El colibrí que cruzó la Frontera

 

Por Sara Martínez

Todo puede ocurrir cuando vives a más de setenta aleteos por segundo. Para el pequeñísimo colibrí, atravesar la Frontera fue un accidente. Un accidente más que interesante, eso sí, y uno del que no se arrepentía. Al fin y al cabo, a la Dimensión de las Hadas no se llega todos los días. Su madre —que ya volaba en cielos lejanos de los que ningún ave regresa— le había cantado en incontables ocasiones las maravillas de aquel reino.

Para empezar, la exuberancia de su flora era materia de leyendas. Pero no toda leyenda es necesariamente ficción, y lo supo al instante. Las flores brotaban aquí y allá, un manto de imposibles colores y formas, cada cual preñada de un néctar más dulce y más exquisito que el anterior. Gigantes arbóreos las escoltaban, pero el colibrí no les prestó atención. Se aplicó a libar, increíblemente hambriento tras un vuelo exigente y muy largo.

Una vez hubo saciado su hambre, el colibrí exploró mejor su entorno, reparando por primera vez en las criaturas que poblaban esos parajes. Los trasgos zanganeaban y zascandileaban entre la vegetación, quizá en espera de algún cándido despistado al que gastarle una jugarreta. Mientras tanto, las dríadas custodiaban sus árboles con miradas adustas. Sus ojillos inquisitivos se le clavaban como diminutos puñales. Intuyó que si dañaba aunque fuera una simple ramita no iba a salir vivo. Resolvió, por tanto, ser cauto y respetuoso y mostrarles total sumisión.

También vagaban por el lugar animales que se le hicieron más familiares. Se topó, por ejemplo, con algunas ranitas tan extranjeras como él. Aunque no hablaba batracio, supuso que habrían llegado allí entre salto y salto. Se trataba de ranas arborícolas, pero eran también grandes nadadoras. Una de ellas chapoteó en la vasta laguna que se extendía hasta los montes, dibujando un bello abstracto de ondas juguetonas en las aguas, de un verde intenso. Tampoco faltaban mariposas en la estampa. Llevaban siglos allá, y habían evolucionado en nuevas especies de una extraordinaria rareza. Sus tonalidades insólitas también pintaban efímeras obras de arte cada vez que se alzaban en un baile coral, un hipnótico vals silencioso. Por último, el colibrí encontró en la espesura una enorme colonia de gatos. Después de todo, ¿quién osaría disuadir a un gato de ir a donde le plazca?

Como era de esperar, también descubrió un grupito de niños bastante nutrido. Jugaban en un claro a escasos metros de allí, brincando entre duendecillos. Si había de creer las historias de su madre, no eran tantos como antaño. Tal vez la culpa la tuviera el mundo moderno, tan frenético y extraño. Como fuera, el caso es que aquellos críos parecían pletóricos. Solo esperaba que, en su propia dimensión, nadie llorara su ausencia. Los tragarrisas, unos minúsculos roedores oriundos de la región, se arremolinaban a su alrededor para sacar tajada de su alegría. Almacenaban toda la ilusión que les cabía en sus abultadas mejillas, guardándola para tiempos de necesidad y llevándola a sus madrigueras.

Flanqueado por un puente hecho de sueños trenzados y una catarata de plata, algo aún más espectacular se perfilaba en la neblina de la distancia. Era un castillo imponente: el palacio de la Soberana de las Hadas, cuajado de infinidad de torres y torretas repujadas de magia pura. Las lenguas rumoreaban que fueras donde fueras, el palacio estaría ahí. Existían más palacios que almas hay en el mundo, y en todos se hallaba la Reina. Contaban, además, que era una dama cuya hermosura eclipsaba el firmamento, y que su hospitalidad para con los forasteros no tenía parangón. Quien fuera a pedir asilo a su puerta cenaría manjares a su medida, dormiría entre sábanas de seda y se despertaría entre amantes de ensueño. Sin embargo, su cobijo tenía un alto precio para el ingenuo visitante: a la hora de marchar, le arrancarían la lengua y un pedacito de inocencia. Era el modo que la Reina tenía de salvaguardar sus secretos dominios. El colibrí, que apreciaba su voz y su canto, no quiso saber nada de ella.

Al contrario, decidió que era momento de poner fin a su aventura. Prefería pernoctar en terreno seguro, en su dimensión natal. Sobrevoló aquellas tierras de nuevo, atesorando preciosas memorias, y picoteó un poco más de aquellas flores repletas de gloria hecha alimento. Entonces, sus músculos henchidos de energía, batió las alas con fuerza. La Frontera ofreció resistencia unos instantes, pero no tardó en ceder. Sin que fuera su intención, el pajarillo arrastró una estela de magia consigo.

Un singular círculo de hadas logró crecer en un cierto rincón de los Andes.

© Copyright de Sara Martínez para NGC 3660, Mayo 2018