Por Juan Luis Gomar
Sé lo que piensa de mí, doctor. Desde que tengo memoria, he visto su mirada cientos de veces en otros ojos. Sé que mi rostro es terrible y deforme. Los médicos tienen un nombre para esto que me ocurre. Alguna vez me lo dijeron pero yo no quiero recordarlo. Las palabras son fáciles de olvidar. Cuando era pequeño decidí no volver a mirarme en ningún espejo, pero resultaba inútil cuando los demás niños me perseguían hasta casa insultándome. Son tan crueles los niños… O cuando el viejo estaba borracho, no se molestaba en disimular la repugnancia que sentía hacia mí y sacaba su correa. Después de todo, madre murió cuando me daba a luz y alguien tenía que pagar por aquello, ¿no cree?
Cuando era pequeño tuve que oír los largos sermones dominicales del reverendo Woodward. Recuerdo que nos hablaba de cuánto cuidaba Dios de nosotros, sobre todo de los niños. Tenía su pequeña iglesia a las orillas del brazo norte del Patapsco. Cuando los muelles necesitaron crecer, oí que le compraron el terreno y con el dinero se construyó una iglesia más grande en plena calle Kingstead, en la parte alta de la ciudad. Era mal sacerdote, pero buen negociante. Aquella ribera se inundaba con facilidad y la humedad de la bahía de Cheasepeak le corroía los huesos, y aun la moral. Aun así, el tipo encontraba arrestos para contarnos que Dios amaba tanto a los niños que, para protegerles, les regalaba una criatura invisible; un benévolo ángel que marchaba siempre a nuestro lado. Enseñaba incluso cómo rezarle antes de dormir para que cuidara de nuestros sueños y no tuviéramos pesadillas. Para alguien como yo, todo aquello sonaba como un maldito chiste, aunque. al menos, mi rostro me salvó de las atenciones del reverendo para con los niños. A él sí que le gustaban.
Podrá imaginar ahora qué clase de infancia tuve. Pero un día pasó algo que me descubrió que yo sí tenía un ángel de la guarda. Él vino a mí, si entiende lo que le digo. Vino a mí y se manifestó de una manera tan clara y real como lo somos usted y yo. No digo que me hablara con palabras. De hecho, solo lo hizo una vez y nunca podré olvidarlo. Tampoco lo vi nunca. Su presencia era de naturaleza sutil, como una brisa que surge de ninguna parte para refrescar tu rostro, o una nube que alivia el picor del sol. Como un abrazo invisible que te conforta cuando estás llorando solo en la oscuridad… Como un dedo imaginario que de súbito te indica dónde mirar.
Así pasó la primera vez. Le aseguro que lo recuerdo como si acabara de ocurrir. Fueron aquellos niños malvados. Me esperaron a la salida de la escuela del señor Perkins, cuando caminaba por la orilla del río de vuelta a casa, y me rodearon. «¡Monstruo!», me llamaron. Había ocurrido otras veces. Yo ocultaba mi rostro con mis manos para que no me vieran llorar, y ellos seguían hasta que se cansaban. Le sorprendería a lo que llega a acostumbrarse alguien como yo. Pero aquella vez, algo había cambiado. Aquel día estaban más envalentonados que de costumbre. «¡Monstruo!», me gritaban todo el tiempo. Se reían. «¡Muérete, monstruo!».
No sé quién me dio la primera patada. Esa fue la que más dolió. Luego caí y recibí muchos golpes y la boca se me llenó con el sabor de la sangre. Mas de pronto sentí una mano sobre mí. Algo me hablaba sin palabras y me alejaba de allí mientras mi cuerpo quedaba atrás. De repente, los golpes y mis propios sollozos no importaban. Me «abrazó». De alguna manera vino a decirme que ya no estaba solo, y mi miedo desapareció. Y ese algo sugirió entonces que regresara, abriera los ojos y mirara a la derecha. Allí la vi: una piedra redondeada por un lado, pero fracturada y aguda por el otro. Extendí el brazo y el canto encajó en mi mano, y entonces el ángel me ayudó a ponerme en pie. Todavía llegaron a insultarme una última vez. Eso es lo último que recuerdo: aquella palabra. Aquella maldita palabra. Entonces, supe qué hacer.
Le diré que cuando la policía me llevó a casa, fue la primera vez que el viejo me miró con algo que no fuera asco. Aquellos chicos estuvieron un mes en cama. Hubo muchos dientes rotos y mucha sangre. Uno de ellos perdió un ojo. Los tres adultos que hicieron falta para inmovilizarme contaron que me había ensañado con ellos como si una bestia. Padre suspiró. No sabía qué decirme. Pero de alguna manera todos conocían cómo se comportaban aquellos chicos y nunca me habían ayudado. Se consideró que habían recibido su justo castigo.
Sí, el ángel siempre estuvo conmigo desde ese día. Me ayudaba cambiando pequeñas cosas a mi alrededor. A veces me hacía desviar la mirada a pequeños objetos: la llave de casa antes de salir; una moneda perdida en el suelo que, casualmente, me permitía llegar a la cantidad justa para comprar algo que yo quisiera… A veces aflojaba los cordones de mis botas para que me detuviera a atarlos justo antes de que pasara un carro al que yo no había visto… ¿Recuerda el accidente en la estación de tren? Se dijo que aquel maquinista había muerto de un infarto y por eso no hizo caso a las señales. Mi padre trabajaba en el mantenimiento para los ferrocarriles Baltimore&Ohio y yo solía llevarle el almuerzo cuando ya dejé la escuela. Aquel día hubo muchos muertos. Los periódicos de Baltimore casi no informaban de nada más, pues se tardó mucho en despejarlo todo. Yo pasaba por esa vía a esa hora todos los días, pero aquella mañana sentí como si mi ángel estuviera delante de mí, empujándome e impidiéndome avanzar. Llegué a la valla extenuado y sudoroso, justo cuando aquel tren impactó fuera de control contra el que salía. Se oyó un estruendo tal que el cielo parecía haberse roto y el aire se llenó con los gritos de los heridos. Recuerdo que observé el amasijo de hierro y carne en que se habían convertido. Supe que, de no haber sido por él, yo habría estado ahí debajo.
Me acostumbré a ese tipo de cosas, ¿sabe? Aprendí a reconocerlas y a dejarme llevar por ellas. Y nunca más me sentí solo. Ni cuando descubrieron que uno de los muertos bajo el tren era mi propio padre. Así que después de aquello pasaron los años sin que nada malo me ocurriera, pero no porque dejaran de meterse conmigo, sino porque el ángel nunca me abandonó. No tuve ningún otro amigo; ni falta que me hizo. Cuando estaba solo, su presencia se hacía más fuerte. Casi le sentía respirar a mi lado. Cuando estaba rodeado de otras personas, parecía cubrirme con un manto que me hacía invisible para que me dejaran en paz. Cuando me insultaban, me tapaba los oídos e impedía que sus terribles palabras, que habían despertado una vez aquella terrible furia en mí, volvieran a hacerme sufrir.
Si le cuento todo esto, doctor, es porque solo hay una explicación para lo que hice con aquel hombre. Yo no conocía al señor Poe. Así me dijeron que se llamaba. Supe que agonizó durante tres días después de aquello. También de contaron que era algún tipo de escritor, que había desaparecido de su casa y que ni siquiera debería haber estado en Baltimore. Yo no sabía nada de sus cuentos. Quiero decir que no tenía ningún motivo personal para hacer lo que hice. Recuerdo que le vi salir de aquel tugurio, tambaleándose, borracho como un diablo. Así me lo encontré cuando volvía a mi casa. Nuestras miradas se cruzaron, y entonces abrió aquellos ojos turbios y acuosos, y me dijo algo que creía que no volvería a oír jamás. Le juro, doctor, que me cruzo con gente así todos los días. Los he visto muchas veces mirarme con asco y mover los labios articulando las sucias palabras que yo les inspiraba. Eran esos los momentos en los que el ángel tapaba mis oídos y no los oía, y así seguía mi camino. Pero eso no fue así con el señor Poe. De súbito, aquella vocecilla me llegó con toda claridad, y algo se agitó en mi interior. «¿Cómo me ha llamado?», le dije, aún incrédulo. Entonces repitió aquellas palabras; aquellas malditas palabras que recorrieron mi espina dorsal como si fueran una aguja. Todo fue muy rápido. Todos los años que mi ángel pasó conmigo no sirvieron para hacerme más fuerte; solo me había mantenido aislado y apartado del dolor. Pero esa vez me dejó oír y cuando aquel hombrecillo me gritó en aquel sucio callejón, aquello de lo que me creía a salvo volvió a ocurrir. Sé que comencé a temblar. Los recuerdos son tan confusos. Sé que avancé hacia él y que trató de empujarme. El señor Poe todavía tuvo tiempo para insultarme una última vez. Lo último que recuerdo es el primer crujido de sus huesos bajo la presión de mis manos.
Sé que pensarán que soy un enfermo mental. Muchos, tal vez usted mismo, doctor, atribuirán a la esquizofrenia todo lo que hice. Otros pensarán que solo digo esto o aquello para no entrar en la cárcel. No espero perdón ni tampoco lo pido. Sé que ya no tengo lugar entre mis semejantes, pero yo no estoy loco. Los actos que cometí los ejecuté cuando estaba fuera de mí, pero le aseguro que la influencia del ángel fue real. Lo sé… Lo sé, porque si se tratara de una ilusión de mi mente, todavía seguiría conmigo. Ningún milagro podría haberme sanado. Él ya no está. El ángel… No, ya no puedo llamarlo así. Aquella «presencia» no sigue conmigo. Estoy de nuevo solo y maldito. Aquel ser me aisló de los demás, eliminó a mi familia y cuidó de que nada me ocurriera con un único fin: encontrarme con el señor Poe en aquel callejón. El infierno se la tenía jurada y yo fui la herramienta para su terrible propósito.
No, doctor. Ni era un ángel ni yo estoy loco. Lo sé, porque ya no está. Antes le he dicho que me habló una vez. Lo hizo antes de irse para siempre; oí su voz, su terrible voz, y después aullé durante horas de puro terror. Así fue cómo me encontraron y me trajeron aquí. Ahora temo quedarme solo. Ya no está, pero nunca más podré dormir temiendo que vuelva. Antes me quitaré la vida. Antes de que regrese para atormentarme y, de nuevo, me llame «monstruo».
© Copyright de José Luis Gomar para NGC 3660, Mayo 2019