti. Tal vez hasta me haga bien alternar un poco pasado con futuro. —Besó a su hermano en los labios por última vez—. Huye con ese chico, pero hazlo ahora mismo. Pronto los lobos vendrán por ti.
Memoria alzó vuelo, y se perdió en el vapor del horizonte. Por primera vez en su vida, Pensamiento obedeció a su hermano mayor; abandonaron el edificio cargando lo mínimo y necesario en un pequeño bolso. Solo tenían que llegar al puente sin ser reconocidos; una vez allí podían viajar a cualquier universo y empezar una vida nueva en el exilio. Pensamiento se colocó el impermeable por encima de las alas para ocultarlas, y decidieron caminar en vez de volar. El joven blanco no soltó su mano en todo el trayecto, igual que cuando había sido un niño. Aquello se sentía como una eternidad atrás. El cemento se reflejaba en sus ojos y los hacía ver del mismo color del océano.
El puente estaba tan congestionado como en cualquier día laboral, y el corazón de Pensamiento latía con furia y miedo dentro de su pecho. Conocía al guardia que estaba de turno; estaba tan agotado por las horas extras mal pagas que rara vez verificaba documentación. Lo reconoció al instante y le preguntó cuál era su destino.
—Vanaheim —respondió en forma instintiva. El clima era siempre templado y bonito, y lo más importante; era un universo políticamente neutral.
—Muy bien. Ya sabes el camino. —El guardia selló el pasaporte y se lo devolvió. Una vez al borde de la plataforma, sujetó al otro entre sus brazos. La negrura del abismo asomaba bajo sus pies. El chico parecía asustado al ver el prisma gigante que flotaba en el vacío, girando eternamente, reflejando, refractando y descomponiendo la luz en siete colores. Ese haz policromático era el puente a las nueve dimensiones que Pensamiento había cruzado en innumerables ocasiones, pero ¿de qué servían sus alas si nunca había volado por deseo propio? Estaban unidas a su espalda, pero ¿realmente le pertenecían a él cuando el fruto de sus vuelos beneficiaba al Tuerto?
—No tengas miedo —le reconfortó Pensamiento mientras lo envolvía en sus alas negras. Pero cuando vio los ojos de su amado, en ellos vio el reflejo del Tuerto acechándolos. El abrazo fue roto por un lobo mecánico que se abalanzó al cuello de Pensamiento. Esos colmillos forjados en acero puro sujetaron su garganta con furia, y lo tumbaron de espaldas. Intentó patear y golpear a la bestia, pero no había manera de quitárselo de encima. Escuchaba al muchacho llorar y los pasos chirriantes del segundo lobo acercándose. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando la bestia lo liberó por orden del Tuerto. Pensamiento se incorporó y se llevó las manos a la garganta mientras recuperaba el aliento. Las rodillas le temblaban, y vio a su jefe de pie frente a él. El muchacho pálido sollozaba a un lado, y las lágrimas habían manchado el pecho de su camisa.
—¿Realmente creíste que ibas a escaparte de mí? —sentenció el anciano. Los dos lobos de metal esperaban a ambos lados de su figura, y las pupilas centellaban de un rojo encendido.
—No me importa —respondió Pensamiento. El llanto del chico le dificultaba articular sus próximas palabras. Era lo más horrible que había oído—. No puedo seguir viviendo en los aires, transportando ideas… ¡Necesito materializarme!
—¿No estás viejo para crisis adolescentes? —rió el Tuerto—. ¡Eres El mensajero, un espíritu del aire! Tú no tienes hogar, vagas entre mundos… ¡no necesitas materia!
—No la necesito, pero la deseo.
—Al igual que a él, ¿verdad? —Le echó una mirada al joven.
Pensamiento asintió.
—De acuerdo… si ya le has puesto nombre, entonces no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Además, no me importa la guerra, a mis hijos les encanta y hace tiempo están sedientos por una. —Accedió, y por algún motivo aquellas palabras fueron aterradoras. El otro se estaba enjuagando las lágrimas y cuando Pensamiento quiso caminar hacia él fue interceptado por El Tuerto.
—Pero sabes que un regalo reclama un regalo a cambio, así es la ley. Yo tuve que entregar mi ojo para poder acceder a la información de la pantalla infinita. Tú también deberás hacer un sacrificio para que yo acepte tu renuncia, y ningún sacrificio es válido si no hay sangre de por medio.
El joven tragó saliva, asustado y confundido. Pero Pensamiento miró el único ojo del Tuerto y accedió. Cuando el viejo dio a orden, los dos lobos se abalanzaron sobre él. No luchó ni se resistió al sentir el frio metal contra la piel caliente de su garganta. Lo más doloroso fue escuchar los alaridos de terror del chico, mientras las plumas negras y los trozos de cartílago brotaban hacia un charco de sangre. Para cuando le arrancaron la segunda ala, ya no sentía nada. El dolor lo había entumecido, aunque sus muslos temblaban. Antes de que todo se tornara negro, escuchó las fauces de metal aplastando los huesos huecos de las que instantes antes habían sido sus alas.
Despertó en los brazos del joven níveo, las luces multicolores del túnel todavía parpadeaban dentro de sus párpados como un sueño. Las cicatrices en su espalda ardían, aunque estaban en proceso de cicatrizar. El cielo de Vanaheim era tan luminoso que los ojos le dolieron. El muchacho también brillaba, aunque su palidez había comenzado a teñirse con los colores de ese nuevo universo. Una de las lágrimas del chico aterrizó en sus labios. Saboreó la sal con una sonrisa y divisó una mancha negra en forma de cuervo surcando el cielo dorado.
—Memoria —susurró.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el muchacho blanco, y le besó la frente.
—Sí —respondió Pensamiento con los músculos cansados—. Al fin puedo volar.
© Copyright de Mariela Natalia para NGC 3660, Marzo 2020