Por Luis Astolfi
Era muy viejo ya, y había vivido una vida, le decían, larga, intensa y feliz.
Hacía ya tiempo que había perdido la memoria de esos recuerdos de larga vida, poco a poco primero, uno a uno, recuerdo a recuerdo, y todos al final.
Aquel día era su cumpleaños. Lo sabía porque se lo habían dicho, aunque no sabía muy bien lo que significaba «cumpleaños». Pero no le importaba, se lo habían dicho con una sonrisa, le habían dado un beso y un abrazo fuerte, y todos le habían mirado con lágrimas en los ojos, así que sabía que «cumpleaños» era algo bueno.
Fue un día muy agradable. Le hicieron una comida que le gustó mucho, le trajeron una tarta muy deliciosa que tenía muchas velas encendidas que le dijeron que tenía que apagar a soplidos; luego le regalaron cosas bonitas y le volvieron a dar besos y abrazos y le dijeron «muchas felicidades», y al final le cantaron una canción que acababa con «y que cumplas muchos más».
Y él se sintió bien con todo aquello, y también sonrió todo el tiempo, porque sentía que era algo bueno.
Aquel día, a diferencia de otros días, de alguna manera supo que su vida, esa vida que le decían larga y feliz, tocaba a su fin, y eso era lo único que él sabía con certeza acerca de su vida.
Aquella noche, como sucedía cada noche, una luz repentina en su memoria, que era como un destello de ésos que automáticamente te hacen cerrar los ojos un segundo, le hizo bajar a la bodega de su casa, donde almacenaba cientos de botellas de vino que había ido almacenando y coleccionando a lo largo de su larga y, le decían, feliz vida.
No recordaba cuántas tenía, ni si las había comprado o se las habían regalado, ni nada más que lo que eran, vino, y cómo elegir una, cómo abrirla y cómo beberla.
Cada noche elegía una botella, la descorchaba, llenaba una copa y la bebía, y con cada trago, como con cada cerilla del cuento aquel de la niña cerillera, un recuerdo feliz le llenaba la memoria al mismo tiempo que la copa se vaciaba.
Una copa cada noche. Un recuerdo con cada copa. Un recuerdo que, con el último trago, se evaporaba de nuevo al final.
Aquella noche, la del «cumpleaños feliz», en lugar de una botella eligió instintivamente diez, que depositó sobre la mesa de madera maciza que había en el centro de la bodega, rodeada de los estantes con todas las botellas de vino que poseía.
No dudó, eligió diez botellas y abrió nueve, colocándolas una al lado de la otra, en una serie de formas diferentes cubiertas de polvo y preciosas etiquetas coloridas.
La décima, que a diferencia de las demás la había sacado de una cava eléctrica, la dejó a un lado, sin abrir.
Cada sorbo único que dio de cada una, como siempre sucedía, le llevó hasta un recuerdo feliz, el recuerdo, conservado imperturbable dentro de cada botella, de cada uno de los nueve rostros amados que habían pasado por su vida, un recuerdo que ya sólo era dulce, ignorando, como siempre hacía con el vino, cualquier arañazo amargo que le hubiera podido desgarrar la piel.
Cuando terminó de revivir las nueve copas de vino, abrió la última botella, la décima. Un suspiro proveniente de su interior le trajo aromas a manzana asada, pan caliente y bollos de mantequilla. De la mano de aquellas sensaciones, la copa burbujeante que apuró de un trago le trajo también el recuerdo del principio del fin, la noche del día en que el décimo y último rostro amado le dijo que, un día, ya no recordaría no sólo dónde había dejado sus llaves, sino también para qué servían las llaves.
Pero eso ahora ya no le importaba, nada le importaba ya desde hacía tiempo, salvo que, le habían dicho, hoy era su cumpleaños, y que se iba a beber la que, de algún modo, sabía que sería la última botella que bebería de su amado vino, aquella botella de rubio, dulce y chispeante champagne.
Era su cumpleaños y él se sentía feliz.
© Copyright de Luis Astolfi para NGC 3660, Julio 2017 [Especial Aniversario]