Por Isabel Santos
«En Cumberland se está por inaugurar la última extensión del Florida East Coast Railway: Key West-La Habana.
»El barón Henry Flager organizará festejos en plena época de huracanes, para mostrarle al mundo la eficiencia de su tecnología ferroviaria.
»La compañía ofrece servicio gratis a todos los habitantes que se animen a atravesar el mar Caribe sobre los puentes recientemente construidos. El festejo tendrá lugar en La Habana el dos de setiembre», leyó el barón Henry Flager en el Cumberland Herald, y se sintió orgulloso.
Leer el periódico de la mañana era su primera rutina de todos los días en su mansión de la ciudad de Miami.
Esa mañana, desayunaba en el piso más alto de su casa con vista al océano. Contento por las noticias de la inauguración, se sintió incómodo al oír los engranajes oxidados de su esclavo que se acercaba. Lo odiaba: se movía haciendo ruido. Y él tenía que luchar con su obsesión, para no repararlo todos los días. Al mismo tiempo, lo amaba. Era su primer invento, su compañero, su amigo.
Lo dejó hacer su tarea de limpieza, y se acercó al balcón.
El sol pegaba justo sobre el acero de la baranda, y él cerró los ojos por instinto mientras seguía caminando.
Ya en el balcón, miró hacia el sur: las nubes de vapor lo hicieron sonreír. El tren se iba y, gracias a él —el gran barón Henry Flager—, llegaría hasta La Habana.
—¡John! —le gritó al autómata. Y el ruido a engranajes cesó.
El sirviente se detuvo en seco, a registrar la orden.
—¿Dónde está Elizabeth?
Al interpretar la pregunta, John agudizó su sistema de captación de sonido musical. Y cuando tuvo la respuesta, contestó.
Henry caminó hacia el elevador y bajó hasta el subsuelo de su mansión.
Ya en el tercer piso escuchó la música. Le sorprendió no conocer esa melodía, sería lo primero que le preguntaría a Elizabeth.
El festejo tenía que estar preparado al detalle.
Elizabeth era su obra maestra: uno de sus proyectos monumentales.
Ya había construido puentes y trenes. Ahora que todo Cumberland era su público, podría dedicarse a su otra pasión: el Show-Business.
El Caribe había quedado conectado. Cada isla estaba unida a todas las demás. Toda esa gente que trabajaba para él seguiría haciéndolo. Lo que les pagaba volvería a su bolsillo.
Mientras las máquinas textiles pararan de producir, por las inclemencias de los huracanes, él seguiría cobrando el mismo dinero que les había pagado. El circuito vicioso perfecto de sus industrias en Cumberland.
Un festival cada tormenta. Público asegurado. Comprado para ocupar las butacas del teatro más grande del mundo: el gran Paladium subterráneo de La Habana.
Y ella, Elizabeth, su joya, sería una muestra más de su ingenio.
Y él, Henry Flager, se mostraría ante su público como el padre de la mejor bailarina del mundo.
—¿Qué música es esa, Elizabeth?
—Música industrial —dijo ella, sin mirarlo.
—¿Y la coreografía de lambada?
—Odio ese vejestorio. ¿Qué te crees que soy, tu esclava algodonera?
—Pero, los obreros quieren esa música. ¿No preparaste ese baile? —dijo ya bastante enojado y preocupado.
—¡No! ¿Quién es la bailarina?
—Pero… Te diseñé la mochila de oxígeno para eso. Y tu engranaje en el hombro… Me costó sincronizar las vueltas con el tiempo de lambada. Y encontrar un partener que te sostuviera girando sin soltarte. Te puse oxígeno extra en esa mochila para que no te marees. —Miró la mochila que había diseñado imitando un corsé, tirada a un costado de la barra de estiramiento y se agarró la cabeza desorientado.
—No soy un tren —gritó ella—. Y nunca te voy a perdonar que me hayas puesto esto. —Se corrió la blusa del hombro y puso cara de asco mientras se lo miraba.
Henry sonrió: era feliz cada vez que tenía uno de sus inventos frente a sus ojos.
John entró a la sala de ensayo con una bandeja.
—L e t r a j e e l d e s a y u n o , s e ñ o r i t a E l i z a b e t h —dijo con una voz horrible y remarcando cada letra de la oración. Tardó cuarenta segundos en decirla.
Ella pateó la bandeja con furia, y le gritó a John.
—¡Te odio!
Y mirando a su padre le escupió en la cara otro: ¡Te odio!
Y le explicó por qué:
—No soy otro de tus inventos. ¿Cómo me vas a poner un hombro mecánico, sin preguntarme? Y sabés qué…, no voy a bailar lambada. Voy a bailar música industrial, porque soy tu herramienta. Y por todo eso, te odio. ¿Entendiste? —Y salió corriendo de la sala.
John intentaba ordenar el destrozo, y Henry se dio cuenta de que iba a tener que crear otro show.
Al mismo tiempo, mientras miraba la sala de ensayo vacía, se preguntaba: ¿qué hice mal? ¿Por qué mi hija me odia tanto? Y siguió cavilando…: ¿Qué será la música industrial?.
Quizás Elizabeth podría lucir el hombro nuevo y la mochila de oxígeno bailando esa música. Y se consoló a sí mismo, pensando que por lo menos había dicho que bailaba. Lo que sea, pensó, pero algo va a bailar.
Henry salió de la sala.
John lo seguía con la bandeja cargada con la vajilla rota. Se paró en el tubo de transmisión de sonido para los empleados de limpieza, y ordenó una sesión adicional.
—S a l a e n s a y o —dijo.
Elizabeth fue a su habitación. Al cerrar la puerta sintió un alivio. Se había escapado de la ola de odio que, solo con ver la cara de su padre, la ahogaba.
Desde lejos, le llegó el fragor del ruidoso tren de su padre.
Se asomó a la ventana y, viéndolo irse de Miami, pensó:
—El festejo en La Habana será mi escape.
Siempre se había querido ir de Cumberland. En ese lugar se sentía como una estrella fija en un recuadro de cielo. Y esa estrella no tenía su brillo.
Nunca más sería la bailarina que había soñado ser. Ahora era un aparato igual a todos los que había construido su padre. Algo, una cosa, como un tren o un puente. Aunque fuera la mejor bailarina mecánica, ese no era su sueño. Ese era el sueño de su padre.
Se imaginó en ese tren yendo a La Habana, y después escapándose en ese mismo tren hacia el otro lado del mundo, más allá de las fronteras de Cumberland.
Prendió el aparato sonoro y escuchó el tema musical que bailaría en el festejo: Black cotton, interpretado por su banda favorita de música industrial, Spinning machine.
Tenía que planear de una vez por todas cómo empezar una nueva vida.
Hizo una lista con lo que tenía: hombro mecánico, le vino a la mente.
Ya no puedo volver atrás, se dijo.
Y, como conocía a su padre, volvió a pensar en la coreografía de lambada. Si ella no la bailaba, su padre buscaría reemplazarla, y perdería la oportunidad de ir a La Habana para escaparse.
Los huracanes, el festival, todo el Caribe estaría en Cuba. Tenía que aprovechar ese momento para huir.
Se comunicó con Carlos, su pareja de la lambada.
—Carlos, volvamos a ensayar.
—Pero, ¿no bailabas el tema de Spinning Machine?
—Sí. Y la lambada, también, Carlos —dijo Elizabeth—. ¡Vení mañana!
Fiel a su costumbre, Elizabeth buscó como desafiar a su padre: bailar lambada como una bailarina normal, sin hombro mecánico de por medio.
Como le quedaba el izquierdo de carne y hueso, decidió hacer todos los giros con ese brazo y ese hombro. Tendría que aprender a bailar la coreografía en espejo con su bailarín. Ella haría la parte del varón para poder girar al revés siempre.
Esa noche se acostó dudando. ¿Carlos estaría dispuesto a acompañarla?
Finalmente, Carlos estuvo a la altura de las circunstancias. Y la coreografía quedó terminada en una semana.
Por remordimiento —o por conveniencia del cuadro de música industrial—, Elizabeth incluyó a John en la coreografía. Y Henry, a la coreografía en el festejo.
Mientras ella bailaba con los brazos una imitación de los movimientos rítmicos de los telares, John hacía una especie de zapateo y contorciones de piernas. Los engranajes de las rodillas rechinaban a ritmo, y le daban un sonido acorde a la letra de la canción. De vez en cuando, giraba el codo. Algunas veces John decía: n o. Quizás preocupado por el posible desprendimiento de su antebrazo. Pero su voz latosa le sumaba recursos a la coreografía.
A veces, John se quedaba a observar el ensayo de lambada. El tema musical había sido compuesto especialmente para la coreografía. Era una letra pegadiza, y el estribillo incluía la palabra Cumberland, cantada una vez por cada giro del final de la coreografía.
John, apartado en un rincón, trataba de girar sus pies imitando lo que hacía Carlos para marcarle los giros a Elizabeth. Y al mismo tiempo decía, la palabra: C u m b e r l a n d, intentando darle el mismo ritmo y entonación que tenía en el tema. Aunque a él le llevara decirla, más de un giro, practicaba cada vez que veía el ensayo.
Buscaba otras oportunidades para ensayar la pronunciación. Intentaba decirla más rápido cada vez que la leía en el periódico que le llevaba a Henry, cada mañana.
Los ensayos fueron progresando. Cada pareja con su coreografía. Y cuando Henry volvió a ocuparse del show y bajó al subsuelo a corroborar el trabajo, quedó muy conforme.
Se armó entonces la parafernalia de la partida en tren hacia el festejo.
Henry pidió el cálculo exacto del paso del huracán por el tramo Key West-La Habana. Quería que el tren atravesara el puente en ese mismo momento, para mostrarle a todo Cumberland que los puentes y los trenes estaban preparados para unir el territorio en cualquier época del año. Y qué mejor que un huracán de categoría 4, o acaso 5.
La noche anterior a la partida, reunió a su familia: Elizabeth y John.
—¿Qué pasa? —preguntó Elizabeth, entrando en el despacho de Henry.
John los esperaba para la reunión.
—Nos vamos a las seis de la mañana —determinó Henry—. No quiero protestas, Elizabeth. Los dos vienen conmigo. Preparen todo. Cuando lleguen los periodistas a la estación, ustedes ya tienen que estar en el tren.
—Acepto, si me bajo en Key West —presionó Elizabeth—. No pienso ir en tren hasta La Habana. No confío.
—Vos vas en dirigible —dijo Henry—. Tengo tu pasaje y el de Carlos. Supuse que no ibas a venir conmigo. —Y, como enojado por haber comprobado su intuición, la invitó a salir de su despacho.
—Ya sé —protestó Elizabeth al recibir la orden—: tengo que cerrar la puerta.
Y se fue intrigada de la reunión. ¿Por qué motivo su padre había adivinado que ella no lo acompañaría en el tren?
Siempre intentaba descubrir los sentimientos de su padre hacia ella. Y siempre tenía que hacerlo indirectamente. Él nunca le decía o le demostraba afecto, entonces las preguntas de Elizabeth tenían una sola y misma respuesta: ese pasaje terminaría siendo una ventaja para que su padre tuviera éxito en sus propósitos. Nunca algo tendría que ver con ella. No se imaginaba a su padre comprando ese pasaje para salvarla del huracán, si el tren descarrilaba, o para evitarle el miedo de enfrentarse a una experiencia peligrosa.
Era de noche cuando entró John a buscarla. Ella estaba lista, esperaba ansiosa el principio de la odisea que finalmente la llevaría lejos. Los baúles con todo lo necesario se habían ido más temprano.
Los tres partieron rumbo a la estación. Y un silencio incómodo los acompañó en el carruaje. Nadie podía escapar de la incomodidad de viajar juntos. Por suerte, fue rápido: la estación estaba muy cerca de la mansión.
Henry siguió hacia su vagón personal.
Elizabeth subió las escaleras del suyo, acompañada por John. Lo único que quería era desmayarse en un sillón hasta que el tren llegara a Key West.
Vio que el vagón no tenía sillones, que el piso de madera brillaba. El olor a cera la hizo temblar. El sol entraba por las ventanas del vagón proyectando hacia la otra pared la película que amaba: espejos y una barra de bronce.
—Este es un vagón para bailarinas —suspiró. Y se sacó los zapatos para tocar esa tierra bendita.
John recibió el agradecimiento, en lugar de su padre.
Ella lo abrazó y el autómata intentó hacer un paso de baile de «black cotton» que ella le había enseñado. Elizabeth sonrió. No se dio cuenta de que John expresaba un gesto de cariño.
Y en lugar de disfrutarlo, aprovechó el momento para corregirle el movimiento. El autómata tampoco estaba preparado para otra cosa que no fuera una orden. Y enseguida se puso a tono con las circunstancias. Ensayaron juntos, una vez más.
Los periodistas llegaron a la estación Miami. Venía con ellos una banda musical que los acompañaría a todos durante el viaje hasta Key West.
Elizabeth y John pasaron al vagón comedor, donde varios empleados de Henry repartían bebidas y panfletos con la publicidad de la impresionante locomotora Mallard, capaz de arrastrar los diez vagones sosteniendo el embate de vientos de más de 200 km/h.
Los pasajeros, los músicos y los periodistas salieron del vagón y esperaron en la estación a que Henry saliera del suyo y diera su discurso.
Henry no estaba en el tren. Estaba en el mirador de la estatua que había construido en homenaje a sí mismo, tiempo atrás.
En la estación ferroviaria de Miami, se alzaba una estatua de hierro con la imagen de Henry. Estaba emplazada de tal manera, que el tren subía un puente construido a propósito para que, al entrar a la estación, la atravesara en la zona del pecho.
La estatua era un coloso que tenía la altura y el ancho necesario para dar la impresión de que el tren pasaba por un túnel. Y ese silencio en el paso generaba el sonido de un latido. Un doble pulso: el de Henry y el de su locomotora.
Henry había hecho su estatua con miradores ubicados en los ojos, para observar el paso del tren. La cabeza era hueca, con espacio suficiente para que la gente accediera por escaleras a los miradores de los ojos. Y tenía ventanas para observar la estación.
Ahora Henry permanecía allí esperando su momento. Miraba el gentío arremolinarse alrededor de los vagones que habían sido puestos sobre las vías, lejos de la estatua.
Él tenía la intención de aparecer junto con la locomotora, dando el impacto del show que había planeado para mostrar a su bestia: la Mallard 7768.
En la cabeza de su propia estatua, Henry ensayaba su discurso, cuando escuchó venir a la orquesta tocando.
Cuando lo creyó oportuno, salió, se acercó a las escaleras que llevaban a la base de la estatua. Y, como estaba previsto, una persona contratada a tal efecto, gritó:
—¡Miren, es el señor Henry!
Y él bajó cada escalón muy despacio.
En el primer descanso que conducía al brazo de la estatua, se detuvo a saludar. La locomotora todavía no estaba. Él hizo un gesto y se escuchó el rugido. La bestia esperaba preparándose en los galpones de la estación. Rediseñada por Henry iba a tener su bautismo de fuego contra el huracán.
Henry siguió bajando escalones. Y en el segundo descanso, a suficiente altura como para que todos lo vieran y escucharan, hizo el segundo gesto para dar comienzo a la rueda de prensa.
—Señor Flager —atacó el primer periodista—, ¿no le parece demasiado arriesgado inaugurar el tramo Key West-La Habana en el mismo momento en que pase el huracán?
Henry quería otras preguntas: hablar sobre su invento. Tenía pensado presentar a su Mallard después de la primera respuesta.
Miró a su periodista pago, recriminándole no haber sido el primero en participar haciéndole esa pregunta. Lo habían planeado, y él había pagado para que se cumpliera ese plan.
El periodista pago entendió la seña y, con disimulo, tomó el comando de la entrevista.
—Hablemos de la locomotora —dijo—. Ella es la estrella del momento. Y, por supuesto, su inventor: Henry Flager.
Todos aplaudieron, y Henry se acomodó sus lentes y dijo las palabras mágicas:
—Con ustedes… ¡mi Mallard!
Y las puertas del galpón se abrieron de par en par. La máquina azul, con ruedas rojas y llantas de acero, se acercó despacio a ocupar su sitio.
El maquinista y su ayudante estaban impecablemente vestidos. El diseño de su ropa imitaba los colores Flager: azul mallard y rojo.
El vagón de carbón y el de agua estaban disimulados por un diseño igual al de la locomotora. La Mallard y su vagón de combustible parecían un pájaro. Y Henry lo había imaginado así.
Sobre el puente sería como un ave. Pero poderosa.
Henry bajó de su pedestal y observó cómo la Mallard se ensamblaba con los vagones.
Los pasajeros y los periodistas fueron subiendo al tren.
Sobrevolaban los dirigibles que llevarían más gente al Paladium. Pero sus planes de vuelo no incluirían el paso por la ruta del huracán.
Muchos hacían filas sobre las escaleras de la estatua para llegar a los miradores instalados en los ojos de Henry. Ya tenían permitido transitar la estatua para observar por turnos el viaje del tren.
El tren dejó la estación Miami, y en el trayecto todo era fiesta.
Elizabeth volvió a su refugio y Henry al suyo. Los ocho vagones restantes estaban llenos de pasajeros que habían aprovechado el viaje gratis. Por lo menos, hasta Key West viajarían todos.
Como Henry lo había imaginado, nadie quiso aprovechar el regalo para ir más allá. Por eso Henry tenía contratos de trabajo asegurados para cien pasajeros comprados.
En Key West, los nuevos pasajeros se despidieron con lágrimas de sus familias y subieron al tren. Nadie confió en el discurso de Henry.
Antes de tomar su vuelo, Elizabeth le dijo a John:
—Te espero en La Habana.
Y John le respondió con un giro de rodilla. Quizás queriéndole decir que él iría en tren. O que llegaría en tiempo y forma para bailar con ella. Elizabeth no podía imaginar otras intenciones.
¿Quién podría saber las intenciones de la conducta de John?
Tal vez por necesidad de tener público de verdad, Henry encaró al periodista que le había hecho la pregunta incorrecta, el de la estación de Miami.
—Señor, a usted le hablo. Le ofrezco 100.000 libras y la nota exclusiva del recorrido y la apertura del teatro, si viaja conmigo en el tren.
Y como si le nacieran alas o pulmones, el periodista respiró profundo y se arrojó al vacío.
—Sí, acepto —dijo—: Mi nombre es Jones, Adam Jones.
Henry se sintió feliz. Tenía una batalla, un espectador y un enemigo. Contaba con el poder: era el dueño de la única bestia que podía desafiar a la otra bestia, la furiosa bestia natural. Su Mallard, contra el huracán.
Elizabeth subió al dirigible, sin dejar de pensar en el último gesto de John. Lo tenía grabado en la cabeza y no sabía por qué.
Nunca le había prestado atención al autómata. Con ese ruido a viejo, siempre había sido un estorbo en la casa. Pero un estorbo que Elizabeth recordaba junto a ella desde siempre.
Y ahora lo sentía más cercano aún. John parecía haberla elegido a ella y no a su padre. En ese momento, John estaba más atento a lo que ella necesitaba. Todos siempre iban detrás de su padre, y por eso ella siempre estaba sola.
Lo extrañaba, quería estar con John. La preocupaba que en medio del huracán le pasara algo, por más que fuera una máquina. Sintió que ésta vez John no quería obedecer a su padre y que ella era la única capaz de salvarlo de esa obediencia.
Y ese impulso la hizo bajar del dirigible en la siguiente parada.
Henry había construido varias estaciones antes de llegar a La Habana. De las torres del puente emergían tres islas flotantes, una cada cien kilómetros. Con un pequeño puerto en cada una, para la conexión con las rutas marítimas y aéreas. Elizabeth bajó del dirigible en la primera. Ahí volvería a subir al tren. Quería viajar con John.
Era seguro bajar solo en la primera estación. Más allá correría el peligro de enfrentarse con el huracán. Los dirigibles y los barcos debían tomar otras rutas para llegar a La Habana.
Elizabeth bajó y esperó al tren.
La Mallard llegó puntual. Henry estaba ocupado repasando la estrategia para el siguiente recorrido. Nunca supo que Elizabeth había vuelto al tren. John, sí.
Ella subió directamente a su vagón de bailarina, y John apareció en el vagón para acompañarla.
Como un jinete que conoce y sabe cómo montar su caballo, el vagón personal de Henry estaba inmediatamente detrás de la Mallard. Los pasajeros pagos viajaban más atrás. El vagón comedor era el anteúltimo. Y al final, el vagón de Elizabeth. Ahí, ella y John podrían ensayar tranquilos. El murmullo del comedor ocultaba su presencia y la música de su baile.
—John —dijo Elizabeth—, ¿ensayamos?
—S í. P u e d o.
—Pero… ¿Te gustaría?
—S í. P u e d o.
John era su compañero, testigo de toda su vida, un archivo completo de todo lo que había vivido. ¿Dónde estarían esos recuerdos? ¿John sería capaz de contener algo en su memoria? ¿O sólo era un instrumento para obedecer las órdenes del momento?
¿Cómo tomaría sus decisiones? ¿Qué mecanismos le había incorporado Henry para que John contestara «Sí, puedo».
¿Tendría una lista de órdenes con un sistema de prioridades?
¿Guardaría los recuerdos? ¿Los de ella? ¿Podría elegir él cuáles escenas recordar?
La voz de Henry anunciando la llegada del huracán sonó en todos los vagones:
—Pasajeros, disfruten de un viaje inolvidable. Nos adentramos en la tormenta.
John se acercó a la ventanilla:
—V e i n t e K i l ó m e t r o s. —Eso faltaba para la pared de huracán.
Arrastró a Elizabeth del brazo y la hizo agacharse en el rincón más alejado de las ventanas del vagón. Le puso una montaña de ropa encima: todo el baúl de vestuario que habían cargado. Y esta vez el gesto fue muy claro: Elizabeth entendió que era peligroso salir de ese refugio improvisado por John. El alivio que sintió con ese gesto le trajo el recuerdo de una lejana noche tormentosa, igual que esta. Su padre, adivinando su miedo, había entrando sigiloso a su habitación y, creyéndola dormida, la arropó.
Truenos.
Rayos.
Rayos como gusanos de luz impactaban en el tren queriéndole robar pedazos. La madera aguantaba el peso de la fuerza eléctrica, pero no amortiguaba los gritos de los otros pasajeros.
El puente se movía, eso estaba calculado. Lo peligroso era que el tren descarrilara.
Cuando empezó a llover, los gotones golpearon fuerte sobre el techo de los vagones y opacaron los gritos.
John estaba impávido. De vez en cuando parecía escuchar algo que lo preocupaba. Pero seguía en su sitio de guardia.
Henry volvió al aparato de sonido y dijo:
—John, ¿dónde estás? Debes venir.
Y John tomó el aparato de sonido para decir:
—N o q u i e r o. —Era la primera vez que se rebelaba ante una orden de Henry.
Elizabeth lloró. Podría morir en ese momento y sería feliz.
Sacó un brazo desde abajo de la ropa que la protegía y tocó la pierna de John. Y el autómata se estremeció como si sintiera esa caricia.
Henry, turbado por la respuesta del autómata, dudó de lo que había escuchado. Y como estaba tan ocupado, y solo quería que John le trajera un café caliente, siguió con lo suyo.
Sabía que el huracán pasaría rozando el puente con la pared de tormenta. Lo más peligroso sucedería en un espacio de diez kilómetros. Después, el ojo sería toda calma. Y la otra pared del círculo de tormentas ya no iba a pasar sobre las vías. Habían tenido suerte. El plan de Henry se iba cumpliendo muy bien, como sucedía siempre.
Henry preparó a la Mallard para desafiar a esa pared de remolinos de viento y lluvia.
Había inventado un sistema de relojería que desplazaba las vías del tren hacia abajo y sumaba otras a los costados de los vagones, para darles contención frente a los embates de los vientos. Las vías laterales se incrustaban en los vagones y se movían al mismo tiempo que el puente. Así, evitarían roturas y desplazamientos.
Accionó el mecanismo, y funcionó a la perfección.
La Mallard se sostenía sola. Tenía el peso y la potencia suficientes para mantenerse en pie.
La pared se hizo presente en un segundo, y el mecanismo dio un salto. Pero resistió el sacudón.
Un rayo pegó de lleno en una de las vías laterales del vagón de Elizabeth, y la chispa sacó a John de su sitio de guardia.
John se asomó por la ventana para observar: un pequeño incendio que cesaba, gracias a la lluvia torrencial.
Desde el primer vagón, Henry divisó el humo negro.
Él sabía que el sistema de vías laterales estaba conectado, y que el mal funcionamiento de algún tramo, en cualquier vagón, podría generar un problema en todos los demás.
Ni lo dudó —no podía vacilar—: antes que se generalizara el problema, desenganchó el vagón de Elizabeth del resto del tren. Lo dejó en las vías frente a las inclemencias del huracán. Cortó con el problema por el hilo más delgado, y se volvió a comunicar con los pasajeros.
—No se preocupen por el humo negro que vieron —dijo—. El vagón fue desenganchado del tren y quedará esperando a ser reparado.
Y pensó que Elizabeth no iba a poder ensayar en su vagón. Se imaginó el enojo de su hija cuando le explicara en La Habana. Ojalá no peligrara su show.
Desde el vagón de Elizabeth, John vio que el resto del tren se alejaba.
Sin sostén, sin locomotora y con la fuerza de arrastre del viento huracanado, era cuestión de tiempo. El vagón iría a parar al océano.
—¿Por qué se detuvo el tren, John? —dijo Elizabeth, desesperada, saliendo de su escondite.
John no contestó. Se quedó inmóvil unos segundos.
Ella lo esperó: parecía imaginar estrategias.
Pero su curiosidad pudo más, y con miedo se acercó a la ventana del vagón. Quería ver qué había pasado. Y lo vio enseguida. La Mallard se distinguía a lo lejos, más por el vapor que por otra cosa.
Cuando quiso volver a preguntar por qué, John ya tenía un plan y la había incluido sin pedir permiso.
La tomó del brazo decidido a sacarla del vagón. Abrió la puerta y pegó un salto para quedar sobre las vías.
Intentó que Elizabeth cayera sin lastimarse, y miró o midió la distancia que había hacia la torre del puente más cercana. Hizo un gesto de negación, y dijo:
—A r c o. R á p i d o.
Elizabeth miró el arco del puente y adivinó lo que John intentaba explicarle.
Juntos fueron avanzando por la vía hasta la base del arco. Casi llegando, giraron para ver el vagón. Estaba a punto de caerse al océano.
Apuraron el traslado y llegaron al arco de acero. Cuando miraron para atrás, vieron el vagón caer al mar.
John se enganchó del puente con una mano. Cubrió a Elizabeth con su propio cuerpo y, para asegurarse, encadenó su otra mano al hombro mecánico de Elizabeth.
Cuando la pared del huracán los rozó, estaban preparados. Y ninguno de los dos cayó al océano.
Cuando llegó el ojo del huracán y todo se calmó, John dijo:
—L l e g a r e m o s h a s t a L a H a b a n a.
Se inclinó y cambió un mecanismo de sus pies. Los enganchó a los rieles, y le dijo a Elizabeth:
—S u b i r e s p a l d a. —Y le hizo el gesto de que esperara a que se enganchara con las manos.
El autómata ya parecía un caballo metálico desplazándose sobre los rieles, cuando Elizabeth subió a su espalda.
Para acelerar, sincronizó el desplazamiento de las cuatro extremidades. Improvisando, puso toda su energía al servicio del movimiento. Y logró avanzar rápido sobre las vías.
Con su catalejo, Henry ya divisaba el castillo del Morro. Estaba llegando a La Habana. El puente rozaba el castillo y el faro. Penetraba el terreno de la isla en ese estratégico lugar.
Para Henry, el puente y el tren eran una nueva conquista inglesa. Esta vez, el Morro de La Habana sería tomado por él. Así como lo habían hecho sus compatriotas en el 1762. Nuevamente, se conseguía el Caribe para la corona, y de sus propias manos. Henry se identificaba con el mismo acto de grandeza de la antigua época colonial.
Apartó el catalejo, y se alegró: ya podía ver el gentío sobre el Morro.
Su Mallard tomó la última curva del recorrido. La locomotora se mostró rugiendo poderosa y conquistó el Morro ingresando a la estación de La Habana.
Y él escuchó la música de su orquesta, preanunciando el festejo.
Esperó a que todos los pasajeros bajaran del tren.
Ordenó al maquinista y al ayudante que dejaran sola a su Mallard.
Entonces bajó a recibir los aplausos. Pero antes de saludar al público, fue hacia su locomotora que todavía palpitaba calor. La tocó como a su caballo. Hizo un gesto tierno, una caricia. Y el gentío desbordó su cauce y lo rodeó para felicitarlo.
Preocupado por su discurso, fue directo al escenario que le habían preparado. Era un puente de hierro construido sobre las vías. Relucía una placa que habían incrustado en el hierro, horas atrás, cuando la batalla se dio por ganada. Sólo tenía tres palabras y un número: Henry Flager, Cumberland, y la fecha de ese día. Esa era la conmemoración de su conquista. Como había sido la del 1762.
Subiendo el puente con los papeles del discurso en la mano y pensando en ubicarse justo sobre la placa, se acordó de Elizabeth. Tenía pensado nombrarla y presentarla. Para ir llevando la atención hacia el Paladium, su futura conquista.
Pidió a su ayudante que la buscara, y esperó saludando a la gente.
El tiempo pasaba, y se sintió incómodo. Aceleró el pedido con un gesto solapado. Y un empleado, el único que se animó, le dio la noticia:
—Creemos que su hija estaba en el vagón que se hundió, señor Henry. Sabemos que ella retomó el viaje en tren en la primera estación marina, y nunca bajó del tren.
Henry se sintió palidecer.
Conocía a su hija, y supo que esa era la verdad de lo que había pasado.
Perdió la fuerza, sintió un vacío. Y sus manos eligieron sostenerlo de la baranda del puente, al precio de soltar los papeles del discurso. Desolado, Henry los miró volar sobre las vías. Levantó la cabeza siguiendo su recorrido, y encontró el mar. Era como si quisiera ir con la vista hasta el lugar donde podría estar su hija, en el fondo del océano.
Entonces, notó que algo brillaba sobre las vías. Algo se movía rápido, pero con un ritmo y una fuerza familiar.
—¿Y John? —preguntó Henry.
—Tampoco llegó en el tren —contestó su empleado.
—Tráiganme mi catalejo —ordenó.
Apuntó a la vía, y los vio. Un caballo de acero se desplazaba sobre los rieles cortando el aire. Y, sobre él, volaba un paño de gamuza: Elizabeth.
—¡Qué ingenioso! —murmuró Henry, y sonrió.
Ya repuesto, bajó las escaleras, y fue a su encuentro.
John estaba llegando con su tesoro a cuestas.
Agradecida, Elizabeth saltó a tierra. Henry la abrazó, y hubo emoción en ese abrazo. El calor de ese gesto aniquiló el hielo y la distancia de años.
John se acomodó como pudo. El esfuerzo lo había dejado inclinado. Tuvo que hacer varios pasos detrás de Henry y Elizabeth, para lograr su vieja postura.
Henry, que ya estaba por subir al puente con su hija, giró y volvió hacia atrás.
La calidez del abrazo con su hija desbordaba ahora en otro gesto: abrazó a John, y el autómata se estremeció. Se dejó llevar en ese abrazo, al que se sumó Elizabeth.
Los tres caminaron juntos. Henry y Elizabeth iban abrazando a John.
John giró la vista hacia la placa colgada en el puente. Cada vez que captaba esa palabra tenía el mismo desafío. Y lo intentó una vez más.
—¡Cum ber land! —Y estiró un brazo rodeando la espalda de Henry—. ¡Cumber lan d! —Repitió el mismo gesto con Elizabeth. En su tercer intento dijo—: ¡Cumberland!
Y los abrazó.
© Copyright de Isabel Santos para NGC 3660, Marzo 2019 [ Especial Féminas 2019 ]