El mensaje de los dioses

 

Por Joan Antoni Fernández

El mundo no estaba preparado para lo que iba a suceder aquella soleada mañana de mayo. Se había rumoreado durante tanto tiempo, produciendo tal cantidad de especulaciones al respecto, que ya nadie creía en ello.

El coronel Kovalsky, americano de origen judío, se encontraba en aquellos momentos oculto en las profundidades de una base militar secreta, en algún lugar de California, aguardando con su proverbial flema las órdenes del Pentágono. Por su parte, también el coronel Petronov, ruso de origen judío, esperaba instrucciones del Kremlin en otra base militar no menos secreta en algún lugar de los Urales.

Había sido a las 10:47 AM, hora americana, cuando se produjo la sorpresa. Desde algún lugar procedente del espacio exterior empezó a llegar a la Tierra una señal de alta frecuencia. Todos los radiotelescopios del planeta la captaron con claridad. Era intermitente, sonaba durante unos veinte segundos y luego enmudecía unos dos minutos, volviendo a sonar otra vez. Rápidamente se dio la señal de alarma; aquello resultaba alucinante. Alguien se estaba comunicando con la Tierra desde algún ignoto punto del Universo.

Las autoridades americanas y rusas olvidaron por ensalmo sus diferencias y convocaron con urgencia una reunión conjunta. En aquellos cruciales momentos tenían que estar unidos por el bien del planeta. Tal vez tuvieran que aunar esfuerzos si resultaba que aquel mensaje era una especie de declaración de guerra espacial. ¿Sería la Tierra invadida por seres de otra galaxia? El pánico cundió en las altas esferas y se dio la orden de que la noticia no trascendiera a la opinión pública.

Los expertos más afamados de todo el mundo comenzaron a estudiar la señal. Su origen se precisó, según cálculos aproximados, en la galaxia M51, demasiado lejana para despertar inquietud. ¿O no? El profesor Pelmann, alemán de origen judío, sostuvo la teoría de que el mensaje llegaba potenciado hasta nosotros a través de un repetidor que los extraterrestres debían de haber situado muy cerca, en el mismísimo sistema solar.

Pero ¿qué era lo que decía aquel enigmático mensaje? Resultaba del todo incomprensible; parecía alguna especie de código y nadie era capaz de traducirlo. ¿Por qué los extraterrestres nos enviaban aquella señal? ¿Qué pretendían comunicarnos? Era un misterio sobrecogedor.

A las 14:23 PM el profesor Smithson, británico de origen judío, logró establecer la procedencia del mensaje. Para ser del todo precisos, halló la localización exacta del repetidor que enviaba con tanta fuerza el mensaje a la Tierra. Dicho punto se encontraba en la cara oculta de la Luna. Este hecho asombró y preocupó al comité de seguimiento internacional que había surgido tras la crisis. ¿Por qué nos enviaban mensajes desde nuestro propio satélite? ¿Por qué no venían directamente a la Tierra? Tras un largo estudio de la situación, se decidió enviar una nave tripulada a la zona lunar para investigar el artefacto repetidor desde el mismo terreno. La tripulación de la nave exploradora estaría compuesta por un ruso y un americano, evitando asperezas y tensiones entre las potencias. Se acordó lanzar el ingenio desde Cabo Cañaveral al día siguiente.

Los preparativos para la misión fueron frenéticos a partir de aquel momento. Cada vez resultaba más evidente que la solución a aquel enigma se encontraba en la cara oculta de la Luna.

A las 06:07 AM hubo una filtración en los servicios de seguridad. Un radioaficionado había captado el mensaje, así como una conversación entre varios astrónomos. La noticia se extendió como un reguero de pólvora y pronto fue difundida por prensa, radio y televisión. Los gobiernos tuvieron que hacer llamadas a la calma y hubo toques de queda en todos los países desarrollados. Curiosamente, en el ámbito del Tercer Mundo dicha información apenas causó revuelo.

En pocas horas surgieron por todas partes miles de sectas de adoradores que rendían pleitesía a los dioses galácticos, mientras que los religiosos tradicionales gesticulaban y gritaban tratando de hilvanar explicaciones convincentes que implicaran sus creencias con la realidad del mensaje. Sin saberse cómo, pronto comenzó a circular el rumor de que dicho mensaje dotaría de gran sabiduría a quien lograra descifrarlo, llegando a convertirle en el amo del mundo.

Pronto el mercado se vio inundado de infinidad de cintas con la emisión grabada, así como libros que explicaba la manera correcta de descifrar su significado. Se realizaron cientos de entrevistas con personajes famosos, gente que nadie conocía saltó a la luz, declarando que habían estado en contacto con los alienígenas desde hacía años, explicando de cien formas distintas qué debíamos hacer para seguir sus sabios consejos o, según otros, sus órdenes estrictas.

En aquel orden de cosas llegó la mañana del lanzamiento. A las 08:45 AM fue propulsado el cohete espacial tripulado desde Cabo Cañaveral. El coronel Kovalsky y su homólogo ruso Petronov viajaban a bordo. La misión era tan delicada que los altos mandos no se habían atrevido a enviar a alguien con menor graduación. Ambos militares eran expertos pilotos, por lo que no resultó difícil enseñarles el manejo de la nave. Claro que las operaciones fundamentales serían realizadas desde la Tierra por control remoto. Ni qué decir tiene que, antes de marchar, los dos hombres habían sido aleccionados por sus respectivos gobiernos. De aquel viaje podía depender el destino de toda la Humanidad.

Las horas fueron pasando sin que nada nuevo sucediera; una tensa calma se había apoderado de todo el mundo. No había ningún nuevo dato que añadir, el mensaje seguía llegando con uniforme puntualidad sin que fuera posible descifrarlo. Mientras tanto, la nave se acercaba veloz a la Luna, los rugientes motores funcionando a plena potencia. El nuevo y secreto combustible de fabricación americana hacía más corto el viaje, mientras que el recientemente creado mecanismo ruso les permitiría posarse con suavidad cerca del lugar de la emisión. Sólo cabía esperar.

El militar americano, tendido como un fardo en su saco de dormir, miró con disimulo al ruso. Éste también trataba de descansar, flotando en la ingravidez y sin prestar atención aparente. Kovalsky recordó las instrucciones que le habían dado. Si el mensaje podía ser descifrado allí arriba, debería hacerlo y matar al ruso. Era muy importante para la salvaguarda de los Estados Unidos que semejantes fabulosos conocimientos no cayeran en manos del enemigo. Furtivamente acarició el frío estilete que llevaba escondido bajo la manga.

A las 16:30 PM los dos astronautas fueron sacados de su inactividad. Se estaban acercando a su objetivo. Petronov, el más experto en pilotaje, se encargó de gobernar el módulo dirigiéndolo hacia el lugar designado. Los dos hombres observaron a través de los cristales la superficie lunar, buscando con atención el misterioso emisor. Kovalsky fue el primero en localizarlo. Se trataba de una especie de montículo metálico en forma de pirámide que acababa en una bola luminiscente, la cual giraba con lentitud. No había el menor rastro de vida a su alrededor, pero se ordenó a los tripulantes que alunizaran el módulo a cierta distancia.

El aparato se posó en suelo lunar con suavidad y, a los pocos minutos, ambos hombres saltaban bajo la gravedad del satélite, enfundados en sus respectivos trajes espaciales. Una cámara de televisión enviaba sus imágenes a la Tierra, donde todo era grabado y analizado.

El ruso fue el primero en acercarse a la extraña construcción. No parecía tener puertas ni aberturas y sus paredes resultaban lisas por completo. Era una pequeña pirámide de ocho metros de alto por cinco de ancho y otro tanto de profundidad. No obstante, cuando comenzaron a darle la vuelta, pareció cambiar de forma y convertirse en ovoide. Sus instrumentos les confirmaron que era desde aquel artilugio desde donde procedían las señales que llegaban a la Tierra. Un estudio del terreno adyacente les confirmó que el aparato no había sido instalado demasiado tiempo atrás. Sin duda, había alunizado y se puso a transmitir casi en el acto. Aquello planteaba una pregunta inquietante: ¿estaría tripulado aquel artefacto?

Fue entonces cuando la bola luminosa de la cúspide comenzó a girar a mayor velocidad. Los astronautas sintieron un fuerte zumbido en sus receptores y un potente estallido les retumbó en los tímpanos. La emisión había cambiado a una ultrafrecuencia mucho más potente, bloqueando sus conexiones con la Tierra. En Cabo Cañaveral se perdió la imagen y el sonido de ellos, tanto por el canal ordinario como por el de emergencia. Al mismo tiempo, los radiotelescopios dejaron de captar el mensaje, transmitido a una frecuencia demasiado alta para sus instrumentos.

Kovalsky, atontado todavía, sentía sus oídos silbar de forma dolorosa mientras trataba de establecer contacto con su base. El ruso, cerca de él, manipulaba también sus instrumentos con creciente pánico. Al fin se miraron indecisos. Se encontraban incomunicados con la Tierra, ni tan siquiera podían hablar entre sí. ¿Qué hacer?

Petronov, con gesto alterado, alzó un brazo y señaló hacia el emisor. El americano se volvió y contempló con estupor que se había abierto un hueco en la base. El espacio resultaba lo bastante amplio para permitir el paso de un hombre. ¿Qué debían hacer? El ruso, tras un momento de indecisión, avanzó resuelto hacia la abertura y su compañero le siguió. Penetraron en el interior, una zona de volumen indeterminado sometida a una tenue luz violeta. Siguieron avanzando por un angosto pasillo que giraba con brusquedad hacia su izquierda y desembocaron en una zona esférica mejor iluminada, sin lugar a duda el centro del extraño aparato. No se veía a nadie, aunque una serie de luces pulsantes indicaba que aquel mecanismo funcionaba de alguna forma.

Los dos hombres giraron sobre sí mismos, recorriendo con la vista aquel lugar extraño y enigmático. Nada en todo aquel entorno les resultaba familiar, por lo que no pudieron sacar ninguna conclusión respecto al funcionamiento. En una pared cercana había un aparato esférico que giraba con lentitud a la vez que cambiaba de color a cada instante, produciendo un suave chasquido que recordaba la cadencia del misterioso mensaje. Ambos hombres llegaron a la misma conclusión: se hallaban en el interior de un aparato automatizado que no precisaba de control manual.

En el acto comprendió Kovalsky lo que debía hacer; tendría que matar al ruso y ponerse en contacto con los suyos para apoderarse de aquel artefacto e inspeccionarlo a fondo. Había que evitar a toda costa que cayera en poder de los otros, pues las revelaciones tecnológicas obtenidas de su estudio colocarían a su poseedor en una primacía absoluta. El americano se acercó a su compañero con lentitud, mientras su mano derecha se cerraba sobre el frío estilete que había ocultado en un bolsillo externo. Bastaría un pequeño corte en el traje de Petronov y el ruso moriría asfixiado en aquel lugar carente de oxígeno.

Ya la mano de Kovalsky iniciaba su rápido movimiento asesino cuando el ruso se volvió de súbito con otro estilete en su diestra. Los dos hombres se contemplaron con sorpresa y horror, mientras sus respectivas armas perforaban al unísono ambos trajes. Mientras el oxígeno comenzaba a escaparse a borbotones por las rasgaduras, los astronautas se bambolearon con patética inutilidad, como practicantes de una danza macabra. Al fin cayeron al suelo; Kovalsky murió casi en el acto, atravesado por su propia arma en la caída. Petronov, sintiendo que le abandonaban las fuerzas, trató de taponar con desesperación la enorme brecha del traje apretando con las manos. Lentamente comenzó a perder la consciencia, sintiendo sus pulmones a punto de estallar en el vano esfuerzo de captar oxígeno. Pronto cayó en un profundo sopor que le condujo hasta la muerte.

El cilindro esférico dejó de parpadear durante unos instantes, como sorprendido ante aquel extraño comportamiento por parte de los intrusos. Luego, como eficiente órgano rector de aquella nave, ordenó a un robot que limpiara la sala de control, arrojando fuera aquellos cuerpos extraños. Una vez anotado el curioso incidente en su memoria de datos, la esfera continuó con la tarea para la que había sido creada.

Una vez subsanado el fallo en su sistema emisor, volvía a emitir el mensaje en la ultrafrecuencia acordada. Todo funcionaba otra vez a la perfección; en toda la inmensidad de aquella zona de la galaxia era perfectamente audible para cualquier ser inteligente la advertencia que se repetía a intervalos regulares.

«Zona Especial Reservada A24. Prohibido dar de comer a los animales de este planeta».

«Zona Especial Reservada A24. Prohibido dar de comer a los animales de este planeta».

«Zona Especial Reservada A24. Prohibido dar de comer a los animales de este planeta».

© Copyright de Joan Antoni Fernández para NGC 3660, Junio 2018