El animal

 

Por Erica Couto-Ferreira

Algunas veces, el útero se ahoga; otras, se mueve claramente hacia arriba, lo que provoca trastornos en el estómago y la disminución del apetito por el debilitamiento del corazón. De vez en cuando, las mujeres sufren de síncope y el pulso se debilita hasta casi dejar de percibirse. Por el mismo motivo, otras veces la mujer se encoje hasta que la cabeza se le une con las rodillas y queda privada tanto de la vista como de la palabra, la nariz se tuerce, los labios se contraen, rechina los dientes y el pecho se alza hacia arriba más de lo normal (…). Esto sucede a las mujeres porque en ellas abunda un esperma demasiado alterado que se transforma en sustancia venenosa (Boggi Cavallo-Cantalupo ed. 1994, Trotula di Ruggiero, Sulle malattie delle donne, p. 63, citado en Barillari 2008: 278 [Il corpo delle donne]).

 

—Vean, vean la bestia que ocupó el cuerpo de esta inocente joven durante los primeros quince años de su vida. Sus formas blandas esconden la ferocidad de una alimaña hambrienta. Si acercan un dedo a su boca, ¡zas!, se lo arrancará de cuajo. Ocultos entre los pliegues de carne están sus dientes feroces, dientes que producen el más atroz de los dolores cuando se clavan en la piel. Serían capaces de partir por la mitad el brazo de un leñador. Solo el líquido elemento la mantiene a raya. ¡Fuera del agua no podría sobrevivir ni un segundo! ¡Acérquense, echen una ojeada a la bestia, pero, por lo que más quieran, mantengan las manos en los bolsillos!

En una pecera cuadrada agitaba sus tentáculos rosáceos el extraño animal. De unos quince centímetros de longitud, su parte superior era abombada, mientras la inferior se estrechaba hasta terminar en una boca. En lo alto de su redondez vibraban dos protuberancias tentaculares, finas y flexibles como hilos. Flotaba en el agua inmóvil, y solo cuando alguien del público expresaba sus dudas sobre el estado vital de la bestia, esta agitaba las antenas y se impulsaba hacia arriba formando tras de sí una hilera de burbujas que acababan por explotar. Junto a la pecera, la muchacha triste se sentaba en una silla plegable. Ojerosa, con las manos apoyadas una sobre otra en el regazo, la cabeza algo inclinada y los miembros inertes, como de trapo, parecía no notar que a su alrededor se habían concentrado todas las gentes del pueblo.

—Está fría, mamá —notó una niña al posarle la mano en la cara.

Su madre tironeó de ella y la alejó de malos modos.

—¡Quita! Seguro que te contagia algo.

El carro ambulante ofrecía otras pequeñas maravillas: un mono disecado con traje militar, una lagartija de dos cabezas conservada en alcohol, un libro de oración encuadernado en piel humana, la fotografía de una sirena que tocaba el harpa, la máscara fúnebre de Napoleón. Aquellas baratijas entretenían a las gentes de los pueblos durante el invierno, cuando no había más distracción que contar historias alrededor de la lumbre y espiar a los vecinos. De todas las distracciones que ofrecía el hombre ambulante, la que más público atraía era, sin duda, aquella en la que muchacha posaba junto a la bestia.

—¿Es una especie de demonio? —preguntó un niño mientras se sorbía la nariz.

—Un demonio, en efecto, y de la peor calaña —respondió el ambulante señalando la pecera con la punta de su bastón.

—¿Tuviste que ex, ex, exzorizarla?

—Nueve sacerdotes lo intentaron sin lograrlo, chico. ¡Nueve! Y tuvo que ser una meiga quien le sacase del cuerpo aquel animal inmundo.

El niño miró asombrado a la muchacha lánguida y luego al animal. El exorcismo no parecía haberle hecho un gran bien a la chica. Parecía enferma y a punto de desplomarse en el suelo.

—Y el animal este, ¿qué come? —preguntó de repente al ambulante.

—Éter, partículas minúsculas que se encuentran en el aire, tocino… —respondió ausente el charlatán, que ya hacía circular entre el público un sombrero de copa girado mientras lo agitaba haciendo tintinear las arandelas y los tornillos que había depositado en el fondo—. Ayuden a la muchacha, queridos ciudadanos, denle lo mejor que tengan en sus corazones y sus monederos.

—¿Y cuánto tocino come al día? —persistió el niño.

—No sé, niño. Onzas, libras… ¡Vete ya con tu madre!

Pero el niño, en lugar de alejarse de la pecera en la que flotaba el extraño animal, se acercó más a ella. Sacó del bolsillo un mendrugo duro al que pellizcó en la miga varias veces.

—¿También come pan?

—¡Cómo quieres que lo sepa! —le gritó el charlatán y, empujándolo con fuerza, intentó alejarlo hacia la algarabía del público—. ¡Anda, vete, y déjame trabajar!

La trayectoria fue mal calculada y el chico, en lugar de fundirse en la masa, dio un tropezón y hurtó la pecera, que se estampó contra el suelo en una nube de astillas de cristal y gotas de agua helada. El animal describió una elipsis perfecta y aterrizó entre chapoteos sobre el suelo. Se agitó nervioso, se levantó sobre sus dos antenas y echó a correr en medio de la gente.

—¿Qué has hecho, desgraciado? —gritó el charlatán.

Los pueblerinos se asustaron enormemente. Igual que si se hubiese dejado libre la peste, corrieron como gallinas descabezadas fuera de la plaza, entre aspavientos y alaridos. Los que vivían cerca entraron en las casas a empellones y atrancaron las puertas con barras gruesas; los que poblaban las lindes del bosque o los altos de la colina tuvieron que correr sin más. Pronto se levantó una polvareda que envolvió en nubes opacas hasta los tejados, como si acabase de librarse por los caminos una batalla feroz entre dos ejércitos desesperados.

El charlatán tosió una y otra vez hasta que las nubes se fueron disipando. La plaza había quedado desierta, y el pueblo parecía abandonado. Hasta las gallinas en los corrales y los perros de caza habían silenciado sus cluecos y sus ladridos. El carromato destartalado estaba solo en medio de un círculo cubierto de pisadas. Del animal no se veía ni rastro. Y la silla… La silla estaba vacía.

 

***

 

La muchacha no corría, pues enseguida se cansaba. A poco que apurase, un dolor comenzaba a punzarle el costado, le faltaba el aire y tenía entonces que pararse. Sus altos no eran largos, sin embargo: algo tironeaba de ella y la obligaba a ponerse en pie, a caminar, a cubrir terreno con su paso blando. Aun así, el animal avanzaba mucho más rápido. Iba dejando tras de sí una estela fina abierta en el polvo del camino que a la muchacha servía de guía y, aunque el animal no hubiese dejado huella de su paso, la muchacha habría podido seguirlo igualmente. Una bestia que ha poseído tu cuerpo desde siempre deja impreso un rastro tan duradero como el de la mano de un dios creador sobre las rocas.

El animal había penetrado en el bosque y recorría ahora los linderos estrechos que se abrían entre la maleza. La muchacha avanzaba. Una cuerda invisible atada alrededor de su vientre la sacudía y la obligaba a seguir a su bestia. Ahora descansaba, apoyándose contra los troncos de los árboles o sentándose sobre maderas caídas; ahora arrastraba sus miembros que colgaban de su voluntad, lánguidos como las ramas de un sauce llorón. El bosque era fresco y resinoso, el sol se mantenía en los márgenes. En cuanto la muchacha cerraba los ojos, la cuerda volvía a tirar de ella. Se ponía en pie y caminaba ladera arriba, atrayendo su cuerpo hacia las alturas rodeando con las manos las hierbas crecidas y los ramos de los arbustos. El animal estaba cerca.

—¿Qué haces aquí? —escuchó a su derecha.

Al echar la mirada solo vio torsos y ramas partidas sobre una tierra que despuntaba negra bajo un manto de helechos. Insectos brillantes de los que desconocía el nombre formaban ovillos alrededor de las hojas de los tejos. Volaban en parejas, y en cada pareja uno montaba sobre el dorso del otro hasta que ambos se confundían bajo la forma de un ser de dos cabezas.

—Te he preguntado que qué haces aquí.

Ahora sí. Delante se le apareció un hombre con una escopeta al hombro. Del cinturón colgaban dos liebres cuyos cuerpos despedían aún vapor blanco. Les brillaban gotas de sangre sobre el pelaje y, con los párpados retraídos, la miraban con interés. La muchacha señaló con la mano la dirección por la que se había escapado el animal y dio varios pasos para alejarse.

—Espera. —La interrumpió el cazador tomándola del brazo—. Hay jabalíes sueltos por ahí y pronto se hará de noche. Ven conmigo, mi mujer te dará de comer. Mañana te acompañaré fuera del bosque.

Ella negó con la cabeza e hizo por soltarse. El cazador insistió. Sus dedos la mordían. Al intentar moverse hacia delante, las raíces se le enredaron en los pies y la muchacha cayó. Abriendo apenas la boca, soltó un grito silencioso.

—¿Ves? Estás cansada. Apóyate en mí.

El cazador hizo que le rodease el cuello con el brazo derecho. La tomó de la cintura y la llevó casi en volandas hasta lo profundo del bosque. Un calambre elástico que partía del centro del tronco tironeaba de su cabeza y de sus piernas y encogía la una hacia las otras, queriendo reunirlas en un ovillo. Solo la mano del cazador la mantenía erguida. Las ramas retorcidas la golpeaban rítmicamente en las piernas y los muslos mientras, desde lo alto, caían algunas de las gotas de agua que las hojas habían retenido durante la noche.

—Rápido. Pronto empezará a llover.

La habitación en la que vivía el cazador no era más que una caseta en el bosque, un cuadrado cubierto de un musgo tan espeso que las paredes apenas se distinguían de los árboles que la rodeaban. Un agujero abierto en el tejado soltaba hebras de humo rojizo. El hombre pateó la puerta e hizo entrar a la muchacha con un empujón que la acercó peligrosamente al calderón que hervía en el fuego.

—¡Mujer! ¿Dónde estás? —gritó.

La mujer, dondequiera que estuviese, no respondió.

—No tardará en volver. Tiéndete en el camastro y duerme.

La muchacha se acostó sobre los sacos abiertos que cubrían el colchón y cerró los ojos. De cuando en cuando escuchaba un cucharón estrellarse contra las paredes del caldero, seguido de otros ruidos metálicos y chasqueantes, tajantes y afilados. Aunque le resultaba imposible dormir, los ojos permanecían sellados mientras los miembros se le hundían en la blandura áspera de los sacos. Escuchó pasos repetidos. Le subió por las narices el olor a menta, a mejorana y a carne cociéndose. Creyó que el cazador y su mujer pululasen por la cocina en sus quehaceres diarios.

Al poco abrió los ojos. La luz del día se había ido. Solo el fuego del hogar iluminaba la habitación miserable, pero era un fuego que no crepitaba ni rugía, sino que, como ella misma, también callaba. Junto al fuego se sentaba el cazador, y la miraba.

—Te has despertado. Bien, muy bien.

Hundió el cucharón en el caldero y lo extrajo lleno de caldo y trozos de carne que sirvió en un cuenco. En su mano el recipiente asumía las dimensiones de una taza de té.

—Come.

La muchacha lo tomó entre los dedos. El agua de cocido llenaba el recipiente hasta casi rebosarlo y, al ir a llevárselo a los labios, parte del caldo se le derramó sobre el regazo cubriendo su vestido de salpicaduras marrones. Quemaba.

—Ahora tendrás que cambiarte.

El cazador salió de la cabaña y al poco regresó con un amasijo de tela que le pendía entre las manos.

—Ponte esto.

La muchacha se quitó la ropa manchada sin girarse ni ocultarse. Nada sabía de las miradas humanas más allá de las que había recibido hasta entonces en el carromato del farandulero. Estaba acostumbrada a ser observada, remirada y señalada, y aquel hombre que la estudiaba en medio de la casucha no era ni mejor ni peor que los otros hombres que dejaban patacones y picadura de tabaco cuando el charlatán pasaba la gorra al final de cada pase. Comenzó a quitarse los vestidos mojados.

La muchacha era blanca como la leche, morada como las uvas, descarnada y construida con mimbres de un hueso flexible parecido a las espinas del pescado. Las venas abultaban bajo la piel y le recorrían el cuerpo como los lechos secos de un río. Desvestirse le produjo un afán entrecortado. Con esfuerzo, se puso la camisa de lino lacerado que le tendía el cazador y, encima, pantalones de hombre y un jersey deshilachado.

—Ahora, come.

La muchacha masticó la carne, sorbió el caldo mientras a dos pasos de distancia el cazador proyectaba su sombra sobre ella. Cuando el fuego se extinguió, se tendió de nuevo sobre el camastro y, sin proponérselo, se quedó dormida.

 

***

 

A la mañana siguiente la despertaron con un zarandeo persistente.

—¡Levántate!

Vio un cuerpo que se movía en torno a su cama con un cubo de agua y un trapo lleno de mugre.

—¡Levántate, hay que limpiar la casa!

Era una voz de mujer que hablaba desde las profundidades de un pañuelo negro y una gruesa bufanda que la envolvía como el cuerpo deshilachado de una serpiente. Las prendas le cubrían casi la totalidad del rostro. La muchacha se incorporó y se sentó sobre el colchón. Giraba la mujer con evidente nerviosismo en torno a un arcón en el que habían amontonado platos con los bordes sucios y botes de cristal festoneados de telarañas. Luego, desde el extremo de la casucha y echada sobre el suelo, comenzó con su tarea: entintaba el trapo en el cubo y lo escurría entre las manos enormes. Era casi tan ancha y voluminosa como el cazador, pero, cuando se movía, lo hacía con la ligereza del polen que flota en el aire. Sus gestos mostraban la textura del algodón que se escapa entre las costuras de un muñeco, y sugerían una sospecha: que no hubiese nada debajo de aquel bulto enorme de tejido que rascaba con furia los maderos del suelo, ningún cuerpo que sujetase el cepillo de fregar, ningún rostro que modulase las imprecaciones, sino solo un gurruño de ropa vieja con el don del habla.

—¡No estés ahí parada! ¡Sal y siéntate fuera!

La muchacha salió y se sentó fuera tal y como le habían dicho, sobre una silla de la que solo tres patas sobrevivían íntegras. Era temprano, pero empezaba a notarse el calor. Los árboles proyectaban sombras color fuego sobre el suelo cubierto de niebla. Volaban moscas en torno a las carcasas de las liebres que el cazador había colgado de un palo dispuesto en alto, entre los árboles. El silencio de aquel lugar le produjo un escalofrío sofocante. El sudor se le condensó en torno a la boca y, cuando lo lamió, los ojos hundidos de los animales muertos le sonrieron.

Animales muertos… ¡El animal! Había olvidado a su bestia fugitiva. El gusto salado de su propio sudor se lo había recordado. Estudió sus pies: estaba descalza. ¿Había llegado al bosque con los pies desnudos? No lograba recordarlo. Buscó alrededor de la casucha zapatos o botas que pudiese calzar para recorrer los caminos. El cazador y su mujer habían acumulado una cantidad insospechada de objetos en torno a la cabaña: rollos de alambre y trozos de vidrio roto, botellas verdes y corchos agujereados, una caja de madera llena de lazos y cordeles, calcetines desaparejados y una guadaña apoyada en la pared trasera junto a una gran montaña de ropa amarilla de la que, probablemente, habían salido la camisa y los pantalones que ahora vestía.

—Vete a buscar más agua —escuchó que le gritaban muy cerca de la oreja.

Era el cazador que le tendía un cubo.

—Allí encontrarás una fuente —le dijo señalando en cierta dirección.

La muchacha se quedó quieta sujetando el cubo con la mano derecha.

—Ve. Puedes ir descalza. No hay maleza en ese camino.

Dio varios pasos siguiendo la dirección que le indicaban los dedos del cazador hasta que oyó el rumor del agua que caía entre las piedras.

La fuente se encontraba en una bajada del camino, hundida en una maraña de zarzas desde la que la caseta ya no era visible. Tuvo que descender para poder poner el cubo bajo la boca abierta de la que el agua manaba. Con un palo apartó las ramas espinadas hacia un lado, pero estas continuaban enredándosele en torno a las muñecas y dejándole marcas rojas, minúsculas, que no llegaban a sangrar. Se lavó las picaduras bajo el chorro helado que poco a poco iba llenando el cubo de agua.

Fue entonces cuando oyó un chapoteo muy adentro entre las piedras, en el corazón de la mina. Introdujo su mano todavía mojada dentro del hueco oscuro de una frescura envolvente. Entre las nubes de vapor helado, un hilo delgado, extremadamente suave y como recubierto de un vello muy fino, le rozó el dorso hasta rodearle la muñeca. El hilo tiró y la atrajo hacia sí hacia la oscuridad y, cuando la muchacha ya daba un paso hacia delante…

—¿Qué haces? —le gritaron.

La fuerza con la que retiró la mano hizo que sobre la piel quedase impresa la marca rosa de un filamento. El cubo se tambaleó y parte de su contenido cayó sobre los pies de la muchacha. Envuelta en sus harapos, la mujer la esperaba con los brazos en jarras.

—Hoy friegas tú —le dijo—. Quien se hospede en mi casa debe ganarse el pan.

Y aquel día la muchacha se ganó el sustento rascando la inmundicia del suelo con un cepillo viejo y un trapo con más agujeros que tela. Aunque la cabaña era pequeña, fue este un trabajo que la mantuvo ocupada durante muchas horas, pues cada poco debía pararse para retomar aliento. Cuando se sentaba sobre los talones y alzaba la vista, se encontraba con la mujer, rígida y observante en un rincón, a quien poco impresionaba el resuello agonizante de la muchacha. Era tan pálida, tan escuálida y débil que, cuando el sol le tocaba la carne, los contornos de su cuerpo se diluían y en el aire quedaban las ropas excesivamente grandes como flotando. Aquella noche la muchacha durmió un sueño que se parecía a la muerte.

A la mañana siguiente fue el cazador quien la despertó.

—Ya es hora de levantarse.

Había dejado sobre una silla destartalada el mismo cuenco lleno a rebosar de aquel caldo y aquellos trozos de carne con los que la muchacha se había alimentado días atrás.

—Come.

Y ella se incorporó y tomó el tazón. Hundió la cuchara, se la llevó a la boca. Masticó con hambre, salpicando los sacos de jugo marrón y, cuando hubo terminado, el cazador tomó el recipiente de sus manos y lo dejó en una tinaja. La muchacha se levantó, el cazador se fue, y al poco entró de nuevo la mujer con el cubo y el trapo.

—Sal fuera.

Como había hecho el día anterior, la muchacha salió, giró alrededor de la casa, se detuvo en la pila de basura en la que se arracimaban retales y vestidos. Esta vez hurgó con calma, desenrollando de la gran bola de tejido cada pieza. Encontró un traje de bautizo en el que las ratas habían dejado las marcas de sus dientes. Un vestido corto de niña, rosa con estampado de lagartijas diminutas, que le trajo imágenes de un jardín de hierba crecida por el que había caminado apartando los tallos con las manos. Zapatos blancos, calcetines con puntilla bordada alrededor de la boca del pie. Un chal floreado enrollado en una bola de cuyo interior extrajo también largas vendas y trapos de lino sucio. Una falda de muselina color perla con un desgarrón desde la cintura a los pies, y varias blusas con amapolas y rosas estampadas. Había, además, sábanas manchadas de herrumbre, un mantel a cuadros y una corbata de hombre con el alfiler todavía prendido que, supo instintivamente, había pertenecido a un individuo de cabello gris que comía con las manos. La muchacha extrajo el alfiler de la tela: era color bronce, muy largo y con una cabeza abierta como la de las agujas. Lo guardó.

Dentro de la casa se oía aún el restregar del trapo contra las maderas. La mujer fregaba diariamente el suelo sin que este pareciese nunca más limpio: persistía en su aspecto mugroso, en las tablas ennegrecidas con rebarbas mantecosas, en las paredes de tizón, y en el continuum de platos sin lavar que deambulaban por la casa sin encontrar nunca reposo. Mientras la mujer se empeñaba en aquella labor inútil, el exterior de la vivienda permanecía siempre dejado a sí mismo, inundado de restos de basura y objetos rotos. Sobre el tejado crecían hierbas salvajes de las semillas que los pájaros habían llevado en el pico, y huesos secos de cerezas y otros frutos se acumulaban formando charcos entre las tejas. Nadie liberaba los espacios, no se retiraban los restos de vidrios y cerámica rota, ni mucho menos se cubrían con tierra las carcasas secas de los animales cazados. Las liebres, las codornices, incluso los lagartos y las serpientes eran colgadas cada día al sol hasta que se pudrían sus carnes. El cazador monteaba por placer y lo hacía bien, puesto que en su cordel nunca faltaban las presas.

Las presas. El animal. La fuente, recordó la muchacha. Saltó de la plataforma sobre la que se levantaba la casucha y se dirigió hacia el manantial, pero, en cuanto pisó la tierra dura del camino, escuchó de nuevo la voz de la mujer que la llamaba impaciente:

—¡Tú! ¡Entra en la casa!

La muchacha obedeció. Siempre obedecía.

—Sigue tú con el trabajo —la dijo mientras salía por la puerta.

La muchacha se arrodilló sobre el suelo mojado, enjuagó el trapo en la cochambre y fregó. Se detuvo con parsimonia en las líneas irregulares sobre las que las tablas encajaban con dificultad. Siguió sus junturas imperfectas con el trapo. El agua negra se colaba entre ellas, y pasados unos segundos se la escuchaba rebotar en un eco muy profundo. ¿Flotaba el animal en aquellas profundidades? ¿La espiaba, amoroso, a través de las hendiduras del tablado? ¿Podían sus tentáculos superar el vacío y llegar hasta el interior de la cabaña? La percusión de las gotas regresó desde el fondo en un eco tembloroso, trepó las paredes y atravesó el entarimado, alcanzó el espacio de la choza y vibró sobre la madera del suelo con el ritmo de unos pasos decididos a herir la tierra que pisan.

—Levántate y siéntate junto a mí. Quiero enseñarte algo.

Levantó la cabeza. Era el cazador, que le tendía la silla de tres patas del porche para que se sentase. Había apartado los cubiertos sucios sobre la mesa y los había sustituido por una caja de lata. La muchacha tomó asiento.

—Esta era mi hija.

Le mostró la foto de una niña que corría entre árboles frutales. Llevaba un vestido sin mangas y el lazo del pelo se le había desatado y estaba a punto de caerse. Siguieron otras imágenes que iban adelante y atrás en el tiempo. Tan pronto la niña había regresado a la infancia primera y dormía entre los brazos de alguien cuyo rostro no aparecía retratado, como se convertía en un cuerpo adolescente, cada vez menos acerado, que se llevaba un ramo de flores silvestres al pecho o bebía agua turbia de un vaso.

—Solo quería que la vieses.

El hombre cerró la caja y la llevó consigo al exterior. Llegó la noche. La muchacha se durmió en su camastro antes de que el fuego se apagase, y mucho antes de que la mujer y el cazador se recogiesen para el sueño nocturno. La mañana trajo consigo eventos siempre repetidos: la mujer, el cubo, el suelo. El cazador, los disparos, el trofeo. La muchacha fue enviada fuera de la casa, donde se sentó inerte hasta que la mujer la llamó para que volviese a entrar.

—¿Qué es eso? —le preguntó señalando el camastro.

La muchacha le devolvió la mirada sin comprender.

—¡Has mojado tu cama! —la gritó—. ¡Muévete! Ayúdame a sacar el colchón a orear.

Cada una tomó el colchón por un extremo y lo llevaron hasta el exterior. La muchacha lo arrastraba por el suelo con gran dificultad: pesaba como si hubiese estado relleno de carne en lugar de lana.

—Si no tienes fuerza, déjalo. Ya lo haré yo —dijo la mujer.

Lo levantó con facilidad por encima de la cabeza y lo llevó en volandas hacia los cordeles tensados de los que el cazador colgaba sus capturas. Puso de pie el colchón y lo apoyó sobre el tronco de un árbol. Se limpió las manos a la ropa, dibujando dos regueros de mugre negra que descendían en vertical sobre las faldas.

—Esta noche tendrás que dormir conmigo.

Y diciendo esto, entró de nuevo en la cabaña dejando a la muchacha sola.

 

***

 

Aunque la mujer respiraba con un silbido largo que terminaba en ronquido, la muchacha dormía imperturbable a su lado. Ninguna de las durmientes era consciente del crujido de las ramas, de los chillidos de los insectos y las alimañas cazadoras que merodeaban en torno a la casucha y que se adentraban con hambre en la profundidad del bosque. Las brasas se habían apagado. Sus restos negros reposaban en la tumba del hogar. El frío afilado se filtraba entre las tablas mal sujetas para, después de olerles los cabellos, disolverse en el calor de ambos cuerpos.

La mujer del cazador, durante el sueño, había ceñido el brazo en torno a la cintura de la muchacha y, también durante el sueño, había empezado a atraer la carne escuálida hacia sí y a apretarla. Esa mano grande y sólida que mataba diariamente las tablas con su fregar encontró los huesos redondeados de la joven, dentro de los que se escondía la piel, suave y translúcida como el intestino de los corderos de leche. En un instinto de alerta, las costillas se encogieron y la pelvis intentó cerrarse sobre sí. Su cuerpo intentaba protegerla mientras la muchacha seguía durmiendo. Los dedos la invadieron, la arañaron, la pellizcaron. Como las hormigas que asaltan los restos de un banquete, las yemas buscaban entre los huecos óseos un lugar de entrada. El cuerpo de la joven se contrajo. Para defenderse, intentó hacerse pequeño y colapsar sobre sí, pero la mano era hábil y el sueño, demasiado profundo. El cuerpo tuvo que volverse artero y buscar entre sus medios aquel que pudiese servirle de arma. La mano izquierda recordó. Rebuscó en el bolsillo hasta encontrar la aguja olvidada, la empuñó, la hizo descender tantas veces como miedo había sentido en su vida. Fueron muchas. Los dedos rapaces que habían intentado invadirla se estiraron en un estertor y luego se aquietaron. La mano vengadora repuso la aguja en el bolsillo y, con el calor ferroso de la sangre coloreándole la piel, se quedó dormida.

***

Fue extraño para la muchacha despertarse a la mañana siguiente y encontrar el cuerpo de la mujer todavía tendido a su lado. Estaba envuelta en un amasijo de trapo y le daba la espalda. Lo vadeó pasándole las piernas por encima. Cuando puso los pies en el suelo para levantarse, las plantas desnudas se hundieron en varios centímetros de sangre mullida que casi se había cuajado. Dejó tras de sí una senda de huellas muy poco distantes entre sí, huellas de la caminata de un niño que está aprendiendo a andar. El sol ya estaba alto en el horizonte. Cruzó la puerta y salió al verde, donde las hojas pudiesen cegarla con sus brillos. Las tablas del entarimado crujieron cuando saltó a tierra. Frotó los pies sobre la hierba mojada hasta que quedaron completamente limpios, y luego corrió a la fuente.

Su boca estaba tapiada, callada con grandes piedras que alguien se había tomado la molestia de apilar. Tirados en el suelo habían dejado un cubo con mortero y una paleta. La muchacha cogió uno de los cantos e intentó arrancarlo, sin conseguirlo. Las piedras no habían necesitado del mortero, ellas solas se abrazaban entre sí y expulsaban de esa unión a cualquier elemento extraño. Buscó huecos y rendijas atravesando con los dedos la superficie de las rocas, encontrándose siempre con espacios mínimos que se interrumpían continuamente. Tras la pared que cerraba la boca de la fuente escuchaba todavía un ronroneo de agua. Dentro de ella seguramente flotaba el animal. Si al menos pudiese llamarlo… La muchacha insistía sobre las piedras con las uñas y las yemas de los dedos, que se le iban rompiendo y rasgando cuanto mayor era su frenesí. Junto a las motas verdosas de musgo que salpicaban las piedras fueron floreciendo corolas diminutas de color rubí. Y entonces el animal olió la sangre y se desperezó de su sueño acuático. Se impulsó con los tentáculos hacia arriba, nadó en las aguas heladas siguiendo el rastro hasta que topó con la pared de piedra. Su cuerpo abombado presionó sobre la superficie, flexionándose y cubriendo como un guante las curvas de las rocas. La musculatura rosácea del torso poseía una fuerza sobrehumana que no se agotaba nunca. Se contrajo y expandió muchas, muchas veces. Sus movimientos crearon un diminuto oleaje que regaló a la muchacha la visión del agua goteante entre las piedras. El animal empujaba, la muchacha arañaba. El sol ya había recorrido parte del arco del cielo cuando la tapia se desmoronó, y el animal llegó a la muchacha nadando en la corriente.

Se unieron allí mismo, en el bosque. La muchacha se tendió en la hierba. No quiso cerrar los ojos. Abrazó a su animal, húmedo y cartilaginoso como las paredes de un calamar. Sintió su latido marino que corría al compás del corazón en el pecho. Al roce de los tentáculos, la piel del vientre y las caderas se le iba tiñendo de un rojo brillante. La muchacha lo acarició. En la base del cuerpo abombado se abrió una pequeña boca lisa y sin dientes que le lamió los dedos. Con un siseo gutural, la muchacha partió el silencio que le había confinado la garganta durante tanto, tanto tiempo. El animal respondió descendiendo por el interior de sus muslos y apoyando su cabeza redonda entre las piernas de la muchacha. Ella lo empujó dentro, él nadó en las aguas. Al fin y al cabo, siempre habían sido uno.

***

La muchacha sorteaba a grandes pasos las raíces y los troncos caídos. Con los brazos iba apartando las ramas que crecían demasiado bajas, los arbustos que se apretaban unos contra otros y los grandes helechos. Aunque las botas de goma que había arrancado de las extremidades de la mujer muerta le bailaban en los pies, saltaba con fiereza sobre las piedras sin perder nunca el equilibrio. El color vivo de la sangre había vuelto a sus mejillas. Buscaba salir del bosque y llegar al camino cuanto antes. Quería caminar mucho, sin pararse, hasta que el agotamiento le resultase insoportable, y luego echarse en cualquier rincón y dormir bajo las estrellas sin que nadie la despertase. Subió el terraplén que bordeaba la vía forestal y siguió caminando. Crujían las piedras aprisionadas bajo las suelas de las botas, la tierra se apartaba, se levantaba el polvo a su paso confirmando que estaba viva y que era fuerte.

Un vaivén de maderos siendo arrastrados se escuchó a su espalda. Giró la cabeza sin apartarse de su camino. Vio pasar de largo un carromato tirado por un jumento cansado y, sentado en el salpicadero, el charlatán que durante años la había exhibido como una bestia disecada. En la parte trasera del carro, apoyada la espalda contra unos sacos, había otra muchacha apenas salida de la infancia, lánguida y blanca y descolorida en el rostro. La cabeza se le caía a los lados con el traqueteo y apenas conseguía mantenerse derecha. La muchacha vio a la muchacha y fue como viajar en el tiempo y observarse en el pasado. La muchacha que era una con su animal cogió una piedra del camino y corrió hasta adelantar al carro. El chamarilero, doblado en dos como un enfermo de tisis, a duras penas sostenía las riendas entre las manos. Se le veía viejo y seco como el mono embalsamado que mostraba en sus espectáculos. La muchacha tiró la piedra, que impactó la calavera del farsante con sonido de nuez partida. De la brecha que se abrió en la frente del viejo coló la sangre en lentos regueros. Quiso la muchacha salvarse a sí misma en su versión de otro tiempo, pero el ruido de la piedra había azuzado al caballo, que ahora corría desbocado como en punto de muerte. La muchacha le dijo adiós a su reflejo en el carromato, pero el otro yo se alejó sin reconocerla.

© Copyright de Érica Couto-Ferreira para NGC 3660, Marzo 2019
[ Especial Féminas 2019 ]