Algo en el cajón

 

Por  Juan Luis Gomar

Podría decirse que todo empezó aquella tarde en la que Láudano organizó el encuentro de oyentes de su programa. Si afirmo esto es porque después de que todo empezara, la pequeña librería de segunda mano cerca de Manuel Becerra que acogió aquella presentación, se convirtió en un lugar de culto donde rezaban en vano para que todo se detuviera y volviese a su estado original. Recuerdo aquellas oscuras noches que duraban días enteros, después de que la energía eléctrica hubiera sido desconectada para siempre, en la que la que por aquella puerta salía una cálida luz anaranjada de las velas que derramaban su cera sobre los libros, y se oía el monótono murmullo de las letanías que tuvieron que inventar para aquella extraña e improvisada liturgia. Era casi lo único que se oía en el silencio de la noche, además de algún  grito desgarrado de los que eran devorados o  de los que enloquecían en sus casas.

Sí, aún conservo recuerdos de aquella ocasión. Láudano comenzó evocando a los antiguos maestros: Poe, Lovecraft, Hodgson… Personas que pasaron su vida de forma anodina y que jamás fueron entendidos, ni ellos ni sus relatos, más que por una minoría mientras estuvieron vivos. Como nosotros. Además de los aficionados a su programa, estuvo rodeado por todos los Autores y la Editora. Allí los conocí. Había leído sus relatos. Los admiraba. De día, apulgaraban el mundo, cada uno por un extremo. De noche revoloteaban como polillas alrededor de la luz de la Editora. Su talento  los hacía, en cierta forma, especiales. Quedé fascinado, como quien descubre que no está solo en el universo. Sí, de alguna manera fue mi anhelo por no sentirme solo de nuevo lo que me animó a participar en su web. Así que en los días siguientes recuperé un relato de los que guardaba en mi disco duro, uno que a mí me parecía muy bueno, pero solo a mí, y lo envié a la dirección que aparecía en la página de la Editora, un cuidado blog con nombre de catálogo estelar. No tardó en responder. Le había encantado. Aquellos que hayan creado algo sabrán entender la exquisita sensación que produce algo así. Me pidió una foto y unas líneas de presentación para su página, y así llegué a aquel rincón apartado de la galaxia creativa.

¿Quién podría explicar la dinámica de la inspiración? Es un poder tan extraño… Los primeros meses envié mucho de lo que tenía guardado, y también volví a escribir nuevos relatos. Recibí felicitaciones. Los links a mis cuentos se retuiteaban, se compartían y se… Bueno, todo eso que se hacía por entonces. Pero un día, mientras estaba desayunando, me quedé sin ideas.

Al tercer cuento que terminé en aquellas condiciones, la Editora me escribió para decirme que no iba a publicarlo. No cumplía siquiera el mínimo de calidad. «Como indico en las instrucciones de envío, si no estás seguro, deja reposar el relato», aconsejó. «¿Y la próxima actualización de tu blog? ¿Tienes suficientes?» —le escribí, preocupado. «Mira, eso es cosa mía. Si tienes algo en el cajón, sácalo. Si no, tómate un descanso» —me respondió con amabilidad.

Aquellas palabras fueron como una sacudida telúrica. Y no me refiero a mi autoestima, que al segundo mensaje ya había desaparecido. No. Lo que sentí fue un estremecimiento que pareció plegar el espacio a mi alrededor. Y supe de inmediato de dónde provenía. Supe que era el despertar de una conciencia que había dormido durante años. Algo oscuro, grande e indefinible que habitaba el espacio de tres mil quinientas noventa y  cuatro palabras escritas en un cuaderno. Un relato que guardaba, en efecto, en el cajón.

¿Cómo podría explicar qué era lo que allí tenía? He dicho que yo estaba solo. Pero eso no fue siempre así. Durante unos años tuve una vida normal. Incluso conocí a una chica. Nos enamoramos y nos fuimos a vivir juntos. De día, trabajábamos. Por las tardes, yo escribía y ella pintaba. A veces le leía lo que estaba escribiendo. Fueron años felices.

Debo explicar lo que guardaba en el cajón. No sé si decir «yo lo escribí» es exacto. Todo lo que recuerdo al respecto está borroso en lo que queda de mi mente. Fue una noche, eso lo sé. Una noche que pasé bebiendo en la terraza de nuestro piso. Ella ya se había acostado, pero yo no tenía sueño. Bebí y bebí hasta dejar de sentir los dedos, y entonces, por casualidad, miré al cielo… Es muy difícil ordenar esos recuerdos. Creo que lo que vi podría llamarse «firmamento», pero era diferente al que conocíamos. Parecía el agua de un vaso en el que se hubieran limpiado pinceles. Y las estrellas en él eran… Eran espantosas. No pude reconocer ni una sola. Brillaban como si fueran espectros. Se movían, como esas manchas en la vista que se agitan con un parpadeo o al centrar la vista en ellas. Sentí entonces una ingravidez que me revolvió las tripas y me sobrecogió. Lo siguiente que recuerdo es que estaba en la mesa donde solía escribir, delante de un cuaderno en blanco. La luz de aquellas estrellas ominosas parecía haberme cegado, y veía puntos brillantes sobre el papel, que bailoteaban y se agitaban como si en el interior de mis ojos hubiera viento. No. No puedo decir que fuera obra mía de manera completa. Más bien… debería decir que aquel relato me agredió. Cada palabra escrita parecía arrancarme una parte de mi alma. Seguí y seguí incluso sin poder ver aquellas letras por las malditas manchas de luz. En un determinado momento, tras un tiempo que no sabría decir cuánto duró, garabateé la última palabra y me desmayé sobre la mesa, exhausto y dolorido. Soñé. Aquella vez fue la primera que vi los Páramos Violeta bajo aquel oscuro cielo de color indefinido. Caminaba por ellos. Tal vez reptaba, no lo sé. La textura del suelo, la viscosidad con la que parecía reaccionar a mi peso me provocaba náuseas. Y luego estaban las estrellas. Aquellas estrellas que no paraban de moverse…

Cuando me desperté, mi novia estaba sentada delante de mí. Parecía muy pálida y me miraba como si lo hiciera desde un lugar muy distante. Entonces entendí lo que le ocurría: tenía la libreta abierta ante ella. La había leído mientras yo dormía. Estaba aterrorizada.

Pobrecilla. Ella fue la primera en descubrir lo que había pergeñado. El resto del día apenas habló. Ni siquiera fue a trabajar. Se quedó en el sofá, hecha un ovillo, sudando y temblando sin parar. Pedí el día libre para quedarme con ella. No dejó que la tocara. No consintió siquiera que respirara cerca de ella. Lloré y la pedí perdón. Intenté explicarle lo que me había ocurrido, pero no quiso escucharme. Al caer la tarde, ya éramos los dos los que sufríamos aquella extraña fiebre. Sé que tuvo pesadillas. Lo sé, porque yo también las tuve. La vi caminar en el horizonte del páramo. La llamaba, pero estaba demasiado lejos para que pudiera oírme. Grité y grité hasta que el sonido de mis propios alaridos me despertó.

Por la mañana me confesó entre lágrimas que ya no quería vivir más conmigo. Que algo en su interior se había roto. «No lo entiendes —le dije desde la puerta—.Tal vez sea lo más grande que se ha escrito nunca». Después se marchó para siempre.

No negaré que aquello me afectó. Por entonces todavía tenía valores y sentimientos que creía importantes. Llegué a pensar que estaba equivocado respecto a mi relato. Incluso guardé el cuaderno en el cajón, y durante un tiempo, no me ocupé más de él. Pero poco a poco se hizo el vacío a mi alrededor. Al principio fue de forma sutil: no me devolvían las llamadas, los amigos quedaban sin avisarme. Luego, hasta los desconocidos parecían evitarme cuando caminaba por la calle. Atribuí todo a la profunda melancolía en la que me sumió el abandono. Incluso fui a un psicólogo. Era curioso. Obligado a atenderme, parecía estar en tensión todo el rato, incómodo ante mi presencia. Tras tres visitas dejé de ir. Sé que, lo agradeció.

Así que me quedé solo, y fue una de esas noches vacías en la que oí el programa de Láudano. Así vino todo a parar en aquel encuentro.

El cuaderno permaneció en el cajón hasta que la Editora lo mencionó. Fue, así lo creo, como si despertara. Tras leer el mail me levanté y me llevé las manos a la sien. Sentía de nuevo aquel extraño zumbido. Miré hacia el cajón, o tal vez fuera el cuaderno el que me observara desde allá. Ahora mismo me cuesta distinguir la diferencia. Por unos instantes o por unos días, dudé. Y sin embargo, lo abrí. A pesar del dolor, lo leí de nuevo.  Y fue como si aquellas páginas me sonrieran tras el reencuentro. Volví a apreciar su terrible y dolorosa grandeza. Grandeza de la que yo formaba parte. La simple idea de que aquellas palabras habían sido escritas por mi mano me llenaba de orgullo y de náuseas. Es curioso. Conceptos anteriores al Cambio, como el remordimiento o la mala conciencia, ahora son recuerdos vacíos, estériles como los Páramos Violeta que se extienden a lo que queda de mis pies. Lo hice. Otros también lo hubieran hecho. Sí, aquellos Autores que también me leyeron. Álvaro, Santiago, Diego, Covadonga… ¿Acaso se habrían dejado un relato así, escondido? Supongo que pensé en ellos en primer lugar. Serían quizás los únicos que podrían apreciarlo. Yo conocía sus obras. Pensé que entenderían aquel cuento, incluso que me darían palmaditas en la espalda y también se sobrecogerían ante aquella gloriosa historia. Creí que a ellos, al igual que a mí, les hubiera gustado ver arder el mundo en llamas de color púrpura. ¿Por qué si no habían escrito todo lo que habían escrito? En cierta manera, publicarlo era una forma de poner en sus manos el medio y el fin que siempre habíamos deseado.

Pasarlo a ordenador me llevó un buen rato.  Cuando leía las frases, el extraño zumbido en la cabeza me aturdía. Tuve que teclear todas las letras en sentido inverso, de la última a la primera. Solo así conseguí soportar su influjo. Por fin le di a «Enviar» en la pantalla del correo electrónico, y segundos después le llegó a la Editora. A veces imagino la escena. Le llegaría mi correo, sonreiría y lo abriría en pantalla. Siempre se ilusionaba con los nuevos relatos. Mantenía la capacidad de asombro intacta, como si fuera una niña. La imagino leyendo las primeras líneas. Su sonrisa congelada. La pantalla, que se le hace borrosa aunque  ya no puede parar de leer…

Nunca me contestó. Nunca me dijo qué le pareció. Siempre lo había hecho, con cada uno de sus Autores, pero no aquella vez. Yo sabía por qué. De todo lo que ocurrió después, que ella sufriera fue lo único que lamento. Lo de mi novia fue un accidente, pero fui yo mismo quien pulsó ese botón de enviar, y por mi culpa la Editora fue la primera en recibir el impacto de aquel texto antes de que su poder se diluyera en miles de copias electrónicas. Debió de ser como probar una droga en estado puro. De alguna manera, se mantuvo consciente hasta colgar el relato en su página. Luego se desmayó, pero para entonces, los avisos automáticos de actualización habían salido de su servidor hacia miles de incautos lectores.

 Ya nada podía parar lo que estaba por venir. Aún pasaron algunos días normales en apariencia. En Madrid tuvimos un tiempo estupendo, con brillantes mediodías y largas y doradas tardes. Todos se sentían felices y brindaban con cerveza por la tibieza y bondad del otoño. El último día normal terminó con una esplendorosa puesta de sol.

A todos los que lo leyeron les pasó como a mí: la visión de los terribles Páramos Violeta inundó sus sueños simultáneamente. Cientos, miles, decenas de miles de personas visitamos cada noche el extraño paraje. Hubo comentarios en las redes. Nunca se había registrado algo parecido. ¡Un sueño compartido! Los soñadores jamás se veían, pero todos contaban que podían sentir a los demás. Por mucho que corrieron, no podían escapar de aquella llanura. Al poco, comenzó a afectar a otras personas que no habían leído el cuento. Como una fiebre, aquel extraño sueño fue saltando de mente en mente, impulsado por algo que nunca llegamos a comprender. La naturaleza del páramo… bien, alguien con tenebroso sentido del humor propuso en Twitter que tal vez era «la sustancia de la que están hechos los sueños». Tal vez fuera así. Lo que sí supimos es que tras varias semanas, una noche todos sentimos que, por primera vez, el suelo del páramo se estremecía como la piel de un temblor. Tembló y todos lo oímos. Y algo que aguardaba en el lado oscuro del universo, como quien aguarda la inequívoca vibración de un sedal, también lo percibió.

Lo primero que ocurrió fue lo de aquellos extraños pájaros que parecieron volar cerca de la Luna. Fueron vistos en cuarto creciente a la hora del ocaso. La luz rojiza del atardecer reveló aquellos puntos blanquecinos que aleteaban cerca de la zona de sombra. Hubo vídeos en Youtube que mostraron el fenómeno, pero yo lo vi en la calle. A pesar de que era imposible, y que todos lo achacaron a un efecto atmosférico, yo sé lo que vi, aunque quizás fuera el único en poder comprenderlo. En cualquier caso, unos días después todo quedó confirmado gracias a un oficial del ejército del aire francés. El teniente Olivier Didot, durante unas maniobras de la OTAN, tuvo el dudoso honor de ser el primero en estrellar su Eurofighter en la superficie de la Luna, en un extremo del Mar de la Tranquilidad. Poco después se supo que el espacio había comenzado a plegarse a lo largo de las órbitas de Lyupanov de L1 entre La Tierra y la Luna. Un proceso inexplicable, que fue progresando cada día, cada hora. Desde ese momento ya no fue posible ocultar la verdad. Claro, tampoco se intentó. Aquellos pliegues pronto alcanzaron a nuestro satélite. El día que se quebró al intentar desplazarse por un espacio colapsado, por el que no hubiera cabido ni un cabello, yo había salido a buscar leche. Ya había muchos soldados en las calles. Todos estábamos nerviosos, pero el toque de queda no había sido implantado todavía. No lo sabíamos, pero la distancia a la Luna era tan pequeña que nuestra atmósfera ya la tocaba. Por eso pudimos oír aquel crujido… La onda expansiva nos barrió a todos como un vendaval. Se cayeron edificios, árboles viejos y enfermos y los postes oxidados. Gritamos de terror al levantarnos y mirar al cielo. Nuestro antiguo satélite se había convertido en una nube de polvo, como si un niño la hubiera borrado del cielo con un dedo mojado en saliva y solo quedara el borrón. Cuando se deshizo por completo, fuimos levantados del suelo por un súbito tirón gravitatorio. Apenas fueron treinta o cuarenta centímetros. Pero así, después de tres mil millones de años, con una microsingularidad gravitatoria que destruyó todos los tejados, la Luna se despidió de nosotros.

En los días siguientes, los mares dieron buena cuenta de las costas. Al menos, los que allí vivían fueron los que menos sufrieron. Y en las semanas posteriores reventaron todas y cada una de las leyes físicas en las que confiábamos. Todo era extraño. Algunos observaron con asombro que nada permanecía constante. Se hizo muy popular un experimento: consistía en, a partir de un punto, avanzar exactamente la misma distancia al norte, al este, al sur y luego al oeste. Observábamos perplejos que no regresábamos al origen. Explicaron que el espacio macroscópico cambiaba de tamaño, e incluso se observó que funcionaba como si esos cambios de tamaño siguieran ciertas «mareas», que, sin embargo, pronto comenzaron a saltarse cualquier atisbo de regularidad.

Otros enloquecieron al ver que, de repente, habían dejado de bloquear la radiación lumínica. Los «Sin sombra». Así los llamaron. Aquella singularidad los marcó a ojos de todos, pues si alguna vez la humanidad gozó de capacidad de raciocinio, esta se había deshecho. Pronto se corrió el rumor de que los «Sin sombra» eran los culpables de todo. Ni los tanques en la calle pudieron evitar los linchamientos, evisceraciones y desmembramientos que la masa enloquecida ejecutó sobre aquellos infelices. Tras los primeros días, muchos se recluyeron en lo que quedaba de sus casas o entre los escombros, y solo se aventuraban a salir cuando ya no había luces.

Para entonces, ya no había apenas orden alguno. Sin electricidad ni agua corriente, la sociedad se desmoronó en muy poco tiempo. La ciudad se vació. Coches y autobuses quedaron abandonados. Cada cual se buscó la vida como pudo. A veces solo, a veces en grupo. La comida… Bien, todos tuvimos que hacer cosas terribles para sobrevivir.  Y como un rumor que, sin medios de comunicación, se fue extendiendo lentamente, alguien recordó que todo aquello había sido narrado en un relato. Un relato que había escrito yo. Un relato que hablaba de grandeza. Supongo que fue por todos aquellos rumores que muchos fueron siguiendo las escasísimas pistas, y llegaron a aquella librería, a rezar y a  buscar entre las páginas aquel texto que algunos recordaban, con la vana esperanza de entender por qué soñaban todos lo mismo. Por qué todo estaba cambiando. Qué estaba por venir. Rasgaban los volúmenes, los violaban, los profanaban en la búsqueda de mi obra. Los quemaban cuando veían que había sido en vano. Aquellas noches Ardieron Todos los Libros.

Recuerdo cuando ocurrió el primer encuentro. Fueron ellos los que habían plegado el espacio, tirando de aquel invisible cordón atado a nuestros sueños, a través de la materia oscura. Por ella viajaron, por aquella arista del universo que excitamos con nuestros gritos y nuestras pesadillas. Pues fuimos como peces heridos agitándose en una charca cósmica. No fueron avistados. Ni siquiera oídos. No se los podía «percibir» con los sentidos. Solo podíamos intuirlos, pero no del todo; soñarlos, aun estando despiertos y, para terror nuestro, tomar conciencia de su existencia, aunque fuera un poco. Pertenecían a otro mundo que no podía ser descrito con nuestras palabras. No. Aquel encuentro fue… Había cientos de personas en esa plaza, que funcionaba entonces como mercado para intercambiar lo poco que teníamos. Hubo un cambio sutil, una sensación de desasosiego la que nos asaltó, sin saber por qué. Como si fuéramos conscientes al fin de que algo nos estaba observando. Como si no pudiéramos apartarnos de su vista, incluso detrás de paredes o a calles de distancia. Como si respiraran a nuestro lado y al hacerlo, nos quitaran el aire. Recuerdo que alguien, desesperado, gritó: «¡Dejadme en paz! ¡Apartaos de mí!». Entonces fue cuando nos dimos cuenta de que todos estábamos sintiendo lo mismo, y se extendió el pánico. Poco más de la mitad de las personas que allí había consiguió abandonar el lugar.  El resto pereció allí, pisoteado en por la turba.

En los días siguientes, más y más fueron llegando. Aprendíamos a evitar esos lugares. A darnos cuenta de cuando se desplazaban. Era como si todo a su alrededor se detuviera. Como el sonido de un piano cuyas cuerdas fueran golpeas con un mazo.  Descubrimos que trabajan. Construían máquinas invisibles. Máquinas grandes como ciudades. Lo hicieron durante semanas. Los sentíamos. Nos ignoraban, pero aquello era aún más aterrador. Y cuando terminaron su industria, completaron el  Cambio.

El último día de nuestra estrella, la vimos extinguirse, como una luz de gas cuya manilla fuera cerrándose poco a poco.  Imagino que si todavía quedaba alguien cuerdo, aquel sería el momento en el que abrazarían por última vez a sus seres queridos. La oscuridad nos llegó ocho minutos después de que nuestro viejo sol desapareciera del universo visible. Y fue en aquella negrura, que casi tenía sustancia, cuando por fin se aparecieron ante nosotros. Justo donde habían estado desde hacía ya tiempo. Vimos su grandeza y nos arrodillamos ante ellos. Y fue la primera vez que ellos nos vieron fuera de nuestras pesadillas.

 Con lo que queda de mi mente, sonrío sin boca ante la idea de que tal vez, en otra galaxia, una civilización haga el balance de la materia oscura que mantiene al universo en expansión, y detecte en ella la parte correspondiente a un sol amarillo y a sus planetas, desaparecidos en un solo día, entre grandes convulsiones gravitatorias que, sin embargo, fueron despreciables en la vastedad de las estrellas,  en un insignificante  brazo de la espiral de una pequeña y vieja galaxia, a la que solo nosotros llamábamos Vía Láctea.

Dieron buena cuenta de la mayoría de los humanos que quedábamos. Pero no nos exterminaron. No arruinaron sus nuevos recursos: nosotros, y nuestra carne, nuestra sangre y nuestros sueños. Ahora nos retorcemos en el Gran Estanque frente a los Páramos Violeta. Como ellos dispusieron, nos revolcamos unos sobre otros en una cópula permanente engendrando los nuevos retoños que necesitan para alimentarse. Me nutro de hongos líquidos, que mantienen nuestras fuerzas y prolongan nuestro éxtasis, que al principio nos obligaron a ingerir, más tarde solo pude succionar, y que ahora, simplemente, adsorbo. Ellos me reservaron este destino casi como recompensa. Después de todo fui yo quien accionó sin saber su trampa cósmica. Fui yo el primero en intuir su grandeza. En el fondo, puede decirse que he tenido suerte. De los días anteriores a que Ardieran Todos los Libros, recuerdo que mis favoritos eran aquellos que terminaban con una gran orgía.

© Copyright de José Luis Gomar para NGC 3660, Diciembre 2018