1
Daoba.
Para muchos este nombre no significa nada. Nada en absoluto: ni siquiera se lo conoce en las secciones más profundas del Ministerio Planetario. Según parece, nunca fue digno de aparecer en la Sala Estelar, donde figura un mapa cósmico con los mundos habitados por nuestra gloriosa Cancillería. Hace como doscientos treinta años se lo mencionaba en un brumoso acuerdo de la Delegación con las autoridades locales. Aparte de eso, apenas queda rastro o huella de su presencia en los archivos.
Estoy seguro de que nunca un daobano pisó otro planeta que no fuera el suyo, y es probable que muchos olvidaran también haber descendido de los terrícolas que decidieron asentarse un día en su superficie. Por eso, Daoba es uno de esos hijos perdidos del espacio que creció oculto entre las estrellas, sin despertar nunca la curiosidad o el interés de los viajeros o de las grandes naves mercantiles. La primera vez que supe de su existencia fue para descubrir mi futuro como nuevo ayudante de delegado:
—Serán nueve meses estándar —reveló mi supervisor, el señor Gael, un hombre huesudo de ideas peregrinas, uno de esos sujetos propios del Ministerio que buscan un ascenso fácil en los despachos de favores, entre un honorable círculo de amigos influyentes. Su cara era un mapa fiel de sus intenciones y de su temperamento: rigurosa, severa, llena de pliegues pronunciados, con los ojos pequeños y brillantes de un visionario o un oportunista. Como aseguraba a menudo, estaba llamado a hacer grandes cosas. Para Gael Daoba era un paso decisivo en su carrera como delegado de mejores planetas.
—Se me necesita donde lo merece la causa —solía decir sin mirar a nadie.
Nuestra modesta delegación estaba formada por otras dos personas, una planetóloga y un ingeniero de campo. Federica Gwu era una venerable señora de sesenta años que presumía de haber viajado más que nadie en el Ministerio y que estaba ansiosa de poder registrarlo todo en su libro de informes. Alta y algo desgarbada, su pelo cobrizo y sus ojos verdes y juveniles le daban un halo de vitalidad que los desplazamientos y las estancias en sitios remotos aún no habían consumido: estaba bastante entusiasmada con el hecho de que se hubieran acordado de ella para registrar especies y reivindicar el nombre de Daoba en los registros. Pero la actitud del ingeniero era muy distinta. Laevi, un hombre calvo y algo rechoncho, no parecía muy contento de haber sido convocado para la misión, y no se esforzaba mucho en disimularlo.
Fue un viaje largo, mucho más largo de lo que podría haber imaginado en ningún momento. Fuimos en un carguero Salamandra junto a otras delegaciones y un cuerpo de soldados de un planeta llamado Indu, el quinto del sistema solar donde orbita el viejo Lenopis. Con bastante frecuencia, Gael se entretuvo en quedar suspendido en las cámaras de hibernación, aislado del grupo. Sin embargo, la planetóloga se llevaba jornadas enteras recluida en su estancia diminuta, supongo que repasando informes, como si de nuevo fuese la joven exploradora de otros tiempos. Con el señor Laevi coincidía algunas veces en la sala de reposo junto a la tropa de soldados, unos individuos de aspecto apático que nos miraban como si fuéramos verdaderos intrusos. Cuando no tenía a nadie con quien hablar me marchaba a las urnas de suspensión y allí me quedaba solo, durante muchas jornadas, esperando a que llegásemos de una vez a Daoba.
¿Por qué íbamos hacia ese planeta perdido? Lo poco que sabía sobre el asunto era lo que Gael me había contado como si fuera un secreto: la supervisión de varias poblaciones locales, y un tema relacionado con la botánica sobre el que no quiso entrar en muchos detalles hasta que no lo explicara Federica a su momento.
—Una pura formalidad —dijo con un gesto de desdén—. No tiene nada que ver con nosotros. Son cosas para la planetóloga. Entre nosotros, me obligaron a traerla. Pero si no damos cobertura a las tonterías ecológicas no nos dan los créditos para la supervisión, ¿me comprende?
El mensaje que recibió el Ministerio había sido enviado desde una ciudad llamada Calípena. Parece que se trataba de la capital de una red de ciudades que había por todo el planeta, y donde sin duda podrían recibirnos bajo la diplomacia estandarizada de nuestra Carta Única. Un poco de hospedaje, de visitas a lugares pintorescos, y una revisión de problemas acuciantes: en eso consistía nuestro programa. Gael estaba convencido de que solo era una excusa para pedir fondos crediticios a la Cancillería. Pero eso no le importaba en absoluto; de hecho, consideraba esas peticiones como una base idónea para su ascenso en el Ministerio.
El Salamandra nos dejó al fin en el borde exterior del sistema de Zoonis. Una nave auxiliar se desprendió de la nodriza como un asteroide eyectado para conducirnos enseguida a Daoba; la pilotaba un sargento que hablaba poco y para el que el Ministerio había prometido una paga especial por estancia cuando volviera; su acompañante de vuelo era un androide anclado a la cabina de mandos que le ayudaba en tareas de pilotaje autónomo. Gael se pasó muchas horas acudiendo a su cámara para vomitar la comida sintética de nuestras despensas, mientras el señor Laevi discutía con Federica ciertos asuntos referentes a la conveniencia de repoblar mundos medio abandonados.
—Es absurdo, un derroche de dinero y de vidas —opinaba Laevi, pero Federica encontraba fascinante poder regenerar ciertas tierras olvidadas por la burocracia.
—Pienso redactar un informe sobre eso, señor Laevi —afirmó con cierto orgullo—. Voy a pedir una misión en los lugares deshabitados. Las autoridades de allí tienen que aprobarla.
—Ridículo —opinó el señor Laevi, cruzado de brazos y mientras miraba por la ventanilla.
—Me ha llevado casi medio año estudiar a fondo lo poco que sabemos de Daoba. El número de colonos que allí viven no sobrepasa el medio millón, puede que menos. Forman un sistema de autarquía digno de estudio.
Desde el espacio Daoba tiene un extraño color gris con algunas irisaciones púrpuras, como un fruto maduro a punto de pudrirse. El sol que lo ilumina es la estrella Gf-89, también llamada Arleris, que brilla sobre otros seis mundos que no son otra cosa que esferas de gases tristes o pedruscos de ceniza muerta.
—En muchos sistemas solares se dan condiciones parecidas —me había explicado Federica con un aire maternal. Llevaba su mono de planetóloga naranja y negro, con una elegante coleta de color cobrizo a la espalda.
—¿Qué condiciones? —le dije.
—De energía solar, de temperaturas, de presión. Son como los ingredientes de una fórmula química. Cuando se resuelve suelta el mismo producto, aunque sea con algunas variantes.
—Ya —respondí, y me quedé mirando por la ventanilla. En realidad pensaba en la circunstancia de que me hubiesen elegido para esa misión; apenas tres años antes estaba estudiando en la Academia, y en principio había funcionarios de mayor experiencia para estancias prolongadas en sistemas remotos. Pero mi superior, el señor Elad, se había encargado con astucia de que viajara con Gael hacia Daoba, tal vez porque así eludía él mismo la obligación de acompañarle.
Pocas horas antes de sumergirnos en la atmósfera, el supervisor delegado nos convocó en una sala redonda.
—Bueno, señores —dijo con un tono solemne—. Como ustedes saben bien, hemos sido enviados a Daoba de acuerdo con los protocolos normativos del Ministerio. Nuestro sello delegado es la Sección de Supervisiones. Federica, por favor.
La planetóloga asintió antes de intervenir:
—El señor Gael y yo hemos revisado el mensaje de clase Omega muchas veces. Lo que he podido extraer en conclusión es que el gobierno local de la ciudad de Calípena solicita ayuda al Ministerio sobre varios asuntos. Se trata de un código sobre comercio exterior, otro sobre leyes generales y otro sobre unas plantas, unos bulbos según hemos traducido, para estudiarlas en los laboratorios terrestres. No hemos podido desentrañarlo del todo porque está algo deteriorado, pero sospechamos que lo que buscan es que haya más medios para repoblar y devolver a Daoba al sistema de convenciones planetarias.
—¿Qué está diciendo, Federica? —intervino el señor Laevi, con sus manos peludas sobre la mesa. Su pecho se agitaba con algún espasmo.
—Digo que el mensaje Omega solicita personal de apoyo. El protocolo es muy claro en ese sentido.
—¿Para estudiar plantas? —dijo Laevi, con las mejillas enrojecidas—. Para eso que hubieran mandado a unos jardineros. Yo no sé una mierda de plantas.
—Laevi —intervino Gael con un gesto irritado—. Creo que no está usted escuchando a Federica. El protocolo del Ministerio ante un código Omega es invariable.
—¿Y qué vamos a hacer nosotros? —dijo Laevi, y me miró con asombro—. ¿Qué puede hacer este chico? ¿Puede decírmelo, por favor? Llevo semanas comiendo basura y durmiendo en cabinas del tamaño de una lavadora. Solo quiero que sean claros, porque no sé qué partido saca la Cancillería con esto.
—Sobre ese punto no puedo ayudarle —respondió el delegado, categórico—. Su trabajo como ingeniero de campo nos será útil a la hora de construir mapas digitales y revisar infraestructuras daobanas. Si tiene alguna queja puede enviarla al Ministerio.
Más tarde, ya concluida la reunión, el sargento de vuelo salió para decirnos que fuéramos a la sala de pasajes para atarnos los cinturones. Era un oso robusto de mandíbula poderosa y ojos inquisitivos, con un pelo muy corto y negro que parecía una pelusa sobre su cráneo redondo.
—Y no hablen mucho —recomendó con un gesto hosco—. No es bueno.
Sudoroso, Laevi respiraba con algunas dificultades mientras Federica había cerrado los ojos como si entrase en un trance místico. Mi supervisor levantó una ceja observando el color gris de Daoba, y esas bifurcaciones de canales acuáticos que forman figuras caprichosas por toda su superficie como mares interiores.
—¿Tiene miedo? —me dijo con una media sonrisa. Hasta ese momento no había ido más lejos de la Luna.
—No, señor —mentí, pero esa respuesta le agradó más al verme aterrado.
—Nueve meses estándar —me recordó—. ¿Podrá pasar sin sus caprichos terrestres?
—Claro. Por supuesto.
—Otra cosa. Nada de mujeres. Esto es una misión de supervisión, nada más. Tengo buenos informes de usted pero no quiero problemas de ningún tipo. Así que nada de mujeres. ¿Qué he dicho?
—Nada de mujeres —repetí, y enseguida me distraje por la ventanilla. La nave empezó a sufrir convulsiones. Una luz roja parpadeaba en el techo, iluminando la nariz pecosa de Federica, que parecía dormida, o acaso acostumbrada a esa clase de aterrizajes bruscos. Durante varios minutos observé un océano de nubes oscuras sacudidas por algún relámpago pasajero. La vibración me sacudía el estómago, hasta la garganta; luego las nubes empezaron a desvanecerse, dando paso a un paisaje casi indescriptible, una gigantesca masa gris perla que formaba dibujos amorfos cerrando la salida del mar o abriéndolo en forma de canales enigmáticos. Al principio supuse que se trataba del color mismo de la tierra daobana.
La nave estabilizó el vuelo sobrevolando el estrecho océano que separa las dos mitades del hemisferio norte. Arleris otorgaba una luz cremosa a las costas, carentes de árboles como en la Tierra, al menos a primera vista.
—¿Qué es eso? —dijo el delegado, y se desprendió de su cinturón para acercarse a la ventanilla.
—Federica —llamó con un murmullo. Entusiasmada, como una niña con un juguete nuevo, la planetóloga se colocó unos visores de alta frecuencia en los ojos.
—No lo aprecio bien… —dijo ajustando las lentes—. Parece tierra blanda. La vegetación es uniforme, de color blanco.
No mucho después apareció el sargento de vuelo con su traje de piloto; tenía la frente brillante de sudor y un gesto ceñudo. Nos miró como si fuéramos los responsables de alguna ofensa sin nombre contra su persona.
—Tenemos que hablar, Gael. Ahora —masculló, y el supervisor delegado se marchó a la cabina de pilotaje.
—¿Qué pasa? —dije, pero ni el ingeniero de campo ni Federica tenían mucha idea de lo que pasaba.
Al cabo de un buen rato, nuestro delegado apareció con el rostro comprimido, algo nervioso.
—¿Algún problema? —dijo Laevi, desconfiado.
Gael sonrió encogido de hombros; luego se sentó en su butaca de pasajero cruzando las piernas.
—Nada. Poca cosa.
La nave atravesó una cortina de viento, tomando rumbo norte, lejos del océano interior. Luego empezamos a perder altura, poco a poco, mientras Federica abría la boca como un pez moribundo con los visores incrustados en las cuencas.
—Fascinante —solía decir.
—Venga conmigo —me ordenó Gael de inmediato, y abandonamos la cabina. Nos encerramos en una cámara con depósitos de suministros.
—Escuche bien —me dijo muy serio—. No tenemos que alarmar a nadie, y menos a ese gordo cascarrabias.
—¿Qué ha pasado?
—El piloto dice que está dispuesto a emitir una llamada de alarma al Salamandra para volver a la nave nodriza.
—¿Pero por qué? —murmuré: no entendía nada.
—¿Que por qué? —dijo, y su rostro huesudo adquirió una expresión descompuesta, casi frenética—. Porque no tenemos respuesta del puerto central de Calípena. Por eso. No hay comunicación, ¿entiende? No la hay.
—Puede que haya alguna interferencia —le dije para calmarle, aunque en el fondo la perspectiva era aterradora: meses de viaje para encontrarnos sin nuestros anfitriones y regresar a casa con las manos vacías.
—Eso es lo que le he dicho a ese cabezota. Se lo he repetido varias veces. Ya ha localizado una población por el rádar sónico, como a cincuenta millas; eso marca el mapa. Usted es mi ayudante aquí, ¿me entiende? Ni una palabra de lo que acabo de contarle. Ya lo sabrán los demás cuando sea el momento. Tenemos que conservar el orden o ese idiota nos devuelve a la Tierra.
2
Al fin, después de varias horas de vuelo sobre una llanura de apariencia gomosa, localizamos algo alentador: era una estructura metálica con varios edificios y una torre en ruinas. Al descender varios metros, el calor de los motores produjo un movimiento suave y en ondas sobre la superficie, blanda y cubierta de poros de diferentes tamaños. Solo entonces me di cuenta de que la plataforma no estaba asentada sobre tierra firme.
—No vamos a aterrizar ahí, ¿verdad? —dijo Laevi muy inquieto, y enseguida se dirigió a Gael apretando las mandíbulas—. ¿Está seguro de que esto es Daoba, delegado?
—Esa pregunta está fuera de lugar, Laevi —respondió Gael. Indignado, el ingeniero se levantó del asiento; le temblaba un poco el párpado derecho.
—Pues yo creo que no, Gael. Que no está fuera de lugar. Tenemos un informe del Ministerio, usted lo conoce tan bien como yo, y desde luego no encaja con lo que vemos ahora. ¿Tiene algo que decirnos? Puede ser sincero, no se corte.
—Laevi, no siga por ese camino —dijo Gael, y le dirigió una mirada hostil—. Usted ha sido convocado aquí para un propósito, pero llevo semanas escuchando sus quejas, y no para. Arleris no es nuestro Sol y Daoba no es la Tierra, si es lo que quiere saber.
—No es eso lo que…
—No tenemos mucho material —le interrumpió, y se puso su cinturón con un gesto distraído—. Con eso contamos desde el principio. Será mejor que mantengamos la calma, porque somos la única delegación terrestre que ha venido desde hace mucho a este sitio.
Los alerones descendían ahora como las alas de un pájaro mecánico. Nuestro sargento de vuelo parecía querer aterrizar sobre un espacio abierto junto a la torre, no muy alta, hecha con placas metálicas que brillaban en sus aristas. A no más de doscientos metros observé una serie de pasarelas de color ocre sujetas por pivotes robustos dispuestos en fila india; algunas estaban unidas a la estructura superior y se prolongaban a lo largo del territorio, eludiendo ciertas elevaciones de roca negra, hasta perderse por el horizonte. A Laevi le preocupaba, y mucho, que esa plataforma flotante no pudiera aguantar con la nave, lo que le condujo a otra inquietud inmediata:
—Mire, Federica, mire bien. ¿A cuánta altura se supone que está del suelo?
Era imposible saberlo desde arriba. La masa gomosa, como algodón envejecido, cubría casi todos los huecos del espacio que quedaba con la tierra oculta. Pero era evidente que los daobanos habían tenido que recurrir a ese ingenio para sobrevivir sin molestias.
—Nunca había visto nada igual —observó Federica, y se desprendió de los visores para dejarlos junto al asiento.
—Señores, ¡allá vamos! —avisó Gael, recostando la espalda.
Pronto notamos un golpe sordo y metálico contra la estructura; por un segundo tuve la sensación de que la plataforma no aguantaría el peso de la nave, que nos hundiríamos sin remedio en lo profundo de aquella masa blanda. Las turbinas atómicas se apagaron muy despacio; a nuestro alrededor solo se escuchaba ya el murmullo de las válvulas de sujeción y los soportes hidráulicos. Cuando nos desprendimos de los anclajes, Gael se levantó con un gesto afectado por las circunstancias:
—Un momento —dijo, y desapareció hacia la cabina de mandos, algo tambaleante. Laevi se colocó un parche de oxígeno en el cuello, apoyado entre los asientos del pasillo.
—Esto no me gusta nada, Federica. No me gusta.
—Vamos a tener un poco de paciencia —dijo la planetóloga con los visores colgados del hombro, como una turista ocasional—. Gael está tratando de hacerse cargo de la situación. No le metamos más presión, por favor.
Laevi se asomó a una ventanilla, alargando el cuello como un galápago.
—Dígame entonces dónde está. Usted debería saberlo, ¿no? ¿Por qué estamos en este sitio? No veo que nadie salga a recibirnos. No veo ninguna ciudad, por ninguna parte.
—Si se refiere a Calípena, no lo sé —respondió eludiendo su mirada, y sus mejillas se enrojecieron formando dos manchas rosáceas. De pie, Federica era mucho más alta que el ingeniero—. Es posible que el mapa que sacamos esté defectuoso, o hayamos recibido mal las coordenadas. Pero recibirán la señal de alcance, Laevi. He estado en otros mundos y a veces pasa. A lo mejor la ciudad está unas cuantas millas al norte, pero no vamos a arriesgarnos. No es lo prudente.
—¡A la mierda lo prudente! —bramó el ingeniero y agitó una mano para alejarse hacia la popa de la nave, tal vez a su propia cámara. Como medio de disimulo, Federica me miró con una sonrisa ilusa:
—¿Hace mucho que trabajas para el supervisor? —dijo como si se hubiera olvidado de su nombre.
—Un año —respondí, y vi que a pesar de su buen ánimo algo la afectaba sin atreverse a expresarlo con claridad.
—¿Tienes familia, chico?
—Mis padres —le conté, y por primera vez me di cuenta de lo lejos que estaba de ellos—. Y una hermana.
—Yo tengo un hijo de tu edad más o menos —reveló mientras se ajustaba la cremallera de su traje—. Hace cinco años que no lo veo.
—Vaya, lo siento…
Federica se fijó en el parpadeo del piloto automático del techo.
—Deberíamos haber encontrado la ciudad, ¿no te parece? Aunque no me guste admitirlo, ese cascarrabias de Laevi tiene razón en eso. ¿Dónde está Calípena?
Poco antes de abrir la compuerta nos reunimos en el vestíbulo junto al piloto. Laevi llevaba a la espalda una voluminosa mochila con sus aparatos de escaneo; en cambio, la planetóloga había decidido inspeccionar un poco los alrededores con un dispositivo con forma de émbolo y unas gafas de protección solares. También optamos por adaptarnos al aire daobano con unas mascarillas reguladoras.
—Gael —dijo el sargento con los pulgares agarrados a su cinturón sintético—, voy a ser muy clarito con usted y con los demás. Tengo treinta y tres horas estándar para largarme de aquí. Se supone que debería volver por ustedes dentro de nueve meses. Ése es el acuerdo. Pero también se supone que tendríamos que estar en esa puta ciudad y no lo estamos. Esto parece abandonado desde hace tiempo. Así que me encuentro en una situación difícil. Podría obligarles a regresar conmigo.
—Entiendo su preocupación… —observó Gael entrecerrando sus ojillos, pero el sargento sacudió una mano con un gesto de desprecio:
—¡No trate de liarme! Yo no confío en usted, Gael. Me siento engañado por la Delegación. Son muchos días de mi vida encerrados en esa nave gigante de los cojones para bajar a este planeta.
—Iván, debe usted saber que…
—¡Déjeme en paz! —escupió el piloto, y arrugó su nariz de tigre asiático—. Hagan lo que tengan que hacer pero yo me vuelvo al Salamandra a mi hora. Si no están aquí les dejo que hagan turismo.
Gael recuperó algo de la dignidad herida para acercarse a la puerta mientras se ponía la mascarilla.
—Usted haga lo que crea oportuno, pero mantenga la señal de rastreo.
La compuerta se abrió con lentitud, desplegando una escalerilla hacia las placas de la plataforma. Laevi mantenía un gesto de satisfacción mal disimulada en su cara grasienta, como si el roce del piloto con el delegado confirmase sus propias inquietudes. Al aire libre, sentí un calor inmediato sobre mi cabeza, en los hombros y en el traje térmico. Arleris es un sol un poco más pequeño que el nuestro, pero su luz irradiaba ahora con fuerza sobre aquel paisaje increíble: como un océano petrificado, la masa gomosa de la llanura formaba cúmulos y capas de distinto grosor, con colores que iban del gris perla al rojizo, hasta perderse de vista entre las montañas. Pisamos las planchas de acero de la estructura como unos invitados que llegan a una casa abandonada por sus dueños.
—Esto está muerto —dijo Laevi, mientras la planetóloga se acercaba con cuidado al borde, agachándose.
Al lado de la torre había dos casetas tubulares hechas de una materia desconocida. No se apreciaba una sombra de vida humana desde los ventanucos ni en la puerta para recibirnos; pero pronto vi a lo lejos un bando de criaturas aladas, cerca de una colina de roca negra que sobresalía como una isla. No todo estaba muerto, pensé muy nervioso. El problema era que el Ministerio se había olvidado demasiado tiempo de Daoba. No se había interesado sobre su historia ni sobre sus gobiernos locales, ni acerca de los fenómenos de aquel planeta. Al fijarme en Gael supuse que eso no era algo que le importase mucho; ni a él ni a los demás funcionarios que vivían conforme a los protocolos. Su única obsesión le cegaba de cualquier inconveniente que pudiera entorpecer sus objetivos, que no eran otros que los de asentarse un día en un buen despacho del Ministerio, obteniendo favores sin devolverlos y ganando créditos por subvenciones.
Casi enseguida empecé a sentirme mareado, pero contuve las ganas de vomitar mirando al suelo.
—Parece una base —opinó Gael mientras se aproximaba a dos casetas, y se giró con un gesto para que le acompañara. Federica se levantó sosteniendo un estuche que introdujo en un diminuto bolso pegado a su cadera. Entonces el ingeniero apuntó su aparato de rastreo con forma de émbolo hacia el torreón metálico; luego se puso a nuestro lado con el ceño fruncido, casi molesto de estar fuera de la nave.
—Federica, venga con nosotros —dijo el delegado con una media sonrisa, cubriendo de vaho su mascarilla. Nos adentramos por entre los edificios tubulares, hasta otra plataforma superpuesta con una tapadera redonda. Tras subir un escalón, Gael golpeó con el pie la tapa, en cuyo centro figuraba un signo desconocido.
—Aquí vivía y trabajaba gente —comentó, como si estuviera pensando en voz alta—. ¿Qué opina, Laevi?
Entre varias chapas de hierro de la estructura, era posible distinguir huecos libres que conectaban la plataforma con la masa blanda de abajo.
—Puede ser una estación —supuso el ingeniero, y se agachó buscando algo que solo él parecía conocer—. Parece como un pozo… Un puesto para extraer algo.
—Miren esto —dijo Federica, mientras recogía una pequeña herramienta percudida por el sol; la había encontrado junto a la tapa, en un hueco. Luego, sin pensarlo dos veces, la dejó caer sobre la masa gomosa. El objeto se mantuvo un segundo sobre la capa exterior, pero enseguida se fue hundiendo sin ningún ruido, hasta desaparecer en una oscuridad difusa.
—Estamos encima de algo que cubre Daoba —adivinó entusiasmada, y se puso los visores para estudiarlo.
—Parece poroso —dijo Gael, y se inclinó sobre una baranda que protegía ese lado.
—Sí, y también parece que no hay nadie —comentó Laevi, que se ajustó con desgana la mascarilla mirando a los edificios.
—Laevi, no empiece —protestó nuestro delegado.
—Solo digo lo que usted está pensando.
—Puede irse con el sargento cuando lo desee. La Delegación estará encantada de oír por qué nos dejó solos.
El ingeniero nos dio la espalda mientras apuntaba con el émbolo hacia una caseta; parecía un niño contrariado que quiere volver a casa cuanto antes. Pronto se alejó por entre los edificios con la espalda corva, un brillo de grasa sobre su calva algo deprimida en la coronilla.
—Menudo imbécil —dijo Gael—. Tenía que cargar con él por narices.
—Ya se le pasará —opinó Federica, y nos alargó el estuche—. Mire, antes he podido extraer una muestra. Estaba pegada al borde.
Un cuajarón blando reposaba en su interior. Gael tuvo el amago de tocarlo, pero la planetóloga cerró la caja de golpe.
—No lo toque. No sabemos qué es. Tengo que analizarlo luego.
Con un rictus de contrariedad, Gael caminó hacia los edificios.
—No debemos separarnos.
La torre tenía una sola puerta no muy alta. Estaba cerrada por dentro, y ni al empujarla entre el supervisor y yo pudimos abrirla. Decepcionados, luego exploramos las casas tubulares, bloques semiesféricos sin ventanas. Por las grietas y desconchones de sus paredes, parecían haber sido víctimas de alguna clase de erosión o del mismo abandono; también estaban cerradas con unas planchas metálicas que ahora brillaban al sol de Arleris como plata envejecida.
—Este sol calienta lo suyo —dijo Gael, que se llevó la mano a la cabeza.
—Quizá podríamos volver a la nave —sugirió la planetóloga pero, ante la mirada reacia del delegado, aclaró pronto su idea—. No me refiero a irnos. Pero podría analizar mejor la muestra dentro, y a lo mejor tenemos suerte con la señal.
—Mire eso —comentó el delegado—. Pasarelas. Si las construyeron fue para que se pudiera ir de un lado a otro. Allí hay una que viene de otra parte, ¿la ven? A lo lejos.
—Desde arriba había varias —dije, recordando lo que habíamos visto.
—¡Aquí! —gritó de pronto Laevi —. ¡Aquí!
Corrimos hacia la parte trasera de los edificios. El ingeniero estaba de rodillas, con su aparato de rastreo en el suelo, a medio metro de distancia. Le ayudamos a ponerlo de pie cogiéndolo de los hombros, como si algo lo hubiera tumbado de golpe. Laevi bramaba como un toro herido, sudando a mares y con la mascarilla suelta. Su rostro parecía hinchado, con los ojos muy abiertos.
—¡No se la quite! —dijo Federica, que enseguida comprobó que se había partido por un extremo. Cabizbajo, el ingeniero abría la boca con un hilo de baba cayendo sobre su muslo. Gael lo zarandeó un poco por los hombros.
—Laevi… Laevi, ¿me oye?
Con los ojos entrecerrados, el ingeniero nos miró como si no nos reconociera.
—Un hombre —dijo en voz baja. Para nuestro asombro, el ingeniero podía hablar bien sin la mascarilla.
—¿Un hombre? —dijo la planetóloga.
—Salió de allí —contó asustado, y señaló a un segundo pozo al otro lado de la torre—. Abrió la tapa y le vi medio cuerpo. Era muy raro. Llevaba una especie de traje con un casco. Iba a decirle algo, pero se fue. Se ha ido.
Estudiamos la tapadera redonda, pero tampoco tenía un solo asidero para abrirla. Gael optó incluso por golpear la chapa con una barra de metal, provocando un sonido de campana hueca. El sudor le caía a borbotones por la frente húmeda, pero había algo en sus ojos difícil de describir con palabras; no debía estar muy habituado a tantos contratiempos, y los que nos afectaban eran los peores para sus intereses. Cuando ya se había cansado de martillear la chapa, se sentó en el suelo jadeando exhausto; a la sombra de la torre, Laevi lo observaba con una inquietud ominosa.
—¿Recuerda lo que le dije? —murmuró de pronto, mientras la planetóloga revisaba la rodilla magullada del ingeniero.
—Sí —respondí en voz baja.
—Creo que ese gordo miente más que habla —murmuró de pronto, sin mirarle—. Quiere que nos volvamos en la nave. Quiere sabotearnos.
No estaba seguro de que la historia de Laevi fuera una vulgar patraña, pero tampoco quería contradecir las ambiciones de mi superior. De cualquier forma, deduje una posibilidad no demasiado absurda.
—Suponga que no miente —dije agachado en cuclillas, mirando a la llanura gomosa—. Si se ha ido puede que sea porque se asustó. O se esconde porque no esperaba vernos.
Analicé los pliegues profundos de su rostro huesudo, tratando de intuir el efecto de mi hipótesis. Por un momento pensé que contraería la mandíbula para mirarme con el mismo desprecio con el que observaba a Laevi, pero tras varios segundos relajó sus facciones.
—Puede que tenga razón —admitió, y se levantó dejando la barra en el suelo—. No nos esperaba. Si pudiera decirnos solo dónde está Calípena. Solo eso. No pido mucho…
Volvimos a la nave para revisar el golpe de Laevi. El sargento de vuelo observó su rodilla con suspicacia.
—Un hombre —masculló con tono no exento de cierta burla—. Un hombre que sale de un agujero.
—¿Pudo verle la cara, Laevi? —dijo Gael, sentado en un asiento de la sala de espera.
El ingeniero parecía afectado por alguna clase de síndrome traumático, incapaz de contener su histeria.
—No me dio tiempo… me miró un segundo y cerró la tapa. Pero parecía como deformado. La piel… no sé, no era normal. No lo era.
—¿Lo ve, Gael? —dijo el piloto cruzando sus brazos, apoyado contra una pared de la nave—. ¿Ve lo que le digo? Se está empeñando en hacer las cosas mal, desde el principio. Pero no escucha a nadie, no quiere escucharme.
El rostro de Gael no reflejaba ninguna emoción evidente, salvo acaso su persistencia en no ceder ante las protestas de quienes alterasen su idea de seguir en Daoba, al menos de momento. La planetóloga lo miraba desconcertada, como si no supiera bien a qué atenerse.
—Si hay un hombre ahí… —empezó a decir.
—¿Qué insinúa, que miento? —rugió el ingeniero guiñando un ojo por un espasmo—. ¿Pero qué clase de hombre es usted?
—Está bien —rectificó levantando una mano, con esa sonrisa conciliadora que a menudo usaba como parte de su propia ironía—. Ese hombre que usted vio… ese hombre es un daobano, seguro. Tiene que entender nuestra lengua, y debe saber muchas cosas muy valiosas.
—Pues no parece muy interesado en compartirlas con nosotros —objetó el sargento.
—¿Puede mover la rodilla? —dijo el delegado, cambiando de tema: era su particular forma de templar una crisis.
—¿Y eso le preocupa? —respondió Laevi, acariciando su calva. Como si no hubiera oído las palabras del ingeniero, Gael se dirigió a la planetóloga.
—¿Y la muestra?
Federica sacó el estuche de su bolso con un gesto decepcionado. A continuación la abrió para que pudiéramos observar su contenido: nada en absoluto, salvo un poso de líquido transparente.
—Se ha licuado —describió mirándome con un brillo de curiosidad en sus ojos verdes—. La abrí antes, pero solo quedaba una especie de gel viscoso. Tengo que revisarlo, pero me faltan dispositivos adecuados. No tengo laboratorio aquí, Gael.
—Bueno, esto es lo que vamos a hacer —dijo al fin el delegado, con las manos a la espalda—. Pasaremos unas horas de descanso aquí, en la nave, con el sargento y su androide.
—No se pase, Gael —advirtió el sargento con un tono grave, casi amenazador, y contrajo los músculos de su rostro moreno—. Está jugando con mi paciencia, y empiezo a cansarme de este proyecto, que no es el mío.
—La rotación de Daoba es tres veces más rápida que la terrestre —dijo Gael mirando por la ventanilla, como si no escuchara a nadie—. Este sol podría hacernos polvo por esas pasarelas; no estamos preparados. Podemos esperar a que sea más tarde. Luego, al atardecer iremos hacia el norte o el oeste. Quienes han construido esos pasos lo hicieron para que lo atravesara la gente. Llevaremos una carga de alimentos y medicinas, y la señal de rastreo.
—No voy a salir fuera —espetó el ingeniero, que ahora flexionaba la rodilla con una venda.
—No contaba con usted —respondió Gael con un rictus de indiferencia—. Ni tampoco con el sargento. De hecho, es necesario que se queden aquí, con la nave cerrada por si acaso. Si vemos que no hay un lugar habitable nos volveremos al Salamandra, les doy mi palabra.
La promesa de Gael enmudeció al grupo, e incluso al sargento, que no puso ningún reparo.
—No lo olvide, Gael: usted actúa bajo su responsabilidad —remachó el piloto, y se acercó para ponerle el dedo índice en el pecho—. Ya sabe cuál es mi opinión sobre el asunto. Lo sabe de sobra. A la menor señal de peligro arranco la nave.
—Hemos recibido un código Omega —repuso Gael sin perturbarse, y se alejó por el pasillo—, y no vamos a volvernos a las primeras de cambio.
3
Al atardecer abrimos de nuevo la compuerta. Arleris había descendido hasta empezar a hundirse en la llanura como un disco de cobre envuelto en una niebla baja: más allá de la plataforma flotante, su luz me alcanzó con una nostalgia difícil de describir con palabras o ideas comunes. Nada era menos parecido a mi casa que ese océano grumoso que envuelve la tierra como una alfombra insaciable, ni el silencio de los alrededores ni el color mismo de las nubes. El sargento nos vio alejarnos desde la cabina de mandos con un gesto de esfinge, lo que me preocupaba dadas las circunstancias: en cuanto apareciese algún daobano hostil podría despegar la nave y dejarnos allí solos.
Poco antes de abandonar la estructura, Federica contempló varias cumbres de colinas con sus visores de aumento.
—Allí —dijo al fin, girando el regulador de distancias—. Veo algo que sobresale.
Después de meditarlo optamos por la pasarela que conducía al norte: un conjunto de tablas de una madera desconocida, sujetas por robustas placas de hierro; las barandas no son altas, y a cualquier hombre medio le llegan por la cintura, de modo que preferíamos ir por el centro y no asomarnos mucho. Llevábamos ya un rato de caminata cuando me giré y vi la plataforma, con el torreón metálico y la nave, brillando como una mosca de plata.
—Una cosa está clara —dijo la planetóloga, y se detuvo para mirar el paisaje en el crepúsculo daobano—. Si hay madera es porque hay árboles. Y si hay árboles es que hay bosques, o tiene que haberlos. Puede que hayamos aterrizado en un mal sitio, y por eso lo abandonaron.
—Vamos —dijo Gael, y me invitó a que caminara a su lado mientras yo soportaba el peso de su mochila cargada de píldoras, mascarillas de reemplazo, medicinas y localizadores. Al cabo de una hora la pasarela se desvió rodeando una de esas cumbres negras que sobresalen por la península como gigantescos cuajarones de ébano. Federica anotaba y registraba todo aquello que le parecía digno de estudio, incluidos los animales voladores que llegaron para observarnos formando muy arriba un amplio círculo de alas membranosas.
—Gael —dijo al fin Federica, y aceleró un poco el paso—. Gael.
—¿Sí? —dijo el delegado, que ahora parecía hipnotizado por la perspectiva de alcanzar una nueva plataforma.
—¡Gael! —dijo de nuevo algo agitada—. Ambos sabemos que ha engañado al sargento, y a Laevi.
—Yo no he engañado a nadie —respondió sin darse la vuelta y mirarla.
—El mapa, Gael. Tengo aquí el mapa, y la posición. No hay lugar para equívocos.
Al fin, el delegado se giró para detenerse.
—¿De verdad? ¿Está usted segura? ¿Sabe cuántos funcionarios del Ministerio han venido hasta aquí, Federica? No hace falta que ponga esa cara, usted lo sabe. Ni uno. El mapa está obsoleto, y yo solo sigo las órdenes de mi superior. El código está muy claro, ¿no le parece?
Seguimos la marcha mientras el sol vomitaba sombras sobre la masa espumosa, que ahora parecía una inmensa cubierta de nubes. Como si recorriese la pasarela de un extraño sueño, en busca de una ciudad perdida. Cerca de una cumbre de rocas las maderas crujieron de un modo sospechoso al pisarlas. De pronto algo restalló bajo los pies de Federica, que de inmediato alzó los brazos con los ojos desencajados.
—¡No se mueva! —dijo Gael, y todos nos quedamos inmóviles. Puse la mano sobre la baranda, pero la barra empezó a ceder sin resistencia. El peso de la mochila me empujaba hacia el borde, y en un segundo había perdido el equilibrio golpeando el codo contra el hierro. La pasarela vibró como la cuerda de un arpa; a ciegas, la planetóloga hundió el talón de sus zapatillas entre los huecos de la madera, cayendo de espalda.
—¡Que nadie se mueva! —gritó el delegado, más asustado que nosotros—. Deme la mochila, ahora.
Me deshice de la mochila como pude y se la alargué extendiendo el brazo.
—Esta parte no es muy segura —señaló recalcando lo evidente—. Vamos en fila india, por el otro borde.
Arleris se había disuelto a lo lejos en una neblina de sangre, pero de alguna forma íbamos hechizados por descubrir cosas que ningún terrícola había visto en mucho tiempo, puede que nunca, acaso desde que los primeros viajeros se asentaron en Daoba. Supongo que por eso continuamos ya bajo las tinieblas del ocaso. ¿Pero dónde estaban esos daobanos?, me dije, y pensé en la figura fantasmal que había encontrado Laevi en la plataforma. No parecían gente muy hospitalaria, supuse; claro que cuando averiguaran que éramos del Ministerio todo podría cambiar de golpe.
La pasarela se dividió en un ramal que se extendía hacia el oeste de forma sinuosa, como si eludiera obstáculos invisibles bajo aquella masa.
—¿Adónde irá? —dije, pero nadie dijo nada.
Optamos por seguir la misma dirección, esta vez en fila india y por el mismo borde derecho de la plataforma. Los tablones habían dejado de crujir a nuestro paso, pero eso no nos calmaba ni impedía imaginarnos algún nuevo fallo en aquel camino incierto. Con un gesto de asco, Gael me devolvió la mochila extrayendo de un bolso una linterna solar de largo alcance. Aún no había anochecido, pero las sombras se alargaban ya como fantasmas moribundos por la planicie. Cansados de tanta caminata, decidimos parar un poco, dejando la mochila en el suelo; antes de hacerlo, Federica ajustó sus visores:
—Allí está.
—¿Qué es lo que ve? —le dije, abrumado por aquella situación. La mascarilla me irritaba un poco la piel y me dolían las piernas.
—Son como edificios…
—Déjeme ver —dijo Gael ansioso, y casi le arrebató los visores para incrustarlos en sus cuencas.
—No veo plataformas —comentó la planetóloga—. Cuando caiga la noche debemos volver, Gael. Mañana llegaremos allí.
—Sí… —masculló el delegado sacando el borde de la lengua—. Ya lo veo.
—¿Me está escuchando? —insistió Federica y cogió el visor con una mano—. No vamos a seguir de noche, está oscuro y ya ha comprobado que la pasarela tiene puntos débiles.
—Lo tenemos allí, a no más de quinientos metros —objetó Gael, y se sentó de rodillas sobre las tablas de madera—. Tenemos una gran oportunidad, Federica. Una oportunidad así no vuelve. Cuando nos reciba el gobernador podremos contarle lo que nos ha pasado. Es usted la primera de su gremio en venir aquí, ¿no se da cuenta?
Un brillo propio se adueñó de la mirada de la planetóloga, que ahora bebía por un tubo conectado a la mascarilla. También ella había sido seducida por el sueño de Daoba pero bajo otros propósitos: la exploración era uno de ellos, sin duda. En cuclillas, yo descansaba con paciencia, entre la inquietud y el asombro.
—Venga, arriba —dijo el delegado, y me golpeó la pierna—. Y procure no apoyarse en la maldita baranda.
Caminamos sin decir nada, obstinados por encontrar algo que nos permitiera volver a la nave con algún mensaje de esperanza. Gael iba primero en la expedición, aligerando el paso. Las criaturas aéreas pasaron por encima de nuestras cabezas entre chillidos agudos, como si nos dieran la bienvenida a su reino. Una belleza oculta flotaba en aquel paisaje extraño, una cualidad distinta y única que pervivía en aquel planeta como un signo de sus maravillas y amenazas; ni siquiera entonces pude comprenderlo bien aunque lo intuyese mucho más tarde, como uno de esos chuanes voladores que evitan siempre el contacto con la espuma silenciosa. De repente apareció un resplandor mortecino, y luego, casi enseguida, otro más, y otro, hasta que una red de luces tristes iluminaron los contornos.
—¡Allí! —dijo Gael, y encendió su linterna para describir con ella parpadeos en el cielo.
Un conjunto disperso de edificios sobresalían medio enterrados en la espuma. Unas luces amarillas, prisioneras en cápsulas de vidrio redondo, otorgaban claridad a la red de pasarelas, que ya eran varias y se cruzaban unas con otras formando una telaraña de comunicaciones flotantes. Cuando llegamos no había tampoco nadie para recibirnos; tal vez nos vigilaran desde algún rincón, como el posible hombre de la plataforma.
—¡Ehh! —gritó Gael, mirando a una de las torres, hecha de bloques de piedra esponjosa, como volcánica—. ¡Somos del Ministerio Planetario!
Dejó unos segundos para recibir respuesta, pero enseguida volvió a gritar usando las manos para ampliar su llamada:
—¡Repito: somos del Ministerio Planetario!
Dio varios pasos hacia delante, pero en las sombras nadie pudo impedirlo: cedidas por su peso, varias tablas de la pasarela se hundieron sin resistencia. La linterna reposó un segundo en la espuma, pero enseguida fue devorada hacia el interior con un glup envolvente.
—¡Dios! —gimió Gael agarrado a una tabla, con las piernas en el aire. Le sostuve del brazo, retorciendo la tela térmica de su camisa para que no se me resbalara. Federica se agachó para ayudarme, pero ninguno nos atrevíamos a poner las rodillas en el borde por miedo a que la pasarela cediese del todo y cayera bajo la capa gomosa.
—No me suelte —gemía Gael, con las piernas en el aire—. ¡No me suelte!
Aproveché el peso de la mochila para tirar hacia atrás con todas mis fuerzas mientras la planetóloga estiraba del otro brazo con las piernas juntas. Poco a poco lo llevamos de nuevo a la pasarela, donde se quedó medio tumbado, flácido y cabizbajo como un viejo sin memoria.
—Esto es una locura —empezó a repetir Federica, y se desprendió de su mascarilla un buen rato, hinchando los pulmones. Distraído, me fijé que debía existir una curiosa red automática de ingenios que encendieran los faroles de aquellos restos de edificios, tal vez alguna placa solar o algo parecido que ignorara la ausencia de sus inventores o de quienes hubieran vivido por allí alguna vez; era un espacio que nadie podría haber imaginado de no haberlo visto antes. En medio de las tinieblas, ya casi resultaba difícil ver nuestros propios rostros.
—He estado cerca —farfulló Gael—. Muy cerca.
—Tenemos que volver —apremió Federica; un miedo profundo anidaba en su voz aguda—. Aquí no hay nadie tampoco. No es seguro.
—No voy a volver ahora —respondió Gael de forma rotunda, como si lo invadiera un arrojo a seguir adelante a toda costa—. No voy a darle ese gusto al piloto, ni a ese idiota de Laevi.
Federica lo sostuvo entre los hombros.
—Gael, ha estado a punto de caer en esa masa. No tenemos equipo de apoyo ni soldados para seguir sin riesgos. ¡No los tenemos! El programa contaba con otro fin, y usted lo sabe. Pero nadie nos ha recibido, y esto parece bastante desolado. Ni siquiera sabemos dónde está Calípena, ni las otras ciudades.
—El código Omega fue enviado desde aquí, Federica —insistió con vehemencia, y se levantó con algunas dificultades—. Esto está demasiado lejos de todo para volvernos al primer contratiempo. Vamos, saque su linterna.
Salimos de aquel ramal de pasarela para internarnos por otro que conducía hacia el interior de edificios medio hundidos. La linterna de la planetóloga era de medio alcance, y dibujaba un haz angosto entre las sombras de los alrededores. Un residuo de brasa moribunda flotaba en el horizonte, detrás de unas colinas. Enseguida noté que pisaba algo blando, como una mucosa.
—¿Qué es esto? —dije, y levanté la suela de mi bota. Federica proyectó la linterna sobre las tablas de madera.
—¡Dios mío! —balbuceó, absorta, y casi estuvo a punto de tambalearse de la impresión: en silencio, acaso insuflada por la humedad nocturna, la masa gomosa había empezado a crecer como la levadura, hasta alcanzar los bordes de la pasarela. No podíamos verla subir, pero notamos su avance muy pronto.
—¡Se está hinchando! —supuse, asustado, y al enfocar con la linterna hacia delante observamos que crecía de una forma inapreciable, expandiéndose. Pronto anegaría la pasarela a ese paso.
—¡Por aquí! —gritó Gael, y avanzamos hacia el recodo de un nuevo puente. El camino flotante se desviaba hacia un conjunto de cúpulas que parecían pertenecer al mismo edificio; estábamos tan cerca de una de ellas que casi podíamos rozarla desde la baranda.
—Tenemos que subirnos —dijo el delegado. Apenas había medio metro de espacio entre aquella pasarela y la bóveda oscura, pero Federica estaba paralizada por el miedo.
—No puedo —murmuró—. Me voy a caer… me voy a caer.
—Federica —le dije, y la cogí por los brazos: ya empezaba a notar la masa sobre mis zapatos, una alfombra que parecía filtrarse por entre los resquicios de las tablas—. Es solo subir ahí. Si no lo hacemos estamos perdidos. Perdidos, ¿me oye?
El resplandor de su linterna dibujó un rostro suave, con unos dientes mordiendo el labio superior, un gesto que debía haber hecho muchas veces antes, puede que desde que era una niña y soñaba con conocer otros mundos. Nunca fui un hombre valiente, y ni siquiera junto a los daads pude distinguirme como un «ohuma» del coraje, el que supera las pruebas nocturnas y vigila a los Hundidos. Pero en aquel momento algo se apoderó de mí, el impulso de poder vivir para contarlo. De modo que me desprendí de la mochila y subí por encima de la baranda. Desde el borde, con la espuma agarrada a mis talones, salté hacia la cúpula alcanzando su cornisa circular con un golpe violento. Pegado a sus paredes, apenas me atrevía a girarme; la mascarilla se había partido por un lateral a causa del impacto.
—Bien hecho —felicitó Gael, que ya tenía una pierna por encima de la baranda—. Federica, ¿me oye? ¡Federica, apunte con la maldita linterna!
A pesar de su aparente arrojo, el salto de nuestro delegado fue demasiado corto. Su pie derecho se torció, y estuvo a punto de deslizarse por el hueco entre la cornisa y la baranda; de lado, me agaché como pude para sostenerle de nuevo del brazo y que se enderezara poco a poco.
—Vamos, le toca —le dije—. No tenga miedo, es más fácil de lo que parece.
—La mochila —murmuré—. No se preocupe por ella.
—¿Cómo que no se preocupe? —rugió Gael, indignado—. ¿Quién es el supervisor aquí? ¿Quién da las órdenes, usted?
—No podrá saltar bien con el peso, señor —expliqué nervioso, y al observar el estado de Federica decidió resignarse a esa pérdida.
—¡Maldita sea!
Con lentitud, la mujer subió una de sus largas piernas sobre la baranda, y a continuación se mantuvo inmóvil en el borde, como si esperara el instante oportuno para un salto definitivo.
—¡Venga, usted puede! —le gritó Gael—. Tíreme la linterna, Federica. ¡Vamos!
Me fijé en el rostro ansioso del supervisor, casi encorvado para recogerla:
—La linterna, Federica. Tíremela y yo la cojo.
Ni siquiera podía creer lo que estaba escuchando, pero me di la vuelta muy despacio para animar a la planetóloga.
—No puedo —gemía, como una niña pequeña, los abrazos estirados hacia atrás, con las manos apretadas contra la baranda.
—Federica, míreme —le dije ignorando las peticiones de Gael—. Solo es un salto pequeño. La cornisa es ancha y cabemos sin problemas.
—La linterna, Federica —insistió Gael.
—Gael, por favor —le dije, con la espalda pegada a la cúpula.
La planetóloga apagó la linterna para meterla en su pequeña bolsa pegada a la cadera; luego, en un momento indeciso, golpeó su cuerpo contra las paredes curvas. A su edad aún era bastante ágil, y casi enseguida pudo mantener el equilibrio con los brazos en aspa. Luego empezó a jadear absorta, de espaldas al puente.
—¿Está usted bien? —le dije.
—Sí —respondió al cabo de un rato—. Gracias, chico.
La cúpula estaba un poco más alta que la pasarela, pero eso no impedía a la espuma crecer hasta sus bordes de piedra gris. Era una bóveda escalonada por desniveles concéntricos, un detalle descubierto por el propio Gael mientras se desplazaba alrededor de ella. Por mucho que giráramos sobre la cornisa no podríamos impedir que aquella masa ascendiera hasta donde estábamos nosotros. Tan solo habíamos retrasado un poco lo inevitable, pensé. Si caíamos no podríamos subir de nuevo: una muerte por ahogo, sepultados por una substancia propia de aquel planeta. Entonces Gael lo vio claro:
—¡Hay que trepar! ¡Rápido! —gritó frenético, y apoyó los codos sobre el primer desnivel concéntrico para darse impulso. Como absorbido por su propia desesperación, el delegado terrestre en Daoba levantó una pierna hasta hundir el talón sobre la cornisa superior de la estructura. Apenas fue cuestión de segundos: la espuma había empezado a hundirse en nuestros pies. Noté una fuerza de succión invisible, de modo que levanté las manos para agarrarme al asidero del desnivel que tenía a la altura de los hombros. Federica ya no gemía; en silencio, flexionó los codos y se elevó hacia arriba hasta sentarse de lado sobre la cornisa. Como no soy un hombre alto, me resultó bastante más difícil imitarla; pero me agarró del antebrazo para que no me cayera.
—Estamos rodeados —dijo nuestra planetóloga. Sobre los bordes ya aparecían los indicios de la substancia, una especie de manchas espongiformes. De inmediato miramos hacia arriba, al siguiente desnivel concéntrico que llevaba a la cima. Una brisa húmeda corría ahora por aquel campo desolado.
—No se detiene —observó Gael, y vimos que en unos pocos minutos ya no quedaba ni una sola pasarela a la vista. Las criaturas de alas membranosas se replegaron sobre los tejados de los edificios de piedra, como si vigilaran la subida de una marea inevitable. Permanecimos mucho tiempo con los brazos abiertos, mirando al cielo nocturno de Daoba. Dos lunas aparecieron al fin detrás de una serie de cumbres lejanas: una era grande y rojiza como un pomelo, mientras la otra, su acompañante a no mucha distancia, resultaba ser un ojo ciego y pequeño de color azul. Las lunas de Daoba. Tampoco sabía nada de ellas, pensé recuperando por un instante un poco de calma.
—La radio —empezó a lamentarse Gael, como si se hubiera acordado de ella en aquel momento—. Maldita sea, la radio.
—La llevo conmigo, Gael —dijo la planetóloga con un tono grave—. Si tanto le preocupa. Y también la linterna.
—Encienda el foco —ordenó, ajeno a los reproches de Federica. La señora Gwu tardó en obedecerle. Luego, muy despacio, se sacó el tubo de su bolsa encendiendo el interruptor: un haz oblicuo cayó sobre la espuma blanquecina que había abajo, en realidad casi bajo nuestras suelas.
—¡Sigue subiendo! —gritó la planetóloga, pero Gael ya había emprendido su ascenso solitario hacia el último desnivel, casi en la cumbre de aquella semiesfera. Podíamos esperar a que aquel movimiento cediese, o seguir hipnotizados contemplando su ascenso irremediable. Las criaturas aladas se habían reunido en los tejados y ruinas más altas, y casi parecían ser un morboso público llegado para observar nuestra desgracia a lo lejos. De pronto, casi sin notarlo, sentí el roce tibio de la masa en los tobillos, lo que me obligó a girarme de nuevo y poner las manos sobre las inmediaciones de la cima.
—¡Vamos, vamos! —gritaba Gael, que ya permanecía sentado en lo alto. Federica llegó antes arriba; luego se tumbó de espaldas y se quedó absorta, mirando a las estrellas. En la oscuridad ninguno decía nada, ni una palabra. Tal vez podíamos conformarnos con seguir vivos después de todo. Pero el delegado solicitó el dispositivo de radio. Silenciosa, Federica lo sacó de su bolso.
—Tenga… su radio.
Durante largo rato se emitieron las señales de llamada a la nave, pero sin respuesta alguna.
—Nada —se quejaba Gael con amargura.
—La frecuencia no puede ser larga —advirtió Federica.
—Esos idiotas la tienen apagada —explicó el delegado. La luz cenicienta de las lunas dibujaba el perfil de aquellos edificios y ruinas dispersos. Solo nos quedaba esperar a que la masa siguiera su curso hasta atraparnos. Solo era cuestión de tiempo, solo eso.
—Gael, usted recibió el código primero —dijo al fin la planetóloga con cierto aplomo.
—Lo recibí antes que usted, pero no el primero —respondió sin mirarnos, contemplando el horizonte.
—¿Quién lo recibió antes que usted? —dijo la voz persuasiva de Federica. Parecía mucho más calmada, como si el miedo hubiera terminado por templarla en sus reflexiones.
—Eso es imposible que lo sepa, Federica —comentó al fin, después de varios segundos de silencio—. Nadie lo sabe.
Federica no parecía muy dispuesta a dejar el tema.
—Pero alguien tuvo que recibirlo, ¿no? Es un código Omega.
—Usted es planetóloga —dijo Gael apoyando los codos sobre sus rodillas—. Usted… usted no entiende cómo funciona el Ministerio. Ni siquiera yo lo sé…
Estaba seguro de que no mentía. Gael, que hubiera podido vender a su madre por la perspectiva de una buena carrera diplomática en la Cancillería, solo era un supervisor delegado de clase nueve. Desde pequeño, mucho antes de que mi padre decidiera alistarme en la Academia, había escuchado toda clase de historias sobre el Ministerio. Sin duda, la que más me asombraba era que no tenía puertas, y que incluso podría ser casi infinito; escuchaba leyendas de hombres y mujeres que se habían perdido entre sus pasillos y de los que no se había vuelto a saber nada nunca. Varios años después, cuando estudiaba para ingresar en su cuerpo de funcionarios, pude descubrir ciertos aspectos relevantes de aquella maquinaria burocrática. Había tantas secciones, departamentos y unidades que era casi imposible enumerarlas. Ante esa proliferación desmedida las conclusiones eran siempre las mismas:
—La Cancillería maneja los destinos de setenta y siete planetas —me contaba Elad, mi instructor, el hombre que debía haber acompañado al delegado en aquel viaje—. Necesitamos unos recursos y una burocracia a la altura de esa tarea, que nunca acaba.
De modo que era prácticamente imposible saber de dónde había venido el código antes de recibirlo Gael: una larga, indescifrable cadena de pasos que podría haber empezado en alguna sección para nosotros desconocida.
—¿Se da cuenta de cómo estamos? —dijo al fin Federica, pero Gael no respondió a esa pregunta.
4
Como una hora más tarde, bajo un viento tibio que soplaba a rachas, vi en el cielo del norte un objeto de grandes proporciones.
—Dios —dije—. ¿Qué es eso?
Era una silueta que planeaba sobre la llanura, proyectando su sombra sobre la espuma gris. Por mucho que nos costase creerlo, se trataba de un hombre subido a un ingenio volador sin motores, dos alas finas, casi transparentes a la luz de las lunas; enseguida descubrimos a otro no mucho más lejos, girando en círculos entorno a una masa de piedra que sobresalía como un islote. Gael tuvo el amago de ponerse en pie con la linterna encendida, pero entre Federica y yo lo agarramos para mantenerlo agachado.
—El hombre que vio Laevi —recordó la planetóloga—. Esta gente no nos espera, ¿lo recuerda? Podrían asustarse. O atacarnos.
En realidad no creía que fueran a hacerlo. Lo que nos inquietaba era que pudieran tomarnos por unos intrusos. De cualquier modo, decidimos esperar un momento, observando la escena: como en un sueño profundo, un tercer hombre alado apareció en la distancia. Creo que fue en ese instante cuando me di cuenta de que la masa había parado al fin su ascenso.
—Agáchense —dije con un soplido, y nos pegamos a la cúpula: tal vez fuese mejor no descubrirse en aquellas circunstancias. Tumbado en la piedra de aquel edificio hundido, vi que el primer hombre iba plegando sus alas para posarse sin problemas sobre el tejado de una torreta.
—¿Qué es eso? —murmuró Gael.
—Shhh —susurró Federica.
Un cuarto y un quinto individuo se acercaron planeando por las corrientes de aire nocturnas de ese hemisferio en Daoba. No parecía asustarles sobrevolar la masa a unos diez metros de altura, y de hecho realizaban maniobras aéreas propias de los acróbatas terrestres. Uno a uno fueron encontrando un refugio sobre el que posarse como águilas en una montaña invadida de nubes; luego uno dio una orden a los demás, que estaban repartidos a cierta distancia, un grito en una lengua desconocida, o al menos no nos fue posible entenderle.
—Pueden ayudarnos —dijo Gael, obstinado, y tuvo el impulso de levantarse, pero le puse una mano sobre la espalda.
—No lo haga —murmuré.
—¡Usted es mi ayudante, joder! —refunfuñó impotente—. Esa gente sabe seguro dónde está Calípena. Seguro. Les explicaremos lo que nos pasa, tienen que saberlo. Somos agentes del Ministerio… ellos nos llamaron.
Tumbada, Federica apoyó la barbilla sobre sus manos. Ahora enseñaba los dientes con una mueca rígida y un destello muy vivo en sus ojos.
—Es usted un desgraciado, Gael. Solo le importa usted y nadie más. Pero le juro que si se levanta ahora tiro la radio y la linterna.
—¡Ah, muy bien, y ahora me amenaza! —dijo el delegado, enfurecido—. Pensé que era distinta al ingeniero, y usted también, pero ya veo que me equivocaba.
—Por favor, no me venga con eso… —dijo Federica, pero en ese instante algo la detuvo de seguir hablando: uno de los nativos, con su ingenio a la espalda plegado formando una sola ala, empezó a tirar de una cuerda que colgaba desde el interior hueco de una torre medio derruida. Al fin extrajo algo, un objeto atado en el extremo, como una bolsa, que no dudó un segundo en meter dentro de un fajo en el pecho.
—Nos van a oír —susurré asustado. Desde donde estábamos no era posible distinguir bien sus facciones, pero parecía un hombre de edad mediana, con poco pelo en la cabeza, de brazos y piernas fibrosos y desnudos; sin embargo, algo me sobrecogió enseguida, no sé si fue la horrenda pintura negra de su tatuaje en la frente o el bastón curvo que colgaba de su cintura. Tras recoger la bolsa o lo que fuera, dio un grito cavernoso a los otros, que de inmediato se lanzaron con sus alas desplegadas sobre la masa inmóvil. Los hombres alados se marcharon por la llanura planeando en silencio. No puedo decir que no tuviera ganas de haber hecho algo más de lo que hicimos, pero una sensación de amenaza envolvía aquel lugar, como un presagio fúnebre.
—Se fueron —dijo Gael, oteando el horizonte. La luna gigante había empezado a esconderse detrás de las montañas.
—Se fueron —repitió, y enseguida nos miró con desprecio, medio sentado—. Y les hemos dejado irse. ¿Están ya contentos, eh? ¡Ya se han ido!
—Gael —dijo Federica, que ya estaba sentada de rodillas sobre la cumbre.
—¡Miren lo que lograron! —farfulló medio en trance, y se puso de pie con la linterna: enseguida empezó a agitarla encendida—. ¡Ehh! ¡Aquí!
—Gael, por favor —le pedí, sujetándole de la pierna para que no se resbalase, pero estaba como enloquecido.
—¡Aquí!
Poco más tarde apaciguó su furia bajo un residuo de rencor inexplicable hacia nosotros: casi parecíamos tener la culpa de estar allí, aislados, cuando la idea fue suya desde el principio. De espaldas a nosotros, se agazapó con la mirada hundida en la masa oscura. Federica me hizo un gesto para que no le hablara.
Como ya había anticipado Gael, la rotación de Daoba entorno a Arleris es casi tres veces más rápida que la terrestre: eso produjo el fenómeno de una noche muy breve que nadie esperaba, y de un germen de aurora en forma de un banco de brumas de color malva y verde. Sentado sobre la cúpula de aquellas ruinas, pronto descubrí que empezaba a ser posible apreciar el paisaje sin el uso de la linterna; pero lo que pronto nos llamó la atención fue que la espuma había descendido un buen trecho.
—¡Mirad! —dijo Federica, eufórica, y comprobamos que la masa gomosa se encogía en silencio, bajando por debajo de los desniveles inferiores de la cúpula; al fin aparecieron los bordes de las barandas, y entre las sombras del amanecer las pasarelas intactas. A Gael esta noticia no parecía entusiasmarle demasiado: llevaba media hora enviando señales de auxilio a nuestra nave.
—Nada —masculló con un gruñido, y tiró el dispositivo de la radio contra la piedra—. ¡No contestan, los muy cerdos!
—¿Es que no lo ve, Gael? —dijo la planetóloga y un mechón de pelo cobrizo atravesó su cara dándole un aire juvenil a sus facciones pecosas—. Podemos volver. ¡Volver!
El orgulloso delegado de Daoba nos miró con recelo, como si aquella perspectiva fuera mucho peor que la de haber pasado una noche sobre unas ruinas.
—Déjeme sus visores, vamos —ordenó de mala gana a Federica.
—¿Qué es lo que pretende ahora?
Federica y yo nos miramos sin decir palabra.
—Gael —dijo la planetóloga, rebajando el tono de sus reproches—, no creo que tengamos mucho tiempo hasta que vuelva a subir eso.
El supervisor se ajustó las lentes, de pie en lo más alto de la cúpula. Federica estaba alarmada por aquella obstinación que ya nos había llevado lejos.
—¡Tenga cuidado, si no quiere caerse!
El resplandor brumoso de Arleris cubría ahora la llanura, dibujando las piedras de las ruinas y sus relieves. De pronto Gael dejó los visores, mirándome con los ojos desencajados.
—Esos putos necios… inútiles.
—¿A quién se refiere? —le dije, y le observamos como si no supiéramos cómo rebajar su obsesión febril.
—Inútiles —repetía en voz baja, y se agachó en cuclillas. A continuación miró a Federica con una sonrisa—. Señora Gwu, usted conoce el código Omega. Pudo leerlo en la Delegación, y luego en el carguero. Está claro que el mapa es defectuoso. ¿Dónde los fabrican?
—No lo sé…
—Ni yo tampoco —resolvió triunfal—. Puede que en la sección de Reserva, o en el departamento de Campos. ¿Quién lo sabe? Usted recibió una orden de su unidad y yo de la mía. Pero el mapa que nos dieron no concuerda con este planeta.
—¿Qué quiere decir con eso, Gael?
—Quiero decir que el mensaje existe, es real, y se envió desde Calípena. Pero equivocamos la posición, eso es todo. Desde la nave usted vio que este sitio es casi inhabitable. Pero esos hombres, los voladores, se fueron por allí, al norte. Si esa masa crece y decrece, es posible que haya un lugar donde no moleste a los daobanos.
—Gael —dijo Federica, que ahora tanteaba la posibilidad de ir bajando sola por el desnivel de la cúpula—. Sé por dónde va, pero no voy a seguirle. ¿Es que se ha vuelto loco? Hemos perdido la mochila, su linterna y la radio no funciona bien. Tenemos que volver a la nave cuanto antes. ¡Ya!
En la aurora el rostro huesudo de Gael pareció ensancharse con una sonrisa ácida.
—¿Sí? ¿Y está segura de qué pasarela tomamos? Hemos tenido que cambiar dos veces, y si vamos por la equivocada puede que tengamos que volver a este sitio.
—¡Tenemos todo el día!
—No voy a volver al carguero ahora, Federica —sentenció mientras le alargaba los visores—. Puede insultarme lo que quiera, me da igual. El sargento y Laevi deben estar deseando que vuelva con las manos vacías. Pero no se olvide de que ésta es una misión diplomática. La gente de Daoba nos espera, solicita nuestra ayuda. ¿Cuánto tiempo lleva este mundo aislado de las rutas comerciales? Estoy de acuerdo con ustedes en que hemos estado cerca del desastre, pero también estoy convencido de que Calípena está muy cerca. Si nos vamos nadie volverá a este planeta, nunca. No creo que lo hagan, sobre todo con ese mapa de mierda que nos entregaron.
Al amanecer descendimos por los desniveles con la lentitud de unos sonámbulos que aún creen estar soñando. Arleris dibujaba las siluetas de las torres y ruinas entre la masa gomosa. Notaba las piernas anquilosadas, y un dolor agudo en la espalda, a la altura de los lumbares, pero el miedo y el asombro se habían transformado en una especie de euforia por seguir vivos. No me gustaba reconocerlo, pero había algo de verdad en las palabras de Gael. Conocía muy bien sus intenciones a largo plazo, y lo que podría suponer para su carrera como funcionario del Ministerio regresar en balde. Nunca volverían a asignarle ninguna misión, y es probable que acabara relegado en algún despacho insignificante de alguna sección perdida. Por eso, con todas nuestras reservas, volvimos a la pasarela por la que habíamos saltado. Mi superior se orientó con la posición del sol.
—Esta puede servirnos —dijo, y empezó a caminar ajustando su mascarilla abollada; luego, al ver que nos quedábamos parados, se giró con una mueca de apremio mirando a la planetóloga—. Usted puede volver a la nave, si quiere. Y usted también. Tengo todo el día para encontrarla.
Hambrientos, caminamos por la larga pasarela del norte. Gael estaba convencido de que había que seguir la dirección por la que se habían marchado los hombres voladores. Federica era la última de la fila, y a veces se giraba para comprobar que nos íbamos alejando cada vez más de la nave. Pero también el delegado estaba seguro de otra cosa: en algún lugar de Daoba debía ser posible poner un pie sobre tierra firme. Solo era necesario empeñarse un poco, seguir adelante. Cuando los daobanos le reconocieran todo habría acabado para nuestro bien.
—A lo mejor hicimos bien en no descubrirnos a esa gente —reconoció a duras penas, mientras yo caminaba a su lado.
—Era un riesgo —le dije reflexionando sobre el impulso instintivo de escondernos—. Teníamos miedo, y no parecían del gobierno que digamos…
—Mi padre siempre me dijo que no tenía alma de viajero, muchacho —me contó sin mirarme—. Y aquí me ves donde estoy. En el mundo más alejado de nuestra Cancillería.
—Eso parece —dije, siguiéndole la corriente, aunque en el fondo me había invadido el cansancio y la tensión nerviosa de toda aquella noche pasada. Gael estaba dispuesto a no cejar en su empeño.
—Federica, ¿sigue ahí detrás? —dijo sin volver la cabeza, sabiendo de antemano que le seguíamos para no perderle. Pero la planetóloga no respondió. En varias ocasiones se ajustó los visores para ver algo, si bien luego volvía a introducirlos en su bolsa, muy pensativa.
¿Por qué habíamos ido hasta allí?, volví a decirme. Ya no estaba seguro. No pensaba que el asunto girase entorno a fondos crediticios, ni sobre la inclusión de Daoba en alguna ruta mercantil, ni aún menos sobre unos bulbos de estudio para nuestra planetóloga. Un mecanismo ciego e impersonal nos había convocado hasta ese mundo, con un mapa obsoleto o defectuoso y una radio que no funcionaba desde aquel lugar.
Durante gran parte de ese día caminamos sin apenas descanso. Arleris se inflamó a una hora inesperada, calentando nuestros trajes y los zapatos de suela cáustica.
—Gael, voy a dejarles —anunció de repente Federica: su cara alargada estaba enrojecida y brillante de sudor.
—¿Después de lo que llevamos juntos? —dijo Gael, apoyado en una baranda, como si olvidara nuestra experiencia del día antes—. La respeto, Federica. Es usted una mujer valiente, pero sabe que no le quedan muchos viajes largos. A su edad elegirán a otros de su gremio, más jóvenes, y usted lo sabe. Lo sabe muy bien. ¡Ésta es su oportunidad, la nuestra!
Gael nos observaba casi con indulgencia; sus labios estaban secos y sin apenas color, y un grumo de saliva permanecía pegado a su mascarilla.
—¿Quiere recordar su última expedición como un fracaso en su carrera? —añadió con un tono grave—. ¿Eso es lo que quiere?
Los ojos de la planetóloga brillaron ahora con una luz indómita, como si pretendiera contradecir la sentencia del delegado y buscase las palabras oportunas. Pero no dijo nada, mordiendo su labio como una niña de sesenta años que admite sus debilidades.
—Vamos. Ahora que el sol no aprieta —me dijo, y reanudamos la marcha. Quise intervenir, poner un poco de cordura o prudencia a nuestra propia deriva, pero también me faltaba decisión para hacerlo; en realidad, me faltaba esa misma energía que había inundado a mi superior desde el principio. Como ayudante de Gael, aún le seguía bajo una inercia ciega, dando un paso detrás de otro, queriendo creerle en vez de intuir sus despropósitos. En un momento me giré y vi a Federica a unos metros de distancia: rezagada, nos seguía cabizbaja, con una mano sobre su bolsa.
Al fin pude apreciar otras dos pasarelas flotantes, pero no corrían paralelas a la nuestra, sino que se alejaban hacia otros sitios de aquel territorio. El calor y el cansancio me estaban afectando de algún modo: se me ocurrió la oscura idea de que nuestro camino se interrumpiera de forma brusca, roto o caído en algún punto. Solo pensar en volver me producía náuseas, ahora que habíamos decidido seguir la dirección de los voladores nocturnos. Había algo insano en aquel planeta; tal vez por eso el Ministerio había dejado en último lugar las peticiones y solicitudes posibles de sus nativos.
Perdí la noción del tiempo. La pasarela subió por un promontorio para luego descender en rampa a lo largo de una tierra plagada de cumbres redondas. Al fin adivinamos un corte brusco en la tierra: un río de color añil cruzaba sinuoso, aprisionado entre dos bloques de masas hinchadas como esponjas. Por el puente observamos parte de lo que había bajo la espuma seca, una fronda de vegetación recubierta por la masa, árboles medio secos combados por el peso de la capa que los cubría como una mortaja, impidiendo la luz de Arleris.
—Un bosque —balbuceó Federica—. Estamos encima de un bosque.
Pasamos por la separación natural de la tierra, un espacio por donde aquella substancia no había podido aferrarse. Unas nubes púrpuras aparecieron hacia el oeste con algunos resplandores ocasionales.
—Tormentas —observó Gael, y escupió por debajo de su mascarilla. Llevábamos ya tanto caminado que pronto me asaltaron otras inquietudes: ese sol volvería a caer sobre la tierra para envolvernos en una nueva noche donde la masa gomosa pudiera crecer sin resistencia. Donde pudiera volver a por nosotros.
Algo brilló a lo lejos, como una placa de metal ardiendo bajo Arleris.
—Parece una plataforma —dijo la planetóloga, ajustando sus visores—. Mucho más grande que la nuestra. ¿Pero…?
—¿Qué pasa? —inquirió el delegado quitándole las lentes con manos ávidas—. ¿Qué ha visto?
—No estoy segura —dijo indecisa: las mejillas le brillaban de sudor—. Parece como una ciudad.
—Calípena —murmuró Gael con la punta de la lengua entre sus labios.
Eso era: debía ser Calípena, la ciudad de donde había salido el código Omega de llamada hacia el Ministerio.
—¡Vamos, ya la tenemos! —gritó exultante, y empezó a caminar a toda prisa, casi a la carrera si bien cojeaba un poco. Las maderas crujían a nuestro paso, pero una especie de fe ciega en la distancia nos liberaba de los peores miedos: después de una noche aislados en unas ruinas, la visión de una ciudad humana era como la de una isla fértil para un náufrago.
—¡Por fin! —aclamaba Gael, como un iluminado que encuentra respuesta a sus plegarias.
5
La ciudad era en el fondo un conjunto difuso de edificios bajos, soportados por una miríada de pivotes, los que mantienen el peso de la estructura sin que se derrumbe en el interior del bosque de diamantes. Una columna de humo azul brotaba de una chimenea, y sobre una cúpula de vidrio celeste advertimos el vuelo de uno de los hombres voladores, planeando en círculo. A medida que nos acercábamos fue posible ver a un hombre con un curioso sombrero con forma de sombrilla, que caminaba hacia nosotros.
—¡Viene a recibirnos! —dijo Gael, y nos miró con una sonrisa de triunfo: debía parecerle una gran victoria haber encontrado Calípena pese a los agoreros que le obstaculizaron en todo momento, ese cenizo de Laevi y el piloto; pese a Federica y a mí, ¿por qué no decirlo? El hombre era un anciano de pelo grisáceo, con una coleta anudada en forma de trenzas hasta la cintura; vestido con harapos ocres, llevaba un bastón con el que parecía medir sus propios pasos. Gael se acercó el primero para hablarle:
—¡Oiga! —dijo, y el hombre se detuvo en medio de la pasarela como si hubiera escuchado una voz dentro de una caracola. Ya más cerca observé sus ojos: blancos como dos lunas. Su piel lucía un color amarillento con algunas manchas muy suaves de tonos azules, sobre todo en el cuello y en las mejillas.
—Le saludo, buen hombre —dijo el delegado, y se desprendió de la mascarilla al advertir que el daobano no necesitaba ninguna: en realidad ya estábamos acostumbrados al aire de aquel planeta aunque aún no lo supiésemos.
—Aya hau ganai —dijo el ciego y miró al oeste, señalando con el bastón a unas montañas.
—Oiga —dijo Gael tratando de mantener su sonrisa diplomática—. Me llamo Gael de Himuna. Soy delegado supervisor del Ministerio Planetario y venimos a Calípena. Recibimos un mensaje.
—¡Aya hau ganai! —bramó el anciano con un rictus cubierto de arrugas, y su sonrisa sin dientes me hizo retroceder, como si fuera un viejo hechicero que nos soltara una maldición sin nombre. Enseguida empezó a girar sobre sí mismo, como si ejecutara una danza absurda.
—¡Está loco! —dijo Federica, y a continuación pasó por nuestro lado como si no existiéramos, alejándose despacio con su bastón.
—Creo que será mejor que nos quitemos esto —dije, y me desprendí de la mascarilla: podía respirar sin dificultades.
Cerca de la primera plataforma había una hilera de daobanos con cestas de cuero a sus espaldas. Esperaban frente a un edificio alto, con una puerta en forma de arco y un escudo de bronce en la fachada. Pronto advertimos otras pasarelas a nuestro alrededor, ramificadas en una red de pasajes flotantes conectados entre sí gracias a puentes intermedios; por uno de aquellos caminos iban ahora parejas de criaturas blandas y grises como babosas que tiraban de modestos carromatos de seis ruedas. Hacia el este, fuera de aquellos dominios, vi a un puñado de hombres voladores, planeando sobre las colinas y las llanuras.
Al fin una joven reparó en nuestra presencia. Estaba asomada a la ventana de una casa angosta, casi una torre desde cuya cima colgaba la tela mustia de una bandera o una cometa. Su aire era aburrido, apático, mientras aquel sol doraba sin prisa su pelo en ondas castañas, casi rubias; también tenía la cara salpicada de manchas celestes, una alteración propia de la piel por aquellos lugares, y un signo ocre grabado en cada pómulo: curiosos triángulos en tinta roja y añil. Nos observaba distraída, pero pronto pareció perder cualquier interés en nosotros. De hecho, ninguno de los daobanos que nos veían llegar detuvieron sus tareas o se pararon para estudiarnos con suspicacia o sorpresa.
—No parece que nos estén esperando, Gael —dijo Federica con cierto sarcasmo en su voz cansada.
Los edificios no eran toscas casetas como en el refugio de nuestra nave, sino cubos casi perfectos de una materia semejante a una resina cristalizada de color opaco; apenas tenían dos ventanas redondas en cada piso y sobre sus tejados brillaban ahora esquirlas de unas placas que se encendían con el sol implacable de esas horas. Pronto pude darme cuenta de que las ventanas estaban dispuestas a bastante altura, pero entonces no sabía nada de sus ingenios para evitar la crecida nocturna.
Pasamos por una calle más ancha que parecía dividir la pequeña ciudad en dos mitades: nosotros, extranjeros diplomáticos, éramos como un grupo invisible e ignorado entre los nativos, al menos en apariencia. Al final de la calle proliferaban puestos de carne y substancias humeantes de difícil descripción, jugos rojos y malvas en cacerolas de barro dispuestas en tenderetes de madera; los daobanos iban vestidos con trajes largos, como túnicas, y con gorros protectores contra el rigor de Arleris. Algunos gritaban en un dialecto desconocido mientras otros solían gesticular de una forma extraña, como fieles a algún rito propio. Casi todos sufrían la misma palidez y unas manchas parecidas en las caras o los brazos.
—¿Qué le pasa a esta gente? —dijo Gael, y contempló de forma nerviosa las casas y bloques de la plataforma: era una población autista. Nos habían visto, y seguro que sabían que no éramos de ese mundo, pero no parecía importarles demasiado: en realidad no teníamos ni idea de la costumbre daobana de una Ciudad Flotante. Daoba, el oscuro y olvidado mundo de nuestra gloriosa Cancillería, no estaba feliz ni triste por recibirnos. Solo podía ofrecernos su profunda indiferencia.
Llegamos a una placita redonda por donde pasaba la gente, algunos con animales cuadrúpedos de cabezas achatadas y cuerpos fofos, como lombrices gigantes, sujetos por cuerdas como si fuesen mascotas. Algunas plantas y flores minúsculas adornaban las fachadas de ciertos edificios, cuyos pilares parecían hundirse en la misma espuma. Desde lo alto de una torreta nos observó un hombre volador, con sus alas plegadas y un casco brillante y puntiagudo en su cabeza.
—No lo mire —me recomendó Federica de reojo—. En cada mundo hay costumbres propias. Puede que aquí no sea de buena educación fijarse en algún nativo.
—Tenemos que dar con alguien que sepa algo —comentó Gael ensimismado, mientras nos internábamos por un puente bajo la masa espumosa. De alguna forma me intrigó la mirada del centinela, y al girarme confirmé mi sospecha.
—Creo que nos siguen.
Los había descubierto en la plaza, unos cuatro o cinco individuos con turbantes que portaban algo entre las manos, como bastones cortos de pomo grueso. Sus vestimentas eran parecidas a uniformes de color gris con insignias locales en los hombros. Gael miró a su espalda con el ceño fruncido.
—No los veo —refunfuñó, como si le hablara de fantasmas entre la muchedumbre.
De pronto aparecieron por un callejón lateral, como si hubieran decidido rodearnos en una maniobra silenciosa de vigilancia. Un hombre alto se acercó a nosotros con una expresión amable en su cara bovina de ojos saltones; su piel, algo más morena de lo normal, tampoco había escapado a las manchas amorfas y caprichosas de las emanaciones diurnas. Llevaba un traje tosco con pantalón gris perla, una camisa roja y una capa corta que le envolvía el brazo izquierdo, como si lo llevase en cabestrillo. Un talismán de bronce colgaba de su cuello como un fetiche. A diferencia de los hombres que le seguían como un escuadrón obediente, su turbante era de color azul.
—Viajeros —dijo con un acento muy cerrado. Gael se adelantó un paso.
—Saludos. Me llamo Gael de Himuna —se presentó tratando de adquirir cierta dignidad en su aspecto sucio y sudoroso—. Soy delegado supervisor del Ministerio Planetario.
—Me complace saber tu nombre, Gael de Himuna —dijo el daobano, y nos estudió sin prisas—. Y me halaga poder decirte el mío. Me llamo Urunono, maestre de vigilia y recluta de chuos.
—Recibimos un mensaje —dijo Gael y de nuevo parecía haberse olvidado de nosotros—. Es urgente que hable con el gobernador.
Urunono asintió a su grupo, y tres hombres se dispersaron por otras calles quedando dos como apoyo.
—No tenemos un «gobernador» —explicó con calma—. Pero puede que la Cenotisa pueda ayudaros en algo.
Gael pareció comprimir su rostro, como si sufriera de un calambre repentino: los que ya conocíamos un poco su carácter, estábamos seguros de lo que pasaba por su cabeza en ese momento: una indignación que hería su alto sentido de sí mismo y de eso que tanto llamaba su dignidad como delegado del Ministerio.
—¿La qué…? —balbuceó, aturdido—. ¿Cómo ha dicho?
—Nuestra Cenotisa —confirmó el maestre de vigilia—. Si no deseáis conocerla tendréis que ir juntos al Elíparo. Pero no creo que allí sepan nada de lo que cuentas, Gael de Himuna. Me temo que solo tenemos estas dos direcciones para vosotros, los viajeros.
A Gael le temblaba ahora el labio.
—¿Tiene idea de lo que hemos pasado para llegar aquí, eh? ¿La tiene? ¡No creo que la tenga! Hemos estado a punto de perder la vida, ¿me oye?
—Gael, no le grite —susurró Federica—. No creo que estemos…
Urunono no pestañeó siquiera.
—No entiendo la materia negra de tu lengua —respondió con un tono apagado, ajeno a la ira de nuestro supervisor—. Mi obligación como maestre de vigilia es reconducir a los perdidos, y vosotros lo parecéis. Pero si la Cenotisa no os agrada entonces tendréis que ser acorralados por los chuos, nuestra segunda falange. Ellos no hacen preguntas.
—Está bien —masculló Gael sin mirarle—. Lléveme con esa señora…
Escoltados por los hombres del tal Urunono, en poco rato llegamos ante un edificio de varias plantas con una cúpula de vidrio celeste constreñida por celosías asombrosas: cristal templado de las lagunas de ámbar de Soloca, pero por supuesto yo no sabía nada de eso aún, ni tampoco de la norma de vigilar en silencio a los extraños que llegan por caminos por los que ya no pasa nadie. Sin duda, algún centinela había dado aviso a otro, puede que desde los tejados y las torres, y así habían acabado por seguirnos con prudencia por las calles.
Subimos los escalones con los guardias a nuestras espaldas. Urunono iba con nosotros sin decir una sola palabra. En el vestíbulo abovedado, un grandullón con una barriga flácida nos registró con unos dedos gordos aunque hábiles como serpientes. Tenía incrustado en un brazo una placa metálica redonda con un signo de plata en relieve.
—Esto es un ultraje —masculló Gael, avergonzado porque le manosearan. Sin muchos remilgos, aquel oso pálido le arrebató la bolsa a Federica y se la dio a uno de los guardias que acompañaban al maestre.
—Tienen que esperar —dijo Urunono, y nos condujo a un recinto estrecho de madera con unas banquetas, una sala con plantas pegajosas pegadas a sus paredes húmedas. Una luz mortecina flotaba en el interior de unas cápsulas con forma de caparazones.
—¿Cuanto? —quiso saber Gael—. ¿Cuánto se supone que tengo que esperar?
—Eso no puedo saberlo —respondió el maestre poco antes de irse. Nos dejaron solos durante mucho tiempo, escuchando el murmullo de voces en la calle y de pasos al otro lado de un muro.
—Nos han quitado la radio —señaló Federica con las manos sobre las rodillas. Nuestro supervisor apoyó la espalda contra la pared, casi con resignación.
—Para lo que nos ha servido. Creo que se les ha olvidado que este puñetero mundo pertenece a la Cancillería. No saben con quién están tratando, estos infelices medio salvajes.
—Antenas —comentó Federica—. No he visto ni una sola por donde hemos pasado. Ni naves de propulsión, ni tampoco máquinas de cromo.
—Palurdos —murmuró Gael.
De esa forma nos sumimos en una apatía silenciosa, víctima del cansancio de tantas horas al aire libre por los puentes flotantes. Al fin apareció Urunono, acompañado de otro hombre mucho más alto, con una especie de arma tubular de corto alcance.
—La Cenotisa espera —dijo.
—Ya era hora —dijo Gael, airado.
A continuación, el maestre de vigilia nos condujo por un corredor hasta una sala alta entre una espesa neblina de bruma aromática. Bajo la bóveda celeste caía una luz cremosa y agradable que bañaba las columnas de madera de becú. Sobre una pared figuraban una multitud de estantes con una masa de libros dispuestos como acordeones apelmazados; enfrente sobresalía un busto de piedra verdoso de ojos redondos, una efigie burlona de rasgos animales. En las esquinas había guardias con cascos de marfil y armas parecidas a ballestas.
Al fondo vimos a una mujer mayor, de unos setenta años más o menos. Vestida con una capa azul y una blusa oscura, estaba sentada sobre un asiento de madera con forma de copa. Absorta, con la espalda corva hacia el suelo, parecía ocupada en regar una planta sobre un recipiente alto de cerámica roja; bajo el pulso frágil de su muñeca, la Cenotisa vertía agua desde un cuenco de barro con un asa de agarre, como una tetera terrícola. Llevaba el pelo gris descuidado en una mata hirsuta, algo tosca, cubierta de hebras blancas y grises, como una moradora de las montañas; un ramillete de estrías y arrugas surcaban su rostro envejecido, con una nariz algo chata y pequeña. Sus ojos azules nos observaron con una curiosidad profunda. Al fin dejó su tarea por un momento.
—Acercaos —dijo, y su voz resonó por la cámara con un eco—. No seáis tímidos.
—¿La han informado de quién soy? —dijo Gael con un tono brusco, como si hubiera ensayado aquello durante su espera.
—¿De dónde venís? —dijo ella con una sonrisa, y se fijó en nuestras ropas térmicas. Nos miramos con asombro. El delegado trató de adquirir cierta pose altiva.
—Me llamo Gael, señora, y soy delegado del Ministerio Planetario. Hemos venido a Calípena porque recibimos un mensaje…
La mujer alzó una mano para interrumpirle. Tras poner el cuenco en la piedra del suelo, se levantó despacio recogiendo su capa para no pisarla, hacia una de las paredes. De pie era mucho más menuda que Federica.
—Calípena —susurró: estábamos a cinco metros de ella, pero los centinelas no nos quitaban ojo. Urunono, maestre de vigilia, esperaba con paciencia en un rincón, con su brazo recogido en la capa.
—Hace mucho tiempo que no pronuncio ese nombre —dijo la Cenotisa, y se dirigió con lentitud a su biblioteca. A continuación, se detuvo a buscar meditabunda el libro que buscaba:
—Nuestros hijos no ven lo que tienen delante —continuó distraída—. Quieren ser voladores, como los carroñeros. Pero ya no se paran a conocer lo que fue de las Ciudades Hundidas. Hurgan entre las ruinas sin querer saber nada más. No les interesa el pasado, aunque comercien con sus tesoros.
Gael entreabrió la boca, mientras se adelantaba un poco.
—Esta ciudad…, ¿no estamos en Calípena?
—¿Por dónde habéis venido? —dijo la Cenotisa con un tono despreocupado, y al fin extrajo un volumen de un anaquel: era un libro viejo, con la cubierta parda llena de burbujas y manchas.
—Llegamos a una plataforma medio en ruinas —explicó Federica—. Luego tomamos un camino que nos llevó a un sitio con edificios casi enterrados por esa substancia que hay aquí.
De frente, y un poco más cerca, vi en la piel de la Cenotisa ese mismo fenómeno de manchas del que no parecía a salvo ningún daobano adulto. Deduje que podría ser un efecto de ese sol de Arleris o del mismo entorno.
—Pues si teníais que dar algún mensaje creo que no debisteis iros —dijo la mujer con el libro entre sus manos. Apenas podía creer lo que estaba escuchando: con la boca seca y las piernas doloridas, solo me fijaba en su expresión apacible.
—¿Qué quiere decir? —dije, pero de algún modo ya conocía la respuesta.
—Quiero decir, joven, que si ibais a Calípena no fue oportuno alejarse de ella.
En un instante comprendí sus palabras. La Ciudad Hundida: habíamos pasado la noche entera en las ruinas de Calípena sin saberlo. Por eso el mapa nos indicaba la ubicación correcta, después de todo. La Cenotisa se aproximó a Gael, que parecía tan conmocionado que apenas gesticulaba salvo para pestañear absorto; luego ella abrió el libro y empezó a buscar entre sus páginas, como si fuera a recitar un poema.
—Eso es imposible… —murmuró el delegado—. Recibimos un mensaje. ¡Un código Omega!
En apariencia, la mujer no prestaba mucha atención a este hecho. Afanada en la búsqueda de algo que solo ella parecía conocer a fondo, pasó una hoja detrás de otra, hasta que al fin se detuvo y dibujó una sonrisa relajada.
«Celénaro del 113 —empezó a leer—. Recibimos visita del Comisionado. Un hombre riguroso del Ministerio. Junto a él había otros nueve hombres. Los llevamos por los campos para enseñarles las obras. El Comisionado nos ofrece como regalos un escudo de la Cancillería en oro, dos perros de raza terrestre para que engendren más perros, y bulbos de una planta llamada Segü, recogida en el planeta Kialr por sus funcionarios».
La mujer levantó la mirada estudiando nuestras reacciones.
—¿No les suena?
—No —admitió Gael, aturdido—. No tenía noticias… El mensaje que recibimos…
—Espere, ahora voy con eso —concedió la Cenotisa, y se llevó el libro a su asiento para seguir pasando varias hojas sobre su regazo—. No se adelante.
Pasó un puñado de páginas con sus dedos pálidos, provocando un ruido áspero, como si la materia fuese papel de arroz terrestre.
«Celénaro del 123. Hemos estudiado los bulbos Segü que plantamos en los campos. Los expertos aseguran que no es una planta, y que por eso se extiende por las casas vecinas. Crece por la noche y se encoge de día sin descanso. Cuando lo quemamos vuelve a salir con más fuerza, solo que extendido a otros sitios».
La mujer volvió a mirarnos.
—No era una planta —dijo con una mueca irónica—. Y no creo que a sus colegas les importara mucho Daoba.
—En el mensaje se habla de unos bulbos —dijo Federica. Sus pecas parecían haber resaltado bajo la claridad de la bóveda.
—Espere —dijo la anciana, y siguió pasando hojas como distraída—. Celénaro del 133… del 140… 158… creo que fue sobre el 211 cuando se animaron a enviar el código del que hablan, si supongo que hablamos del mismo mensaje.
—¿Cómo? —balbuceó Gael, y casi por un instante pareció que perdía el equilibrio.
—Esperaron, queridos —dijo con un semblante solemne: sus ojos brillaban como dos piedras marinas—. No dejaron de esperar a que alguien respondiese a su mensaje de ayuda. Cuando lo enviaron el Segü aún no era muy poderoso. Solo ocupaba una quinta parte de nuestra tierra. Parece que vuestros diplomáticos se habían dedicado a repartir los mismos regalos en otras ciudades: una gran idea que expandió el proceso de ramificaciones. En el mensaje se hablaba de otros asuntos, como reclamo o excusa, supongo. Si queréis el registro completo hay que ir a Ob, hacia el este. Preguntad en su Elíparo.
Clavó su mirada en el libro, en una página que parecía haber doblado otras veces para releerla:
«Celénaro del 215. El hongo Segü ha subido dos metros respecto al año anterior. Dejamos nuestra ciudad para que la devore en silencio».
De pronto la mujer cerró de golpe el libro, soltando una capa de polvo luminoso en el aire. Luego volvió a su asiento curvo, junto a la planta.
—Eso fue hace doscientos treinta y cinco años daobanos —sentenció con calma: como unos setenta y ocho años terrestres según mis cálculos actuales. La Cenotisa tenía ahora el libro en su regazo, como una matrona paciente.
—Pero… —masculló Gael, desorientado—. Pero recibimos el mensaje. Hace como dos meses estándar. ¡Es imposible!
Un hongo. Un maldito hongo se había apoderado de ese planeta por cortesía de los antecesores de Gael, burócratas ignorantes que habían sembrado sin saberlo la semilla de la desolación en Daoba. Puede que en Kialr solo fuese un hermoso e inofensivo ornamento de los jardines, o incluso un nutriente básico de gran uso, pero en Daoba, bajo la luz de Arleris había experimentado una metamorfosis incontenible, absorbiendo a su paso savias de árboles y agua de las rías subterráneas.
Solo mucho tiempo después pude intuir el proceso de aquel código, procedente de un mundo olvidado: lo imaginaba en alguna sección remota del Ministerio, pasando de un lado a otro, o bien «congelado» entre los cientos de miles de mensajes de otras colonias. Ni siquiera había nacido cuando debió llegar por casualidad al departamento de Accesos; mientras estudiaba en la Academia, a las órdenes de Elad, aún estaba oculto en algún rincón de alguna unidad marginal, hasta que un día, un funcionario cualquiera lo extrajo de entre una pila de solicitudes antiguas en las que se habían perdido las fechas de llegada. Supongo que así fue cómo se activó la maquinaria ciega y automática del Ministerio.
Eso lo supe, como digo, mucho más tarde, cuando me dejaron leer los libros que los descendientes de Calípena y otras Ciudades Hundidas rescataron del suelo antes de que el hongo Segü los sepultara sin compasión alguna. Nunca pensé que mi destino pasase por una estancia indefinida en Daoba bajo la supervisión de la Cenotisa; pronto sabría más cosas del hongo, y de la vida que a su vez había transformado bajo las radiaciones de Arleris. Averiguaría sucesos de otras Ciudades Flotantes, y de la Guerra del Sur, y de los carroñeros planeadores que vagan por las noches de lunas para extraer tesoros ocultos.
Para Federica estos conocimientos fueron como un poso de valor infinito, y con los años pudo estudiarlos en una sala donde le otorgaron el título de viajera celeste; también ella viajaría en los celuraes voladores que transportan a los grupos de exploración hacia las islas de Azité: envejeció feliz, sin duda, pese a la nostalgia de no poder ver más a su hijo perdido. Gael, en cambio, no tuvo tanta suerte: medio año daobano después de nuestra llegada a la ciudad de Veeve, cayó enfermo sin remedio. Le vi morir en un camastro de la casa que le concedieron como honorable huésped de la Cancillería.
—Muchacho —dijo con la voz rota—. El cielo. No deje de mirarlo. Tienen que venir. A por nosotros. No deje.
Deliraba sin parar, sin poder salir nunca de su sueño de haber ascendido en el Ministerio. Para su desgracia, la Delegación nos olvidó como ya había olvidado a un planeta. Pero ahora estábamos allí, bajo la bóveda del Ócube mayor, con una venerable anciana que no parecía sentir ningún malestar por nuestro origen.
—El Segü es nuestro dios —afirmó al vernos consternados—. Sacamos el agua de los bosques de diamante y la purificamos, y a los animales que viven abajo sin luz. Segü nos alimenta y nos protege.
—Nuestra nave… —masculló al fin Gael—. Está a unos diez kilómetros de aquí, sobre la plataforma.
La mujer volvió a verter un poco de agua sobre su planta.
—Entonces Segü ya la habrá recibido como ofrenda.
No podíamos creerlo, debía haber otra alternativa, otra posibilidad. No mucho después fui yo quien acudió a la plataforma donde aterrizamos: el pico de un ala sobresalía de la capa uniforme del hongo, brillando al sol de las primeras horas. El Segü se la había llevado junto con el sargento y nuestro ingeniero, el bueno de Laevi. No podía dejar de imaginar sus caras cuando el hongo se pegase a la carcasa y los absorbiera hasta el interior del bosque oculto. No encontré a ningún daobano escondido en el pozo cubierto.
—Dios mío —dijo ahora Gael, y cayó de rodillas con las manos a la cabeza—. Dios mío. No puede ser.
La Cenotisa nos observó como si se compadeciese de nosotros: al fin y al cabo sólo éramos víctimas de la burocracia infinita del Ministerio.
—No tenéis por qué asustaros. Segü ha decidido salvar vuestras vidas. ¿Había hombres en vuestra nave?
Asentí en silencio, mientras Gael veía esfumarse su delirio de ser recibido como insigne delegado ante un gobernador que ya solo era polvo o huesos bajo el mayor hongo posible de cualquier galaxia conocida. La Cenotisa se reclinó sobre su asiento con una expresión afectuosa:
—Entonces no debe haber ningún problema. Si fueron sabios, seguro que enviaron un mensaje de alarma a vuestro Ministerio, una señal o lo que sea. Solo tenemos que esperar a que lo reciban en la Tierra para que vengan a recogeros.
© Copyright de Carlos Pérez Jara para NGC 3660, Marzo 2018