Dame las manos – Reed.


Por J.E. Álamo

—Dame las manos.

Ella lloraba en un silencio intercalado con breves hipidos.

«Un ángel», pensó él. «Debería estar muerta. Si fuera la mitad del hombre que creo que soy, pondría fin a su dolor».

—Dame las manos —insistió levantando la voz, pero con el tono suave.

—¿Eh?

—Dámelas, confía en mí.

Le mostró sus propias manos cuadradas, macizas, sucias. Tendió los dedos hacia la niña, las palmas hacia arriba. Las mantuvo así; quietas, acogedoras. Ella las contempló y luego a él. Vio un rostro exhausto, barba de muchos meses, blanca en su mayor parte con algún parche grisáceo. Sobre la hirsuta mata de pelo relucían unos ojos en los que advirtió desesperanza y un atisbo de locura. Volvió la vista a las manos. Seguían allí, expectantes.

Ella tragó saliva con fuerza y se restregó las lágrimas con el dorso de las manos.

«Un ángel», volvió a pensar él. «Bastaría con tomarla por el cuello…».

Las manos menudas, níveas bajo las ronchas de mugre, con dedos largos, hábiles, curiosos, se adelantaron con un ligero aleteo. Alzó de nuevo la vista hacia el rostro de él, pero volvió enseguida a bajarla. Se estremeció, hacía frío. Nevaría en unos minutos.

Las manos se posaron sobre las palmas duras de él.

—Cierra los ojos —susurró él.

Ella vaciló, pero él le dio un ligero apretón y ella hizo lo que le pedía.

—¿Cómo te llamas?

—Marianne.

—¿Vivías por aquí? —preguntó él, ignorando el intenso olor a quemado.

Ella asintió.

—Quiero decir antes de… antes de que sucediera.

Ella volvió a asentir con un rictus de dolor.

—Sigue con los ojos cerrados —le pidió él—. Y ahora vuelve a casa y cuéntame cómo era.

Durante unos segundos ella no dijo nada. La nieve comenzó a caer, ligera y ardientemente helada. Él confiaba en que el fuego se consumiría bajo la nieve. El hedor a carne abrasada era insoportable… Llevaba días sin comer.

Ansió de repente uno de los cigarrillos que llevaba en el bolsillo. Pero no quiso soltar las manos de la niña. Se concentró en sus propias manos alrededor de las de ella y un torrente de sensaciones vibró repentinamente en las puntas de sus dedos. Recordó el tacto de una toalla limpia, del tronco de un árbol, el cabello recién lavado, la humedad de un beso…

La niña comenzó a hablar. Acomodó sus manos entre las de él y su rostro, fruncido hasta ese instante, se relajó. Él se inclinó hacia delante apoyando con suavidad su frente en la de ella. También cerró los ojos. Y ella le contó cómo era su casa y el columpio que le montó su padre en el patio. Y le habló de su madre y sus hermanos y otra vez de su padre, siempre risueño y bromista, y su madre, una presencia cálida. Y de sus amigos y del chico que le gustaba… Y durante unos minutos él fue más feliz de lo que lo había sido durante los últimos dos años.

Al principio no se había alegrado al encontrar a la niña. En realidad, su intención había sido marcharse sin volver la cabeza, simular que no había oído el llanto contenido de la criatura.

«No es asunto mío», había pensado cuando la vio ahí llorando. «No tardará en morir y es mejor así. A saber lo que ha presenciado».

Había seguido caminando, atento por si los carroñeros volvían. No solían hacerlo. Cuando asaltaban un lugar no quedaba nada detrás, era la ley de la tierra quemada. Excepto esta vez. Estaba la niña.

«No es asunto mío», se había dicho con rabia, mientras se alejaba, y le sobresaltó darse cuenta de que estaba llorando. Pensó que era más duro. Que lo había visto ya todo y un poco más… Y quizás fuera así, sólo que eso no te hace más duro porque por mucho que veas, te sigue importando.

La nieve cobró fuerza y lo devolvió al presente. Ella seguía hablando con una sonrisa en los labios. Sus manos permanecían acunadas entre las de él y la frente apoyada en la suya. Pudo oler su risa, su alegría, sus sueños y eso abrió la puerta al recuerdo, al dolor.

Recordó una cometa en el cielo y una figura menuda que saltaba intentando alcanzarla. Y leer un cuento por la noche. Y alguien que lo tomaba del hombro, susurrando que le amaba… Y de pronto la imagen cambió por la del día que el cielo se cubrió de fuego.

La niña, Marianne, había callado, pero seguía oliendo a esperanza y sus manos se removían felices en su cálido cobijo. El hombre retiró una de las suyas cogiendo las dos de ella en la otra. Llevó la mano al bolsillo.

—¿Sabes alguna canción? —le preguntó.

La niña asintió con la cabeza. Conservaba los ojos cerrados, aunque su rostro comenzaba a fruncirse de nuevo.

—¿Me la cantas?

Ella no dijo nada. Él dejó de rebuscar en el bolsillo y contuvo el aliento. «Por favor, por favor, pensó». De pronto, ella sonrió; acababa de recordar una canción. La voz era cristalina y la letra en un idioma que él no entendía.

El hombre siguió buscando en el bolsillo apartando los cigarrillos, el Zippo, una vieja foto tan manoseada, que apenas se distinguían unos rostros entre la suciedad que la cubría… Hasta que encontró lo que buscaba. Unas cápsulas blancas que había hallado tiempo atrás entre los restos de un hospital. Sabía perfectamente para qué eran. Se habían repartido en los meses posteriores al fuego en el cielo, cuando la esperanza se desvaneció.

Se colocó una en la lengua, luego le puso una a ella entre los labios. La niña interrumpió su canción y a punto estuvo de abrir los ojos.

—No lo hagas. Tranquila. Te hará sentir mejor.

Tras titubear, como si intuyera algo, ella acabó por tomarla en la boca.

—Dame las manos —le pidió él—. Dame las manos y canta otra vez, es una canción hermosa.

Marianne lo hizo. Cantó. Y le dio las manos.

La nieve cayó con fuerza, gris y helada, como una manta sobre la tierra quemada.

© Copyright de J.E. Álamo para NGC 3660, Marzo 2017